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William Macy, en una de las escenas centrales de “Magnolia”, esa preciosa película hecha de epifanías, se dirige al camarero del bar donde suele recalar. Se dirige a Brad el camarero y le dice: “Te quiero. Estoy enfermo, mañana hablamos”.
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En una historia lateral de “El Halcón Maltés” que recuerdo mucho mejor que el resto de la novela, un personaje llamado Flitcraft cuenta a Spade que, durante un paseo, una viga se desprendió de un andamiaje y cayó frente a él. La embestida inesperada del azar le hizo caer en la cuenta de que se había alejado de la vida, en lugar de ajustarse a ella, y decidió abandonar a su mujer y su hijo ese mismo día. Al cabo de dos años de deambular por el país, volvió a casarse. A grandes rasgos, su nueva vida era idéntica a la anterior. “Se acostumbró primero a la caída de vigas desde lo alto; y no cayeron más vigas; y entonces se acostumbró, se ajustó, a que no cayeran.”
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No soy noctámbulo, no me gusta salir de bares, bebo poco. El cuerpo se me cansa enseguida, el alcohol me sienta mal y me despierto con la primera luz aunque me haya acostado a las tres. No es un programa moral, salí así. Pero siempre he envidiado a los nocherniegos que escuchan las campanadas que a mí me encuentran dormido; he creído que había algo transformador en atravesar los minutos oscuros, y que los trasnochadores conocen un secreto eleusino que a mí se escapa sólo, o en buena medida, porque no tengo la reciedumbre de nadar la pleamar nocturna. Hay media vida que ignoro; otro mundo, que está en este, del que no tengo noticia. Por más que gire la moneda, nunca encuentro su reverso, o lo encuentro pero no concibo que ambos lados puedan ser iguales.
Entrar en bares, para mí, nunca ha tenido la menor importancia.
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Comenzamos.
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No se trata de buscar la célula madre de cada escritor, la médula de la que brotan todos sus textos. Quizá no exista tal núcleo. O quizá sí existe, pero no es simple, sino múltiple.
Imaginemos que existe. En tal caso, es posible que los últimos libros de Luisgé Martín tengan que ver con la incapacidad de llegar a un sitio y estarse tranquilo, como en los terribles versos de Campos/Pessoa: “Voy a pasar la noche en Sintra por no poder pasarla en Lisboa, / Pero, cuando llegue a Sintra, tendré la pena de no haberme quedado en Lisboa /Siempre esta inquietud sin propósito, sin nexo, sin consecuencia”. También es posible que surjan de la guerra que declaramos a lo genuino que hay en nosotros; o de la certeza de que nuestras personalidades son el campo de batalla entre la ternura y el zarpazo, entre el gemido de amor y el rugido en la selva. De la inquietud debida a que nunca está el deseo lo bastante satisfecho, ni la civilización acabada, a que nunca hemos descubierto todas las posibilidades del descontento, y que toda elección se limita a elegir la manera de ser derrotado.
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“El amor del revés” es un libro autobiográfico. Es un viaje del odio a sí mismo a la aceptación a sí mismo. El odio a sí mismo no es más que la aceptación en grado cero: a finales de los años setenta, en un mundo que deshiela despacio el rigor mortis de décadas, Luisgé Martín admite para sí mismo que es homosexual, pero sella la revelación con un pacto de silencio y castidad. Nadie lo sabrá nunca; nunca pondrá la mano sobre la carne de otro hombre. Cuando algún amigo le confiese su homosexualidad, él no añadirá enseguida que también él lo es.
El juramento se irá debilitando despacio. Visitará paulatinamente los lugares donde se reúnen aquellos equiparados por una vida que parece enfermedad. Habrá trances clandestinos y apresurados, en los que se intercambie deseo y urgencia como intercambian información los espías: O no, love, you’re not alone. Pero vuelves a casa solo, el lenguaje está cifrado, las cartas se dirigen a apartados de correos que son lo más parecido a un domicilio que tiene la intimidad.
Los bares serán una de las estaciones de ese via crucis inverso, un recorrido que va de la clandestinidad a la declaración pública. Paralelamente, un recorrido de la desdicha a la felicidad, en la dosis en que ésta nos es concedida. Cruzar el umbral de algunos bares será una especie de bautismo en nombre del derecho de admisión. Eres admitido en el bar; eres admitido en la vida, aunque sea una vida de paredes húmedas y techos bajos. Allí existe una comunidad con normas, figuras autoritarias que vigilan desde la barra, depredación, salas oscuras al fondo. Pero el lenguaje que ha contribuido a la mentira y a la renuncia comienza a descubrir la posibilidad de decir la verdad, aunque sea para decirla y salir corriendo, como el personaje de William Macy en “Magnolia”. Con años de retraso, la vida comienza. Una vida que, para ser biografía y no sólo circulación biológica, necesita experiencias, experiencias que puedan ser contadas.
