Pospón que algo queda
Para Ángel Casas, kafkólogo
Tengo que escribir algo sobre Kafka desde hace años: nunca me había atrevido a ir más allá de la lectura de micros, relatos, “La transformación”, algún vistazo a las primeras páginas de El proceso (y para mi sorpresa y decepción —pero la merezco por inoperante—, veo que mi adorado Kyle MacLachlan protagoniza una versión cinematográfica que ni conocía) o la película de Haneke sobre El castillo.
He tardado meses, por compromisos laborales y personales en decidir tomar el libro de Páginas de espuma desde que Pablo Matilla me comentara si quería escribir una reseña de los cuentos de Kafka. De todos. Los cuentos de Kafka. Pensé que si salía de esta, habría leído algo que no solo marco el siglo XX en cuestiones literarias y sociales —esto es kafkiano— y además, parte del siglo que llevamos vivido.
Me alegró que lo que leía durante el proceso de decisión —Vila-Matas, Pizarnik, Joyce, Hemingway…— tuviera algo que ver con el escritor en cuestión: los miedos de Kafka se parecen mucho a los nuestros un siglo después de escritos y aunque chispazos de desesperación aparecen por doquier y nuestras paranoias rozan la poca verosimilitud de la locura, siempre podemos encontrar frases maravillosas de ánimo en las páginas de este gran libro, y su lectura, «aunque somos más feos que murciélagos», nos hará sin duda alguna concebir el mundo de otra manera, entender de dónde venimos y por qué continuaremos la senda de, como dice Saer en El concepto de ficción, lo fantástico sin que lo sea —como dice de Melville o Hawthorne, si no recuerdo mal—: porque Kafka parece un autor que escribe del y para y sobre el fantástico, es una concepción irruptiva en la literatura, pero habla y se posiciona desde la realidad, desde un concepto realista intransigente, o eso parece, y consigue llegar a cimas que aparentan otra cosa. La lengua es Kafka, el concepto mismo de escritura es muy intenso: leo traducciones, claro, y esta de Alberto Gordo es un prodigio, porque entiendo a la perfección que no entiendo a Kafka y es normal en mi imperfecta capacidad lectora y comprensiva, y sé que pospondré el entendimiento total a mi formación literaria, que es incompleta, fragmentaria y sostenida en el tiempo. Como cualquiera en definitiva, pienso, como la del propio Kafka que escribía lo que le gustaba o le habría gustado leer.
Una de las herramientas preferidas por el escritor que nos ocupa es la pausa. La pausa es un mecanismo temporal que supone una detención del tiempo, una ruptura del normal fluir del relato, por lo que existe en otro tiempo u otro espacio, o ambas cosas. Si queremos priorizar el interés por un accidente que vimos, no contaremos el accidente en sí, sino que dominaremos la retórica sin que se note y expresaremos primero la sorpresa ante un evento desconocido, y le diremos a nuestra amiga: «no sabes lo que me ha pasado»; con su atención dispuesta, matizaremos más: «no sabes lo que acabo de ver» y ya con los pelos como escarpias le contaremos que acabamos de presenciar un accidente.
La explicación multiplicada, la amplificatio por amor a la escritura también tendrá cabida en estos relatos, relatos que serán muy cortos, entre cortos y medianos y algunos largos, gozando de páginas de opciones y alternativas explicadas con todo lujo de detalles, poniéndonos a prueba como lector@a porque Kafka es, ante todo, una prueba a superar, parece decirnos nuestra cabeza cuando nos enfrentamos a sus personajes, animales o situaciones anormales. Relatos como “¡Cómo ha cambiado mi vida…” con protagonista canino, o el seudovermiliario “He provisto la construcción…” conseguirán que se nos salten las costuras lectoras, puedo asegurarlo: son como de otro mundo, prevén a Beckett, Joyce y me atrevería a decir que algunas piezas de Lispector, no sé, por añadir esa pena honda que la brasileira conocía y dominaba tan bien y en espacios a vces mínimos, y que Kafka anuncia a bombo y platillo, pero desde un lugar silencioso, extraño y extrañado, como si el propio autor definiera concepciones nuevas de enfrentarse a l mundo, su mundo, y previera —again— desastres cósmicos lovecraftianos pero, eh, tranquilidad en las masas, que sucederán aquí al lado, en el campo de Sachsenhausen, por ejemplo.
