Uno se imagina a un Raymond Carver titubeante, por ejemplo: tras arduos esfuerzos ha conseguido dejar el alcohol pero todavía tiene serias dudas sobre cómo seguir adelante. O no. El caso es que se encuentra semiretirado en el fondo de un alto bosque norteamericano, tal vez jugándose el comodín silvestre y Thoreau. Allí se pasa las noches mirando las estrellas mientras escucha la radio y cavila sobre si lo mejor sería dejar también la literatura. Entonces, un día, no sabemos cómo, da con un libro de Antonio Machado. Su impacto es tan grande que en su poema Ondas de radio, escribe:
(…)
“¡Y entonces, Machado, tus poemas!
Fue casi como ver a un hombre de mediana edad
enamorarse de nuevo. Algo extraordinario,
y también embarazoso.
Tonterías como colgar un fotografía tuya.
Y me llevaba tu libro a la cama
y dormía con él a mano. Una noche un tren
me despertó al pasar por mis sueños.
Lo primero que pensé, con el corazón desbocado
allí en el dormitorio a oscuras, fue:
No pasa nada, Machado está aquí.”
(…)
Algo parecido a esa impresión, es decir: el agradecimiento de un lector ante una obra llena de remansos y cataratas personales, la sensación física de que la voz que construye ese libro te va a acompañar de ahí en adelante, el feliz descubrimiento de que lo que acabas de leer pertenece tanto al mundo de la estética como al de la ética, es lo que se siente durante la –rauda, honda– lectura de La Moneda de Carver, escrita por Javier Morales y bellamente editada por Reino de Cordelia junto a dibujos de Edward Hopper.
Sale uno del libro de Morales con una gran alegría. Contento por haber leído –después de algún tiempo de decepciones en el género– un libro de cuentos consciente y orgulloso de la tradición a la que se suma. La Moneda de Carver es un tratado perfecto de las virtudes de los mejores relatos: contención, maestría e intensidad, tantas veces malbaratadas por escritores que abordan su escritura como un remanso –aquí cabe recordar el aforismo de Hipólito G. Navarro: “Escribo novelas para descansar entre libro de cuentos y libro de cuentos– o un engorroso encargo veraniego que solventan con aquella historia chata que no entró en su obra anterior.
En fin, hemos dicho «rauda»: ocho cuentos en apenas 130 páginas de la que no sobra ni una virgulilla. Porque las piezas de Morales son cortas, sí, pero su durabilidad y peso específico es mucho mayor. Los cuentos se leen con avidez y calma al mismo tiempo, sabiendo que se puede disfrutar de los detalles de cada recodo y a la vez la trama tiene la tensión suficiente para hacer avanzar la lectura, esa mezcla perfecta entre el impresionismo y la narratividad las convierten en memorables. Lleno de un humanismo artístico, la vida se refleja en el arte y a la vez, lejos de la pesadez de cierta erudición, el arte nos ayuda a vivir.
Hemos dicho «honda»: es tal la condensación de lo no escrito –pero sin los trucos fuleros que a veces abundan en los afectos al afilado estilete de Gordon Lish– que estamos seguros que lo que allí se cuenta (y la forma en la que se cuenta) quedará por mucho tiempo en nosotros, como quedan en la memoria de muchos personaje del libro también retazos de otras lecturas que les ayudan.
Tal vez toda buena literatura acaba siendo híbrida: lo es también esta obra tan consciente y orgullosa de su estirpe, y tal vez por eso se deja contaminar por la biografía, la confesión, el interludio ensayístico o las memorias. Lo íntimo y lo histórico, la aparición de los terapeutas. La tensión de un lenguaje lírico y fuertísimo.
En definitiva, en Morales se acumulan diferentes tradiciones cuentísticas de manera natural, así, conviven en él la corriente Carveriana y la de Hemingway pero a la vez que lo hacen otras tradiciones ibéricas. En realidad, cada pieza parece respetar sus propios códigos de filiación literaria, pero sutilmente, más que talladas, como hermosamente erosionadas por el paso del tiempo.
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