Ricardo Menéndez Salmón, Los muebles del mundo, Seix Barral, 2023
El fuego de la narración
Ardiendo, en llamas, sin posibilidad de apagar el estado de incertidumbre, curiosidad, ansias y admiración.
Así deja Menéndez Salmón a quienes leen este libro, una antología de relatos escritos durante veinte años y que sirven para, quien no conozca a uno de los novelistas más respetados desde hace años en España, se introduzca en los variados mundos que es capaz de recrear este asturiano de Gijón.
Por prejuicios personales que no vienen al caso, quien esto escribe tardó en introducirse en la narrativa de este escritor, pero una vez que leí No entres dócilmente en esa noche quieta, cuyo tema —uno de ellos— es el duelo por el padre perdido (cercano a uno de los ejes de Barrancos, de Pablo Matilla, por cierto), descubrí el poco olfato que a veces poseo para esto de la literatura, y bueno, pensé, al menos moriré habiendo leído algo de este hombre, para qué engañarnos. Ya el tiempo es una sucesión de páginas leídas y esperando a serlo: por eso, estos relatos agrupados bajo el título que parte de una cita de Foster Wallace —nada más ni nada menos— son reconocibles como algo memorable, puede que no todos para alguna gente, pero sí como conjunto para mí: un hermoso conjunto trabajado y organizado para hacer las delicias de quienes gusten del género, porque Menéndez Salmón practica la variante, el guiño literario, la intertextualidad, las referencias cruzadas entre las distintas artes y un muy buen léxico, muy apropiado en cada caso, muy bien seleccionado para discernir entre ficción, realidad e historia y muy apuntalados los relatos en la claridad, la sencillez de exposición y alguna que otra sorpresa bajo un giro inesperado, un detalle delicado de información trascendental o una solución impensable a los acontecimientos narrados.
Algo hay en esa declaración de principios, en realidad mucho, casi demasiado, demasiada verdad en las palabras de un cuentista, que nos lleva a conocer como si lo tuviéramos delante a un escritor que parece noble y cercano. Imagino que nada más lejos de su realidad: para escribir, la soledad y cierta dosis de hurañismo son la moneda de cambio usual y aun así, nos dejamos convencer y leemos como si escucháramos a un amigo contarnos que se acabó, que el género no da más de sí —para él, Menéndez Salmón, como escritor— y que hasta aquí llegó. No es mal testamento: quién lo hiciera así de bien en una veintena de textos. En este caso escribir trascendiendo y convertir en arte lo que el arte proporciona —la música y la pintura son dos grandes ejes temáticos de varios cuentos— nos recuerda sin querer, la memoria actúa y nos dejamos llevar, a aquellos versos del poeta Antonio Carvajal, que escribiera el granadino bajo la impronta del de Manuel Machado, “Dejó un cuadro, un puñal y un soneto”:
Si mañana no vivo, si mañana
queda inmóvil la luz en mi ventana
sin mi apresuramiento y mi figura,
sabed que algún soneto os he dejado
y que, cruzando del olvido el vado,
salvé de tantos cuadros la hermosura.
Y así, el cuentista deja relatos, salvaguarda con la escritura de ellos pinturas, músicas, deseos e ideas venidas de la imaginación y se sumerge de lleno —y quienes leemos con él— en el maravilloso mundo de la literatura que sirve, la valiosa, la necesaria y auténtica. De ahí la parte trascendida, la memoria que mañana confluirá en un rico presente y un glorioso pasado.