Necesitaba escribir algo sobre Kafka y pensaba que cuando fuera mayor sabría, pero ya tengo mis años y descubro que la carrera de fondo de la literatura tiene varios escollos difíciles de salvar y Kafka es uno de ellos: es tan fenomenal lo que consigue el checo que escribía en lengua alemana que es complejo definir su literatura y colocarla en uno de los lugares ya definidos para quedarnos con la total tranquilidad de que ahí se quedará su obra, hasta que volvamos a buscarla. Porque es de una hibridez y una liquidez que asusta. Contiene el germen de la violencia más difusa y peligrosa que somete a las personas; la violencia verbal inusitada de alguien silencioso y las relaciones tóxicas y personales fundacionales de nuevos órdenes familiares, como venidos de más allá de todas las posibles convenciones conocidas. Y una insistencia en machacar nuestras certezas, pasadas y futuras, presentes, y a mi juicio eso es de una dolorosa constancia que abandonar a Kafka, al margen, donde él quería estar es necesario, como necesario es leer sus relatos.
Como hasta «lo insólito tiene que tener unos límites» los nuestros se ponen a prueba en la denuncia que el escritor propone: las personas no poseen la capacidad de trastocar su naturaleza y somos animales, unas más que otras. De ahí que dé tanta voz a las criaturas que supuestamente no tienen nuestro intelecto. La copia, el mimo, el espejo: la humanización recogerá productos fosilizados en nuestra sociedad, por lo que esas bestias contendrán trazas de características que hemos perdido ya, que dejamos al borde del camino de la bondad, que olvidamos entre los vericuetos de la legalidad y la vergüenza.
Con un particular sentido del humor que derrite prejuicios, Kafka nos quema la piel lectora ya que nos enfrenta directamente con penas horrendas, sentimientos de ridículo profundos como pozos oscuros llenos de petróleo donde un gato oscuro como pez se devora a sí mismo y se desentiende de la mirada ajena: no hay una pretensión clara de terminar las conversaciones, de hacer reír (o llorar) y esto me recuerda a la conversación sobre Kafka que tuve hace unos meses —por culpa de este libro, claro— con los escritores Arturo F. Garrudo y Carlos de la Fé: ambos afirmaban que la mayoría de los relatos de Kafka son como principios de algo mayor, como si el autor hubiera dicho «ea, hasta aquí: ya tenéis el arranque». Bueno, algo así, esa frase coloquial la aporto yo. Pero sí que podíamos hablar —cuando escriba algo sobre Kafka, sea mayor y mi liviana labor intelectual gane peso en la comunidad literaria— de ciertos inicios que predisponen a la lectura o que la aturullan, o que la echan para atrás, o que nos sorprenden o que nos maravillan, o que dilatan cualquier tipo de reacción porque se convierten ellos mismos en desarrollo y final y a otra cosa, y salimos de la lectura casi como hemos entrado, en completa desnudez, inermes, sin la valentía de soportar el cambio o la preñada indigencia de estupidez porque Kafka, ah, sí, eso por descontado era inteligente, fino y sutil y lo logró, todo, con cuarenta años, poco más. Es envidiable su capacidad de transmitir hechos que no conoceremos jamás: o mejor, las consecuencias de dichos hechos. O las consecuencias de la lecturas de las consecuencias de esos hechos.
