Starobinets, La glándula de Ícaro. El libro de las metamorfosis, Impedimenta, 2023
(pasándose la mano por la calva sudada, a lo Marlon Brando en Apocalypse Now: «Lo extraño, lo extraño…»)
Anna Starobinets compone un libro de relatos como es La glándula de Ícaro y lo subtitula con gran acierto el Libro de las metamorfosis: las mutaciones, cambios, transformaciones, mudanzas y transfiguraciones de personajes, caracteres, espacios vitales y situaciones aparecen y se entroncan en los textos.
Lo raro sería no tomarse este conjunto de textos como algo especial, algo amorfo, o con una forma otra, al menos tras haber leído Tienes que mirar, el que esto escribe necesitaba llegar a la ficción de Starobinets porque aquello era autoficción, rusa, sí, sobre cómo tener un hijo, sí: pero un hijo especial, unas circunstancias especiales. Y trataba por supuesto sobre cómo ser mujer en Rusia, ese país, y no (des) fallecer en el intento. Así que aquí estamos, me dije, «intenta descifrar qué quiere decir la autora con estos relatos». Relatos de ficción, de ciencia ficción, distópicos, familiares, dolorosos, incómodos. Y entre esos adjetivos o etiquetas —que más bien ayudan poco— se mueve como pez en el agua Starobinets y quienes leemos damos las bocanadas, buscamos aire, sacudimos la cabeza, entrecerramos los ojos. No puede ser, nos diremos: ¿qué acabo de leer?
Hay elipsis muy interesantes en la narrativa de toda escritora que se precie, claro: en Starobinets no faltan, y, de hecho, son igual de raros esos vacíos que lo que cuenta. Entre ambos puntos, el camino se diluye y nos sirve para entender mejor las historias. pero cada quien a su manera, por supuesto, ya que los espacios los rellenaremos con nuestra experiencia lectora. Los siete relatos que componen el libro nos hablan de esto, precisamente: la lectura que hagamos de cada uno de ellos, condicionará el entendimiento de la completa historia. Necesitamos la atención de estar haciendo una lectura plena y consciente, comprender que las habitaciones cerradas que nos propone la escritora, cuya puerta está entornada, serán visitadas si prestamos ojo a las pistas, referencias, detalles y pistas que reparte en páginas cargadas de símbolos y personajes con reacciones particulares.
La primera metamorfosis, la de un padre en hijo y viceversa, la muerte de la esperanza, el cuerpo cambiado por otra cosa, por otro organismo, vivo pero apático, o apáticamente hermosos y vivo: desconcertante.
Vamos a conocer ciudades envenenadas de tristeza. Cambios a peor, calles del desastre, un guion que hablará por sí solo de cómo podemos escribir si existe algo llamado interespecie, criatura extraterrestre o simplemente lo ajeno que es el otro, la otra y que a veces, solo tiene una diferente característica de quienes lo contemplamos. El racismo ¿no parte de conceder una prioridad desconfiada a la diferencia en vez de tener la certeza de que es un don que puede llevarnos a lo híbrido, que por definición será riqueza, avance, mezcla para el futuro?
Encontraremos desapariciones que parecen abandonos y cómo la tristeza campa por los andurriales de ciertas poblaciones: en “Siti” podremos leer una interesante historia metamórfica de cómo la ciudadanía se olvida del cuerpo si el sistema impone otras reglas; cómo ese cuerpo va a trasladarse de espacio en espacio, del original al alternativo —a la manera de una conciencia alterada por los preceptos de una secta— y cómo al llegar al último escalón, la propias estructura del relato nos acompaña a la salida única que el personaje principal tiene que —puede— tomar: una de las herramientas que mejor y con más consistencia utiliza Staobinets serán las repeticiones estructurales, que dan sensación de circularidad, más cuando los sentidos o alguno de ellos se apodera con un olor, sabor, color:
«…insectos semitransparentes. Tras saciarse de sangre, se volvían de color rojo oscuro… y estallaban como bayas de belladona». El Barrio Rojo y las miradas húmedas y de cercos pozos, hundidas en la azabache perdición líquida. «Sus ojos eran como dos olivas putrefactas en aceite: negruzcos, con cataratas y llorosos».