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Un amigo de L. Martín, homosexual como el autor, en una carta en la que le refiere una experiencia amorosa, añade que gracias a ella ha entendido “tu teoría de la insatisfacción permanente”. Puede que los libros de Martín –los libros que conozco- sean, en realidad, un diagnóstico sobre la insatisfacción.
No basta la ternura (“La mujer de sombra”); no bastan la calma y la estabilidad (“La misma ciudad”); desde luego, no basta el anonimato (“El amor al revés”). Son libros que son crónicas. Crónicas de viajes espoleados por la insatisfacción. En “La misma ciudad”, un viaje circular de la quimera a la decepción (y al sosiego que crece en ésta), de una manera parecida a la historia cíclica del personaje de “El halcón maltés”, pero con un chute de autoconsciencia. En “El amor al revés”, un viaje del arresto en la propia vida a una libertad, al menos provisional.
Dejo para el final “La mujer de sombra”, que podría ser un descenso de la ternura a la penumbra del sadomasoquismo, descenso al que se quiere arrastrar a alguien que ya ha estado allí y no quiere regresar. Es Orfeo intentando persuadir a Eurídice de la conveniencia de bajar a un lugar que desfigurará su relación. O la invocación al Hyde que todo Jekyll intenta contener en una cámara secreta. O un acto quizá de mayor violencia que cualquier práctica sádica: pretender saberlo todo; hacer de la propia obsesión la negación del derecho de renunciar al pasado. Dicho de otro: hacer del amor una imposición de identidad.
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A partir del párrafo anterior, un tercer y último intento de definir (parte de) la literatura de Martín: la necesidad de reconocer el deseo de causar y sufrir dolor. Algunas corrientes psicológicas están construidas a partir del juego de dos fuerzas, la ternura y la agresividad. Martín parece ver algo específicamente humano en el derroche de violencia (que, en teoría, en el mundo animal tiene una función acotada, igual que el celo).
Así, los modales de la selva perduran en los usos de la cortesía. La ternura tiene un núcleo de violencia. Toda colina es potencialmente un volcán. El cuerpo exhala un olor acre y fangoso que no puede disimularse. La vida está en el sitio en el que no esté yo.
“Ahora, por primera vez en su vida, comprende el placer que puede hallarse en la vileza, en la humillación, en la indignidad” (“La mujer de sombra”, página 169).
“El sexo abyecto y excesivo era el más humano, el que me distinguía realmente de las otras especies zoológicas. En él encontraba, además, una religiosidad diferente de la del sexo lírico y sentimental: el lado abisal de la existencia, las grandes fosas del misterio y de la brutalidad” (“El amor al revés”, página 214).
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Lo accidental nos rodea, y a veces se presenta con insinuaciones irrechazables. Estaba en la biblioteca, simplemente, leyendo un libro cuya rugosidad filosófica no me entraba bien esa tarde, y levanté la vista y miré los lomos de los libros que había en una estantería cercana. Uno me llamó la atención. Al principio, no reconocí al autor de libros que ya había leído. Me levanté a hojearlo, y el libro de rugosidad filosófica se vio aplazado, sin discusión, por “El amor del revés”. Las horas siguientes, las horas de lectura, tuvieron un único destino.
No soy homosexual. No me gustan los bares ni la vida nocturna. De ningún modo puedo equiparar mi vida con la de quienes entraban en determinados bares en busca de aire fresco. Pero es más que posible que muchos tengamos la sensación de que la vida va con retraso, de que en la arena que cae en la ampolla inferior del reloj no hemos encontrado ni un piñón de oro. De que partimos con desventaja. De que hemos pronunciado juramentos en contra de nuestra vida. De que hasta ahora no hemos recorrido autopistas sino carreteras comarcales, corcovadas y llenas de charcos. Además, también nosotros hemos usado el lenguaje para ocultarnos y negarnos, y hemos deseado con terror que un gallo cante y nos condene.
Sólo por esas apelaciones merece leerse “El amor del revés”. Sea uno tan, más o menos optimista que el autor (“Ningún final es feliz: si es feliz, no es el final”); incluso aunque no termine de convencernos ese gusto por solo vituperarse a uno mismo, frecuente en más de un libro español reciente, merece leerse. Es un libro honrado, terrible cuando nos muestra lo cerca que estamos de negarnos a nosotros mismos, y que en más de un sitio nos devuelve la imagen de nuestro rostro, y los accidentes de nuestra vida. Los rasgos son diferentes, pero somos nosotros, sin duda. Nos permite el placer de ser chismosos y de estar leyendo buena literatura, simultáneamente.
Además, entrevistó a Cortázar en París.
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