Uno de los artículos que más he disfrutado en los últimos tiempo —y ya lo sé: debería estar escribiendo algo sobre Kafka, pero, ah…— es “Pequeño curso de literatura”, de otro grandísimo escritor como es Andrés Ibáñez. En él, publicado en 2014 en Revista de Libros, expone Ibáñez que el arranque de un relato de Kafka es uno de los más geniales de la literatura universal. Se refiere al inicio de “El cazador Graco” o “Ciclo sobre el cazador Gracchus” en este volumen. Habla de la maravilla que es porque Kafka crea imágenes desde la primera hasta la última frase, y que relaciona cosas que no tienen nada que ver con una maestría indiscutible. Me hace pensar en Zapata y su teoría de la visibilidad en el famoso manual de relato: hacer visual todo lo que podamos al escribir, utilizar la concreción para que quien nos lea, vea, contemple, que no digamos sino que mostremos, en fin, una de las máximas de la narrativa. Hila fino Ibáñez y el asombro que siente está tan bien contado que la lectura del artículo nos impele a releer —o, en el mejor de los casos, nuevo asombro: a leer— la pieza kafkiana y tomar cada explicación de Ibáñez, cada parte de su exégesis para poder disfrutar al máximo de este relato que si empieza así de bien, no puede desarrollarse ni concluir de otra manera. Me quedo con unas frases, aunque el artículo es una joya completa: «Cuando miramos las cosas con atención, siempre nos damos cuenta de que son hermosas. Son hermosas porque son, porque son reales, porque están. La belleza surge de la atención. Lo contrario de la belleza no es la fealdad, es la distracción».
Kafka nos habla de la memoria y la escritura también, como no puede ser de otra manera, y por esto también ha llegado hasta nuestra época con pleno poder sobre nuestra cultura: la memoria pone en funcionamiento el pasado, para tenerlo en cuenta y no repetirlo. La escritura recoge esas muestras memorísticas, convertidas en diarios, cartas, novelas —intentos de, proceso de, creaciones interruptas…— relatos largo, medianos o microrrelatos. Novelas cortas o relatos largos como “La transformación” (A.K.A. “La metamorfosis”) sufren una lectura de la memoria a largo plazo, porque recordamos todo el desarrollo, el arranque, pero —yo al menos— no el final. La familia, las causas de los traumas, la violencia y la dejación, el abandono cruel e indiferencia, la culpa, la pasividad. Estos serían temas para tratar en un comentario sobre este clásico texto de Kafka. Pero también las formaciones corporales, las excrecencias, los crecimientos anómalos de partes anatómicas.
Kafka contradice las utopías, satisface las distopías que nos inventemos cinco, veinte, cien años después de que él escribiera relatos como “El artista del hambre”, “Un médico rural” o “En la colonia penitenciaria”. “Un informe para una academia y otros textos para Rotpeter” es para quienes quieran conocer a fondo la mímesis, el maltrato animal, la imposibilidad de mejorar una especie perdida por definición.
La experiencia lectora con los relatos de Kafka, advertimos, es de las que cambian la mente lectora, las expectativas truncadas pueden pulverizarse y el mundo, cómo no, se siente de otra manera: salimos absolutamente transformados, más tarde o más temprano, y preveo que si la relectura de algunos textos fue dura, se abre un abismo en lo que falta por leer: los diarios, las cartas, las biografías. Lo que opina el resto de gente que, como Brod, consideraban a Franz K. como un maldito genio, hijo de una época que no le permitía lo que él más ansiaba: escribir y alimentarse como si estuviera en esa cueva de la que hace poco me hablaba un sabio que sabe mucho más que yo de Kafka (y de bastantes cosas más y a quien, humildemente, dedico estas palabras.
Espero escribir algo sobre Kafka que merezca la pena, porque lo quiero hacer desde hace años: lo he pospuesto tanto que parece mi escrito estar contagiado de esa eterna posposición, de esa rotura de expectativas que practicara el maestro hace ya un siglo y pico, más o menos, el tiempo que parece que —sin otra explicación que mi dejadez, cómo no, mi ignorancia y esa perezosa concepción de que todo está escrito ya, para qué algo más, pensaba, pienso, pensaré con error de cálculo— le debo a este escritor, a su literatura, algún escrito que al menos hable de que si se posponen así las cosas, los elementos narrativos precisos para fomentar una preocupación, entonces sí, sin ninguna duda, se está construyendo una literatura de calidad.
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