El escritor malagueño Antonio Báez (Ríogordo, 1968) recomienda en una entrevista al escritor joven: «Leer. Esperar. Volver a leer». Palabras sensatas en un mundo editorial absorbido por la rapidez, el poco tiempo para leer y el menor tiempo de continuidad de las novedades que aparecen y desaparecen de las librerías si es que algunas llegan a formar parte del catálogo visual de esas tiendas.
Báez practica una literatura total que llama la atención desde la primera lectura: así pasa con su novela La radiante edad, que deslumbró a quien escribe y dejó con ganas de saber más de este tipo raro que sabía a la perfección conjugar elementos que no tenían nada que ver, pero que encajaban en la forma de escribirlos, de hacerlos visibles que tenía el narrador, gracias a la técnica, la sensibilidad y la elegancia. En La Opinión de Málaga, José Antonio Sau escribió que en este libro: «Hay espacio para la paranoia y la reflexión indecente y heterodoxa, para la frase corta y el párrafo eterno que se nos acaba convirtiendo en capítulos kilométricos que nos interpelan con un susurro continuo de un lenguaje contenido pero procaz y bello». Ya querría algo así para mí. Pero también, apelando a san Rodrigo de Fresán, deduje que si se le había ocurrido a alguien un libro del que decían tanto y tan bien, era mejor a pensar con envidia que no se me había ocurrido a mí: era una celebración un libro como aquel, esa edad radiante llena de recuerdos, locura y personajes extraños.
Introducción peregrina, aunque me sirve para decir que el autor tiene publicados varios libros de cuentos y un par de novelas, no viene de nuevas y qué podemos esperar de su talento en un futuro es la pregunta que me hago después de haber leído parte de su trabajo literario.
La magia de los días es un volumen compuesto por cinco relatos y una novela corta que le da título al libro. La novela corta lleva un prefacio que se titula “Ya me estoy largando” que, en sí, es otro relato sobre cómo el autor cuenta las aventuras de Adán, el protagonista de la historia más larga. Antonio Báez, el autor, utiliza la primera persona para conseguir un narrador protagonista que nos conmueve, nos despista, nos divierte y siempre nos sorprende: es un protagonista capaz de cualquier cosa. Del olvido y el recuerdo; de la contradicción y del flashforward; de la historieta alucinada colindante con la paranoia (ya se dijo de La edad radiante) y de la ironía más contundente, brillante por la inteligencia con que es usada y manipulada para que las historias ganen en profundidad.
Las cinco historias cortas tienen en común el título breve, concreto y telegráfico y comparten un elemento común que define en parte la trayectoria del escritor desde la novela ya comentada hasta este libro: la memoria. De una manera o de otra, Báez se las ingenia para transportarnos a otro mundo y otra época y así el tiempo de la narración se estira hacia el pasado, relatando el pasado o directamente lo trastoca y esas mutaciones desde lo recordado hasta lo que fue (o viceversa), funciona de la misma manera que con el espacio: no es tan importante quizá dónde sucedieron las cosas, sino que sucedieron. Aunque luego no lo hiciera de la forma en que se cuenta, se arrepienta el narrador o decida que no, que ni va a contar todo (porque se nota) lo que pasó y nos oculte información porque le viene perfecto al desarrollo de la historia. Más adelante, los títulos.
Cuando terminé La radiante edad y con La magia de los días todavía por leer, escribí al editor de Báez, Mariano Zurdo, y le pregunté por más libros del autor. Tenía una leve idea de que el trasiego mental en el que me había sumido la lectura de aquella obra, se repetiría en la(s) siguiente(s). He de decir, que después de tanto leer teoría, estudiar libros, recibir clases y releer sobre narrativa, cuentística y demás, se me sigue escapando a veces eso que llaman «genio» en una primera lectura; esto pasa con cierta gente porque te dejas llevar, la lectura es agradable, preocupante y hermosa. Me sucedió con Antonio Báez. Después, en una relectura más sosegada y menos devoradora y de deleite personal (y envidiosa y feliz porque todo aquello se le ocurriera a alguien y supiera escribirlo así de bien), descubrí que ahí había un gran empeño en ser claro, contar lo que se quiere y como se quiere y que todo esto, oh sí, es producto de la técnica.
