(Reseña de La mirada hostil de Eduardo Iriarte)
Cuando Borges comentaba la obra de Cortázar, aludía al comentario que Dante Gabriel Rossetti le contó a un amigo sobre Cumbres Borrascosas: “La acción transcurre en el infierno, pero los lugares, no sé por qué, tienen nombres ingleses.” Algo parecido podría decirse del parque público que sirve como epicentro de La mirada hostil, la nueva novela de Eduardo Iriarte (Pamplona, 1968), publicada por Sapere Aude. El parque carece de nombre propio, podría ser cualquier –aunque sus características coinciden con el Parc de l’Escorxaidor de Barcelona–, dispone de biblioteca pública, juegos infantiles y zonas ajardinadas.
Y sin embargo, contradiciendo a todas las evidencias, el parque está ubicado en el mismo centro de una pesadilla. Una mal sueño inteligente, moroso, emocional, que el autor teje con pericia y tensión. Donde los protagonistas no parecen ser capaces de desligarse de una desdicha propia, casi legendaria, de consecuencias funestas. Un mundo ficcional a caballo entre las fábulas urbanas de Paul Auster y las terroríficas de Stephen King, con algo de novela negra sin detective, noir vecinal, donde todos son víctimas y verdugos. Un universo del que parece imposible escapar indemne.
La sexta novela de Iriarte se lee en un suspiro. Un suspiro quejumbroso, eso sí, uno va padeciendo por el devenir de los tres protagonistas de la misma y sus múltiples tormentas. El viejo Alberto y el trauma del abandono de su mujer, David y el peso del recuerdo de su hijo muerto y el celo con el que guarda al gemelo superviviente, Esther, la bibliotecaria manca que recuerda a alguna de las protagonistas de Martín Garzo, y su deseo desesperado por ser madre. Personajes de ficción, sí, pero terriblemente humanos, atados a un destino trágico que parecen buscar inconscientemente, al que se van acercando a lo largo de las páginas en una novela que es realista y alucinada, local y universal, con algo de perversa suite francesa en la perspectiva alternada que presenta su armazón, de carrusel maldito.
En efecto, los personajes van turnándose el protagonismo en capítulos alternos, van ganando espesor y hondura mientras se acechan y barruntan como aquellos personajes de Shakespeare que se convencen a sí mismos de la necesidad de su maldad. O aquellos otros de Onetti, que se dedican a esperar y pensar lo peor mientras la rueda de la vida sigue girando, aparentemente ajena. Somos lo que nos contamos de nosotros mismos y lo que pensamos de los demás, y lo que se cuentan los protagonistas de la novela no es nada bueno. Pero la mirada de Iriarte no es absoluto hostil. Su novela tiene uno de los dones más importantes de la gran literatura –tal vez de la gran vida– aquel que permite la compasión para con todos sus personajes, la escritura del autor permite que empaticemos delante de la mente del enfermo, del herido, de que entendamos sus razones equivocadas, sí, pero genuinas y comprensibles. En ningún momento los personajes son juzgados con condescendencia o capricho. Hay una mirada omnicomprensiva de la que tal vez se derive una lección moral: todos somos los heridos, todos podemos ser víctimas y verdugos.
El pulso narrativo de Iriarte es eficaz, se le nota el oficio de los libros escritos y traducidos, su prosa, bella sin alharacas, –aunque en ocasiones un tanto envarada– explota a veces como una mina escondida en un parque infantil, en escenas de plasticidad desoladora, como cuando al referirse David al beso desganado y rutinario que le da su mujer por la noche, dice que más que dárselo, se lo quita. O mediante las descripciones, casi impresionistas, que otro personaje innombrado, el escritor mismo, va lanzando sobre la realidad de la ciudad moderna.
La novela también nos quita un beso, nos roba el sueño, hace atemorizarse a los lectores timoratos. Hay sin embargo,–como en las buenas películas de miedo– un goce intrínseco en leerla, en no ser uno de los protagonistas. Ocupa la novela un lugar novedoso, personalísimo, en el panorama de la literatura española contemporánea, no se adscribe a más credo que el que demanda la propia historia, no especula con ganancias o péridas. Léanla, sumérjanse en sus oscuras aguas de lago contaminado y luego me cuentan cómo se las apañan para abandonar del todo esa atmósfera perversa de David Lynch hiperrealista, de esa realidad mutante y trágica que es, en ocasiones, toda vida.
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