Las palabras iniciales de Menéndez Salmón, por sí solas, ya forman parte de mi memoria lectora: es consciente de la dificultad y privilegio el escritor que tiene su tarea cuentística y se nota que la delicada mano de un orfebre labra con mimo —il miglior fabbro, dijo de Antonio Carvajal el crítico Ignacio Prat— desde el léxico hasta la trama pasando por los elementos primordiales de un cuento como son el principio, el final, los nexos, el tema y subtexto —qué podemos interpretar tras la lectura es tan importante como lo que se podría interpretar— o los silencios pertinentes y las elipsis. Las herramientas literarias del prosista están sabiamente utilizadas, pulidas y ocultas. En una lectura normal no contemplamos el hilo, el pespunte o la aguja: es una celebración de los sentidos la lectura, un desquite hacia la amargura y la tristeza y la alegría y colorido del mundo —pese a que esos muebles nos recuerden quiénes somos— se nos manifiesta en todo su esplendor: desde el dolor más fiero y la vergüenza de ser como somos, hasta la creación de la belleza más pura sometida al entendimiento o a la locura. Qué importa. Somos la maravilla del desastre, un desastre de cal que aspira a un mar de plástico o una llamarada interna de un dios cuyo organismo es un cáncer y nosotros su divertimento menor.
Claridad, efectividad, unidad, esencialidad y hallazgo de un objetivo concreto; estos cinco conceptos se repiten en cada uno de los veintiún relatos dispuestos en tres partes —Lamentos, Aleluyas e Iluminaciones— que componen el libro, un libro que, por otra parte, habrá de ser estudiado en un futuro como ejemplo de composición, porque puede gustar más o menos algún relato, pero el conjunto es un maravilloso ejemplo de las virtudes que un texto corto puede tener para hacer disfrutar al público más dispar: nos concentramos en el entendimiento. La sorpresa de compartir textos que se entienden y tienen varias lecturas es un acicate que no todos los relatistas consiguen a menudo.
Si esta antología pudiera tener en su interior una antología más pequeña, que la tiene y es la mía, sin duda los nominados a mejores relatos de esa categoría serían: “La grieta”, “Gritar”, “Astérix en la Estrella de la Muerte”, “El caso Abramavicius” y “Vida de Henry J. Darger, pintor”. Cuál de ellos ganaría, es un misterio, porque al estar abriendo la papeleta dorada and the winner is, se acercaría corriendo el fantasma de John Cheever y diría —en un perfecto andaluz—: quillo, pero ¿y si se pudiera concretar más porque el fin del mundo nos coge leyendo en vez de bailando? Ahí entonces, yo me levantaría y recitaría de memoria: “La noche de la condesa Bruni”, “Los ancestros” y como todo arderá, ardió y continúa ardiendo esa fogata del cuentista, “La vida en llamas”. Solo por estos tres cuentos, en mi opinión, el mentado Cheever, Borges y, digamos Fernández Cubas, podrían sentir orgullo: la literatura en su estado más impresionante, la ficción que muta en verosimilitud y al terminar de conocerla, la metamorfosis de Kafka, la muerte de Fortunato, la primera visión de la nieve macondiana, los miembros sajados de Munro o las sublimes mutaciones en Masfield, es decir, el mayor espectáculo del mundo —y ahora no es el circo— de las letras, se hace respirable, presente, palpable.
Tengo el libro plagado de notas que dicen cosas como “sencillez; máxima; ¿cómo carajo es posible decir tanto con tan poco?” o “comparaciones, hipálages (en un cuento, je), conflicto (grave)”.
Hay constantes, como en la física: la física de Menéndez Salmón se compondría de constantes particulares de su narrativa corta como la interposición de un narrador que le cuenta a alguien lo que este o esta cuenta; la obsesión de algunos personajes por el tema en cuestión; el uso correcto de la lengua como herramienta que permita comunicarnos aun diciendo cosas dispares, contrarias o dolorosas para el otro participante de la conversación —al menos que por las palabras no quede; un regusto por algunas imágenes concretas con cierto aire de familia lírica (‘Una luz sucia, con cierta calidad de ceniza, hendió el vagón como una cimitarra’; verdades generales que sirven para empatizar aún más con el texto; flashbacks sutiles y de entradas y salidas suaves como amistades familiares y no viceversa y, por ejemplo, unas interrupciones en los relatos muy bien colocadas que hacen que se regenere el interés despertado y que aumente la curiosidad por lo que va a venir.