Ni voy a quemar la sangre hablando de técnicas y herramientas ni destriparé cuento alguno, porque ni una cosa le servirá a quien se acerque a contemplar las maravillas que propone Báez, ni la otra le haría gracia a autor, editor o lecturalia futura.
Me limitaré a dar breves pinceladas sobre cómo escribe e intentaré transmitir por qué, al menos una vez, hay que leer (y releer) a Antonio Báez.
Lo primero que me llamó la atención fue lo divertida que era la lectura y aún más la relectura: lo que cuenta está muy bien concretado, son hechos sorprendentes instalados en lo cotidiano y parece que nos puede pasar a cualquiera o que nos ha pasado, pero no hemos sabido transmitirlo de manera tan efectiva, real y literaria como nos hubiera gustado.
Creo que ya es hora de escribir los títulos de los relatos; dije que eran breves, ahí van: “El magnetofón”, “Insomnio”, “Hospital”, “Cumpleaños” y “Ven, Capitán Trueno”. Como ven, nada del otro jueves a simple vista. Remiten a objetos, estados, lugares, fechas o héroes de infancia.
Me interesa mucho los narradores que utiliza Báez: son personas tan reales que no saben a menudo por qué hacen lo que hacen, de ahí que hablara de contradicciones en ellos, en sus perspectivas vitales, en el día a día que nos relatan. Solitarios que reniegan de sus costumbres, como fantasear antes de dormir, o piensan en su hermano muerto si lo hubieran tenido y nos regala desde las primeras páginas unos mecanismos de enlace que nos pondrán la sonrisa en la boca conforme vayamos avanzando en la lectura, porque:
— reconoceremos ese estilo envolvente que nos introducirá en la historia que leemos y cómo no en las siguientes
— nos sonará ese personaje que no salió antes a actuar, pero ya estaba ensayando en camerinos
— y escenarios, ambientes, matices de luces, texturas, colores…, nos serán cada vez más familiares y terminaremos oliendo la atmósfera que tan delicadamente va construyendo ese mago que es la primera persona, que contará lo vivido o lo que —como buena Sherezade— le han contado para que nos lo haga llegar.
Así contemplaremos una especie de realidad mágica, tejida de palabras y hechos lamentables, y lo más profundo de la comunicación literaria: el paso del tiempo desordena, hace temblar cimientos, promueve unas hojas heladas de cuchillos que compramos con pasión y gusto, porque la alternativa a que nos arrase el tiempo siempre es peor, la consumación es triste: la muerte es el final. Ya sabemos que esta forma —la literaria— nos hace inmortales al ser otra persona, al ser el otro aunque sea por cinco o siete páginas: qué es leer un relato sino reconocer un espacio vital nuestro en un espacio infinito e inmortal como es el de la ficción.
En los narradores de Báez habita una pena honda y que descubrimos tras comprender sus historias, sus cambios, el proceso, el camino hasta llegar al lugar donde se encuentran, se detuvieron y nos miraron para hacernos partícipes con su voz de miserias, bondades o perplejidades del mundo.
Antonio Báez cuenta una historia que son muchas, pero por si acaso, en frases cortas, con una síncopa y un telele, recomienza lo contado, se permite un segundo comienzo, tan potente como el primero, tiene finales magistrales escritos con una precisión y un respeto al principio (aunque sea doble) que nos embarga los sentidos. Sentimos que en esas páginas está sucediendo algo importante y tenemos la suerte de ser partícipes.
«La vida no es una trenza, no es un cuento con un desenlace», nos dice en “Insomnio”, y es digno de mención que en una pieza tan breve logre esos resultados meritorios y plenos de trabajo literario: se siente la densidad abreviada y el lenguaje plástico que dota de singularidad al texto.