Tras la experiencia lectora —incómoda, preocupante, desagradable por momentos— la literatura de Staobinets se me antoja como una droga cuyo efecto no comprendemos demasiado bien. Se impone la relectura entonces. Vuelvo a fragmentos señalados, marcados por mi lápiz y reconozco que la superación de la modernidad, como dicen algunas voces, cierto es parece no haberse cumplido. La posmodernidad se concita en estas páginas y la amargura de una crítica real al sistema, al estado, a la familia, a los desarrollos cibernéticos y a las relaciones humanas en general, es una larga sombra que recorre todo el libro y puede protegernos, con una ironía difuminada, a superar miedos que la escritora no duda en mostrar, peligros, fealdades, ignorancias.
Hay mucha gente que escribe, mucha criatura aburrida en este libro, mucho personaje que no sabe más porque olvida lo que supo. Hay un constante recordatorio del poder que ejercen ciertas instituciones sobre las personas. Sobre el individuo. Sobre la generación que se cree libre por joven, nada nuevo por otro lado porque ¿quién no ha leído/escrito pensando que lo mejor es lo propio, los descubrimientos, las páginas ajenas si coinciden con nuestra voluntad: el orgasmo estético de vivir lo contado por unos momentos y sentir la plena emoción de la empatía con una historia ajena?
“El lazarillo” se compone de anomalías, regresos de memorias lejanas, Ted Chiang que copula con Villeneuve y La llegada y la original puesta en escena de unos miedos, porque hay auténticos pánicos en páginas de dolores, y color lila, y mutaciones de estados corporales, otra vez, metamorfosis again, y partes absolutamente memorables: «Era como si me hubieran extraído la columna vertebral. Como si el cuerpo se me hubiera quedado hecho gelatina y se derramara en el asiento».
“El parásito” —iba a escribir que es uno de los mejores cuentos, pero es difícil decantarse por uno y dejar otros al margen— tiene uno de los mejores finales que se pueden leer. Una historia reconstruida mediante flashbacks y el presente, sin apariencia de complejidad, esconde en su interior un par de personajes fantásticos y Starobinets guarda una bala de punta hueca en su revólver literario: la empatía que desprenderá un aroma a liberación que permite que el cuento gane enteros, que el subtexto, la doble lectura y el disfrute literario sean mayores aún. Encontramos la apetitosa mise en abyme y serán las historias contadas en la historia, los otros relatos los que compongan el mosaico de la trama, las características de los personajes esparcidas y recolectadas por otros, esos colores y matices, los tonos y sus sombras, los elementos que fustigarán esta historia de religión y terror y ciencia y salvación y unas sensaciones de estar apoderándonos de las mejores partes de la narrativa de Starobinets y pensaremos en conflictos personales con los ritos, los mitos, nuestras creencias anteriores, el capitalismo, los engaños del sistema tan perfecto que se retroalimento y que es en el que y por el que vivimos, y en fin, qué mierdas de personas somos a veces y qué poco nos lo repetimos cuando sucede algo nefasto como un alumbramiento en mitad de la guerra, no por quien viene sino por lo poco que puede tardar en irse y cómo nos aprovecharemos del semejante si sirve a nuestro propósito en un momento dado: escribiremos excusas, con más o menos arte, convertiremos en un guion lo dicho en voz baja y si somos capaces venderemos la idea quien nos pague más y mejor. Negocio. Para conseguir el ocio. Da igual si le pisamos el cuello a alguien en nuestra huida mientras seamos nos quienes salvamos el pellejo.
Se permite escribir Starobinets un hermoso y complejo poema en prosa y bueno, digamos que es un relato, pero de lírico nos consuela pensar que —again de los again— cuando cito a Vila-Matas diciendo que la alta literatura, la literatura que viene —que practican, por ejemplo Mariana Travacio, Vicente Luis Mora, Rodrigo Fresán, Cristina Fernández Cubas o Brenda Navarro— tratará de tú a tú con la lírica, con la poesía: la novela que llega tiene un toque a poema, los relatos mejores son aquellos que nos embriagan con la acción, el interés y una música metafórica que cala en nuestros huesos memorísticos, pone en funcionamiento las anteriores lecturas y se nos fija como a mí, el relato de que hablo, significativamente titulado “Frontera”, que es el límite que separa dos espacios, dos lealtades, dos estados de la materia, un par de muestras de algo que fue y ya no es, de algo que será otra cosa y que ya nunca más fue aquello.