Hay un retrogusto (“conjunto de aromas, sensaciones y señales” dice Wikipedia “que deja un caldo, en boca, nariz y garganta”) a clásico, y querría explicarme: los temas conocidos, los personajes cercanos, el tratamiento del pasado y el presente en la trama, la evolución suave de la historia, los cambios leves o profundos, pero siempre sintomáticos de la maravilla de que el momento narrado era el más indicado… Ciertos posos temporales, los viajes en tren, una Europa antigua y como viejo continente con alguna que otra superstición… todo muy bien dirigido y especialmente deleitable hacen que el volumen brille porque ni sobra ni falta nada, y esto es decir mucho, no sé si lo más y mejor que puede decirse de un libro de relatos, pero creo que sí, seguro que sí: este libro será puesto de ejemplo en alguna escuela de narradores, o algún profesor de narrativa lo usará en breve o en un futuro breve, o en el futuro breve cuentista que nos espera, y enseñará con él en la mano, porque sí, es digno de ser elogiado y si, además de estas notas, quieren descubrir por qué, lean, lean algún relato a vuelapluma: se llevarán el libro, porque les sonará cercano el contenido, amable, cálido, sensual.
Como todo buen libro de relatos dice mucho y ofrece más que no cuenta: los silencios mencionados antes y las elipsis, magníficamente utilizadas por los diferentes narradores que propone Menéndez Salmón, se convertirán en otra de esas constantes, al igual que la ingente cantidad de preguntas que presenta de modo indirecto cada cuento y que el autor nos lanza como si de dados se tratara: ¿interviene el factor azar en la historia? Como en cualquier particular o privada existencia, podríamos decir que sí. Y entonces ¿la causalidad no se personifica ante nos? ¿Es la mejor manera de combatir el miedo ante la muerte practicar el arte de la literatura? ¿Y ante nuestra muerte? ¿Nos salva de algo el amor o nos condena a una existencia aún más miserable por creer que nos puede eximir de la responsabilidad de sentirnos mortales cuando por lo contrario somos aún más mortales al sentir que daríamos la vida por otra persona? ¿Es esa la definición de amor? ¿El tiempo devora o nos devora el ansia de estar en nuestro tiempo? ¿Son los sentidos el último reducto de la verdad pura, de la objetivad majestuosa que esperamos o son lo primero que hemos de desestimar para que nuestra cabeza funcione/recuerde/trabaje mejor? ¿Sabemos quiénes somos o la personalidad es un constructo —y como decía Juan Bonilla la intimidad es lo que realmente somos e identidad lo que mostramos socialmente— más de todo aquello que se nos impone desde fuera: cultura, familia, religión…? ¿Es posible un mundo mejor mediatizado por el arte, la cultura, la literatura, la pintura, la escultura…? ¿Somos animales dignos de estudio más que dignos de supervivencia? ¿No vienen a visitarnos de fuera teniendo artistas como Menéndez Salmón, Ana María Shua, Cristina Fernández Cubas, Pilar Adón, Rodrigo Fresán o Camila Sosa Villada?
El poder, el capital, el fascismo, la hipocresía y el mal aparecen y recorren los párrafos de algunas de las piezas aquí seleccionadas, por lo que también, el escritor se convierte en útil, si bien dicen que la literatura no lo es, Menéndez Salmón vende libros y el producto como tal, más vale que al ser leído inocule el veneno de la crítica, la resistencia ante el engaño y fomente la tolerancia y el buen gusto ante lo que nos ofrecen ciertos sectores formicantes del entretenimiento español y que aluden al machismo rancio, al cutrerío más homófobo y al casposerío patrio.
Creo que una buena muestra de lo que practica Menéndez Salmón se concentra en frases que aglutinan percepción, acción y reflexión, como en el que me sirve para concluir; se despide de ustedes el propio autor que tiene más interés que quien esto escribe y seguramente lo hará mejor:
‘…si se observa con atención, el mundo es un lugar tan extraño que hemos de corregir nuestra mirada de modo constante para que el terror no nos invada en la mesa del desayuno, durante las reuniones de trabajo o mientras practicamos el sexo una o dos veces por semana’.
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