Lo general y lo particular están en una mezcolanza perfecta, a todo el mundo le pasan cosas en hospitales y a nadie le pasa lo que al protagonista porque la manera de contárnoslo es única —como tiene que ser— y aun así nos recuerda experiencias, traumas, desórdenes de los que hablábamos antes respecto al tiempo, que también nos someten la voluntad respecto a los espacios, que nos enclaustran o liberan, a voluntad del narrador que en dos páginas es capaz de contarnos que es la felicidad y la muerte, el futuro que nos tritura y el recuerdo de alguien querido.
¿Cuántas veces preguntamos si lo que leemos es verdad, cierto, si lo ha vivido de igual manera quien lo escribe? Pienso en esta frase: «No hallo nada fuera ni dentro que calme mi desazón, recurro como siempre, a las historias». No parece ser que le preocupe mucho al emisor de esta frase nada de eso. Pienso más bien en la verosimilitud, en tópicos como que la realidad supera a la ficción, en que más nos valdría preocuparnos de cosas que den dinero y no la literatura que, como las lenguas muertas (vaya tela), para qué sirven. En este caso la literatura sirve para hallarnos lo más pegados a la realidad sin estar en contacto con ella; para la autocrítica que se puede leer en líneas, entre líneas y sobre las líneas que escribe un protagonista como el de “Cumpleaños”; para contar locuras; para hablar de la lectura, del amor a los libros y su utilidad y para despertarnos la curiosidad sobre qué podemos encontrar en la literatura japonesa. Este relato contiene frases maravillosas que nos remiten a la juventud que pudimos tener o tuvimos o tendremos: «Chico Práctico apareció en la madrugada, cuando la mayoría había cometido ya todo tipo de errores y deslices». Sí: Chico Práctico. Lean el relato y descubrirán por qué. Madrugada. Deslices.
Los flashbacks en uso y espacio perfectos son marca de la casa: la memoria pretende salvar pero no siempre lo consigue, por lo que una vez y otra, empeñaremos el alma (al menos una porción) en hacer recordable un momento diferente de la misma acción, manipulándolo hasta que, por fin, tome la forma más parecida a lo que nos conceda un poco de paz mental.
Dije que no iba a hablar de herramientas, solo una: la imagen de esa «esponjosa oscuridad de los árboles» que podemos palpar, oler, ver, casi oír. Qué fabulosa manera de contar claro, espigando esos «lugares de sombra» lo que lleva al narrador a «fijarme en los verdaderos solitarios, en los auténticos bichos raros», y yo me empeño en leer ahí escritoras y escritores, la bichería extraña que en soledad se dedica a contarnos y hacernos felices o ponernos tristes o cautivarnos o cabrearnos con la utilización de la más esencial de las herramientas del ser humano: la palabra. No es de extrañar que quien no esté en posesión de ella se rebele.
Nos hablan estos relatos de los hábitos, del cariño a la otra persona, de la amistad mal entendida y de los vacíos que vamos dejando por el mundo que rozamos cuando las metamorfosis de la edad nos van sumiendo en estados que tiempo antes ni siquiera previmos. Las amplificaciones que utiliza Báez con las sombras, por favor, búsquenlas en la página 35: qué poder de convicción, qué repeticiones y recolecciones de manera natural que nos llevan a otro nivel: «Mis chifladuras me llevan a desplazar escenas, a montar relatos, a mentir con tal de encontrar gracia y chispa en los acontecimientos».
Concluyo con un comentario sobre el yo y su expansión que también la practica el escritor en algún relato o parte de él: el nosotros es utilizado de manera concisa y ese plural arrastra vergüenzas de épocas pasadas, hechos que recordaremos toda la vida o posibilidades mil, sobre todo si leímos, si contamos, si soñamos. Como escribe Antonio Báez:
«Hubo literatura, cuentos, historias, distancia».
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