Una de los lenguas que habla este libro, me refiero a lengua narrativa, idioma propio o voz singular es, como ya he venido anunciando porque el mismo subtítulo del libro nos pone sobre aviso, el de la metamorfosis: el extremo del procedimiento lo culmina —sin agotarlo, solo en su uso— la escritora en “Delicados pastos”, un relato donde se permite por el devenir de la historia, una mudanza extraña de un elemento significativo de la estructura textual. No diremos cuál, pero el goce es alto al descubrirlo, la satisfacción de la que hablan los teóricos de leer algo literario y que quien escriba nos permita disfrutar de todos y cada uno de los elementos hasta llevarnos al final con esa sensación de habernos transportado, mediante el arte, a otro lugar y que el tiempo invertido ha sido el mejor que podemos ocupar en estos días de colisiones de hadrones, internet y opiniones contundentes (y estúpidas) que nada tienen que ver con el libro del maestro Nabokov. La sociedad transhumana y esa sutil conexión con una parte civil que roza la religiosidad: lo que los mitos esconden y perpetúan sociedades creyentes, se une a la justicia social, a la tecnología y la conciencia para revisar mecanismos y métodos malditos como la pena de muerte, las nuevas relaciones que se nos ofrecen en un mundo organizado de manera otra y, en fin, quiénes queremos ser en una sociedad que deriva hacia márgenes antes nunca vistos o vividos.
Otro de los grandes temas que la rusa toca en prácticamente todos los textos, o al menos deja caer con sutiles insinuaciones —otra preocupación más— sería la del control del resto, el control por parte de entes, máquinas y derivados (instituciones, personas). Empezamos con una cita: «La vulgaridad más profunda, habría dicho Nabokov, reside en la belleza artificial». Los temas que encontraremos en esta historia, la más larga en paginado del libro, bien diseñada y estructurada, equilibrada en sus partes y tono, serán las relaciones materno-filiales, las adicciones, el control ya mentado, la diferencia y las tradiciones literarias, más específicamente, para ser muy concreto, los romances, canciones infantiles, nanas… que esconden en sus letras vestigios de una brutalidad salvaje, como los cuentos primitivos —hay que revisitar La princesa de las remolachas… de Alba— poseían.
No es nada descabellado lo que propone la escritora sabiendo hoy que, según las estadísticas de la OMS, entre el 1 y 10% de la población europea, usa descontroladamente las plataformas, o la misma organización ha incluido la adicción como trastorno mental, o tenemos un término específico como es hikikomori (de aislamiento, reclusión) que define un trastorno psicopatológico y sociológico de personas que se retiran a vivir en casa en busca de la omisión de ciertas responsabilidades sociales.
Las dificultades de educar a una criatura no las vamos a descubrir ahora: lo que plantea la escritura del relato es cómo hacer una mescolanza que sirve de base para una gran transformación, como no podía ser de otra manera, entre la tradición y la modernidad, entre lo soportable socialmente hablando y lo impracticable si queremos vivir en sociedad. Recuerdo a madres diciendo que la rara era su hija entre su grupo de amigos por no tener la última consola; recuerdo a padres diciendo que su hijo prefiere leer a mirar el móvil y que es el raro de la clase; recuerdo a Rodrigo Fresán escribiendo “Adivinen qué traje de regalo, o apuntes para una teoría del futuro del libro o del libro de futuro” e insistiendo en regalar una y otra vez en los cumpleaños de los amigos de su hijo —tal y como yo hago con su Historia argentina a la gente que me cae bien— un libro, y otro y otro y otro. Leer, leer, releer.
El sistema en el que vivimos. Los libros que no leeremos. La diferencia entre las personas, las diferencias en una misma persona a lo largo del tiempo; los locos, ¿y las locas? «Escribo desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica». Al final el texto de Starobinets me hace recordar uno de Despentes, la posmodernidad nos come, el desierto del capital nos ahoga, la arena de la compraventa nos da de mamar y los vicios impunes como el tabaco están mal vistos, pero el alcohol, ah, qué maravilla.
En fin, em desvié algo, parece: las apariencias sirven para recomendar leer Tienes que mirar, primero, o segundo, o en último lugar y después, o antes, leer (y releer) La glándula de Ícaro. Starobinets tiene el potencial de la extrañeza literaria en sus manos y miren, miren la luz negra que brilla en su costado (o en su pecho como cantara el enorme Javier Egea): una mujer rusa alumbra nuestros miedos con ficción o viceversa, mundo de belleza terrible, como únicamente puede ser la belleza.
Como siempre ha sido la terribilidad.
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