Brilla, se extiende, y se muestra un instante
un espectro de gracia y esplendor […].
Charles Baudelaire, Un fantasma
No puede resultar casual que el nombre de la colección en que la editorial WunderKammer ha publicado esta breve y exquisita aproximación del poeta y novelista Juan Vico (Badalona, 1975) al fenómeno del cine sea Cahiers, cuadernos. No cuesta pensar en la feliz coincidencia de que tal nombre evoque el de una publicación referencial para el cine europeo y francés, Cahiers du cinéma, tan querido y admirado por Vico. También, a vuelapluma, recordar los Cahiers de ese escritor y pensador fundamental del pasado siglo, Albert Camus. Porque algo de cuaderno, de alegato, de combate razonado y lúcido tiene La fábrica de espectros. De manifiesto en favor de recuperar una forma de mirar y entender el cine, que es también una forma de mirar y entender la realidad. Veamos.
Hemos escrito anteriormente fenómeno del cine, y más allá del uso retórico del lenguaje, hay en esa cláusula un elemento, concepto, idea fuerza como fenómeno que recorre las páginas bien argumentadas y excelentemente referenciadas del libro.
No puede resultar casual que los orígenes del cine, históricamente fechado, se sitúen a finales del siglo XIX, concretamente en marzo de 1895, con la filmación que los hermanos Lumière efectúan a la salida de una fábrica en Lyon. Pensemos en el predicamento que tenían en Europa en esos días las ideas de Bergson sobre la duración, durée, del tiempo, los tenaces esfuerzos de Husserl para desnudar el fenómeno de los aditamentos que la cultura ha ido sedimentando entre el ojo y lo mirado, los cromáticos hallazgos de Debussy y Ravel sobre el teclado, y ese doctor vienés apellidado Freud que ya apuntaba maneras e iba a poner patas arriba el concepto de deseo. Es en ese ambiente cultural donde rudimentariamente aparece la capacidad técnica de capturar el tiempo y hacerlo interminablemente circular en la sala de proyecciones ante los ojos de espectadores que van acomodando su mirada a su puro acontecer. Es en ese encuentro a medio camino entre la luz proyectada y la mirada del espectador donde el fantasma, otro de los conceptos claves del libro, aparece, flotante, evocador, material e inmaterial, insidioso y perturbador, inaprensible. Por eso en estas páginas volvemos con insistencia a la génesis de la imagen cinematográfica, a esa tensión original entre la realidad y su sombra, lo vivo y lo muerto (LFE, pág. 61).
Entre las brillantes argumentaciones de Vico, hallamos una que nos ha llamado poderosamente la atención, y que no es otra que la diferenciación entre imagen proyectada e imagen emanada. En sus orígenes, el cine, pensado para la sala de proyecciones, hacía converger, en su chorro de luz, mirada-imagen. En los últimos años, con el veloz desarrollo de la técnica, la imagen, recluida en las pantallas móviles, deja de sobrevolarnos para convertirse en un brillo doméstico atrapado en un rectángulo de unos pocos centímetros […] ¿Es cine buena parte de la producción audiovisual que consumimos fuera de las salas? (LFE,pág. 86).
Desembocamos en este punto en lo colectivo. Nacido, como decíamos antes, en los albores del siglo XX, y siendo, como afirma Vico, una de las pocas disciplinas artísticas cuyo nacimiento está documentado (LFE, pág. 76), el cine no deja de estar emparentado con la necesidad ritual que nos configura en cuanto humanos.
En el capítulo 17, titulado La experiencia del origen Vico sintetiza a la perfección la cuestión: «El cine es acaso el único arte, junto a la fotografía, cuyo origen elude las prácticas religiosas, si bien su desarrollo es inseparable de una marcada ritualidad profana. Rito sin objeto: rito cuyo objeto es el propio rito. Sobre tal paradoja se erige el cine, al carecer del pálpito sagrado del teatro, del poder simbólico de la pintura y escultura, de la capacidad invocadora del poema.»
Nos hemos permitido citar por extenso al autor en este punto, pues una contenida nostalgia frente a la pérdida cultual del cine como religión laica, como ceremonia colectiva de emancipación o reconciliación, ensoñación o anticipación, recorre las páginas de libro y constituye uno de sus elementos fundamentales. De pérdida de la sala de proyección como aula, como universidad, como iglesia, como útero, como espejo. Nostalgia por las generaciones que educaron su mirada, su manera de vivir, de amar, de fumar y besar a través de los grandes mitos del celuloide que en los programas doble sentaban cátedra en las barriadas donde la realidad, afuera, era infinitamente más pobre, más esclava, más nada. Una religión laica, en efecto, sin sacerdote, y donde paradójicamente, cada uno a solas con la realidad de su vida proyecta hacia la pantalla un flujo incontrolado y denso de pulsiones que alimenta el fantasma colectivo. Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Roland Barthes, tan pertinentemente citados por el autor para apuntalar sus tesis, deudores, al menos en parte, de Jacques Lacan y sus afirmaciones acerca del poder salvífico de lo inconsciente estructurado como lenguaje y proyectado hacia el símbolo (symbolon, lo arrojado conjuntamente y reunido). Esa hipnosis, esa terapia colectiva, ese hallar en la vida algo más grande que la vida, repetido infinitamente pero nunca lo mismo.
Lo fantasmagórico también brota aquí de lo cotidiano: las plácidas pero enigmáticas películas de un burgués aficionado al cine; la luz de la luna y la de los faros de los coches que pasan junto a su caserón décadas después, inundando de resonancias visuales los salones vacíos; cuerpos y rostros fragmentados, detenidos, ralentizados, sometidos a la batuta hipnótica de la mesa de montaje (LFE, págs. 52-53).
Vamos a concluir esta breve y necesariamente fragmentaria aproximación a La fábrica de epectros con una evocación reciente que tiene que ver con el contenido del ensayo de Juan Vico.
Hace unas semanas, el día antes de la presentación del libro en La Central de Barcelona, asistimos a un recital en el local de la editorial Candaya en Poble-Sec, y que versaba alrededor del concepto del tiempo. Hubo excelentes lecturas y recitaciones, pero nos llamó poderosamente la atención la parte última: una actriz y poeta japonesa, residente en España, efectuó una representación de teatro japonés. Con las luces apagadas, descendiendo por unas escaleras ataviada con una máscara mientras sonaba una sutil música de gongs, la actriz se deslizó entre el público recitando palabras atávicas, ancestrales. Por un momento, durante el tiempo que duró la representación, sentimos que de algún modo quedaban en suspenso, en el mundo de afuera, todas las preocupaciones, intereses, anhelos, referencias. Quedaban en suspenso o más bien emergían a la luz de un tiempo que era otra clase de tiempo, diferente, redondo, denso, emocional, liberado.
Al día siguiente, en la soleada mañana de La Central, Juan Vico desgranó junto a su acompañante ideas, sugerencias, conceptos que nos recordaron lo del día anterior, y que ha sabido plasmar de forma brillante en este pequeño, valiente y necesario ensayo que recomendamos encarecidamente leer.
La fábrica de espectros
Juan Vico
WunderKammer, Girona, 2022.
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