Editorial Libros del Asteroide, 496 páginas. Primera edición de 1948; esta edición es de 2019.
Prólogo de Andrés Trapiello
Durante el verano de 2023, pasé unos días de vacaciones en La Coruña (Galicia). Me había llevado para leer allí la novela Los gozos y las sombras, del escritor gallego Gonzalo Torrente Ballester. Sentí curiosidad por la literatura gallega y estuve buscando información en internet, con la idea de llevarme de recuerdo de Galicia algunos libros de autores de aquellas tierras. Me llamó la atención la historia de Eduardo Blanco Amor (Orense, 1897 – Vigo, 1979). Como cuenta Andrés Trapiello en el prólogo de este libro, Blanco Amor emigró en 1916 a Buenos Aires para evitar ser llamado al servicio militar. Allí se hizo periodista y regreso a España como corresponsal entre 1929 y 1931 y luego un segundo periodo entre 1933 y 1936, unos meses antes de que estallara la guerra civil, que le pilló en Argentina. Desde allí colaboró con las autoridades republicanas, lo que hizo que, al finalizar la guerra, no pudiera regresar a España. Pudo volver, para instalarse definitivamente en Galicia, en 1966. Fue amigo de Federico García Lorca, ya fue Blanco Amor quien le animó a escribir sus poemas gallegos. Encontré La catedral y el niño en la feria del libro de La Coruña y lo compré.
La catedral y el niño es la primera novela de Blanco Amor y la empezó a escribir cuando tenía casi cincuenta años. Por lo que cuenta Trapiello, en gran medida, está basada en sus propios recuerdos. El padre de Blanco Amor, que era barbero en Orense, abandonó a su madre –que trabajaba de florista en el mercado– por otra mujer. Luis Torralba, el protagonista de La catedral y el niño, va a pertenecer a una clase social más elevada que el autor, pero las desavenencias entre su padre y su madre van a vertebrar, en gran medida, los conflictos planteados en la novela.
La novela comienza con cinco o seis páginas en las que el narrador (Luis) describe la catedral de Auria –trasunto de Orense– que me han parecido de un barroquismo decimonónico bastante trasnochado. He imaginado que la novela no podía continuar de este modo durante sus quinientas páginas, porque de ser así una editorial con el gusto tan fino como es Libros del Asteroide no hubiera rescatado este libro. Por fortuna, mi intuición era cierta. Los tres primeros capítulos son, definitivamente, muy decimonónicos, con su descripción de la catedral, de Auria, de la casa familiar… La verdadera narración comienza en el capítulo 4: Luis María, el padre de Luis, se ha ido de casa, por las continuas peleas que tenía con su madre Carmela y, por ahora, Luis, de ocho años, vive con su madre. El padre va a intentar convencerle de que se vaya a vivir con él, y Luis tendrá que debatirse entre las dos ramas de su familia.
Luis tiene dos hermanos mayores, que son hermanos solo por parte de madre, ya que ella se casó muy joven con un hombre que luego murió, y Luis María fue su segundo matrimonio. Por deseo del padre de Luis, que no ha querido tenerlos cerca, los hermanos mayores estudian fuera de Auria, en internados. Luis María tiene un fuerte vínculo con su hermano Modesto, el tío de Luis. Ambos hombres son presentados en la novela como nobles decadentes, que se dedican a los placeres mundanos y a malgastar la mermada hacienda familiar, sin llegar a trabajar en nada útil. Viven en un pazo, a las afueras de la ciudad, donde pretenden llevarse a Luis.
En Auria, Luis vive con su madre y tres tías, además de algunas sirvientas, en un mundo netamente femenino.
En el primer encuentro en el pazo, el tío no deja de plantear la idea de que las mujeres de la casa de Auria están «amariconando» al niño. Esta idea es significativa, porque Blanco Amor era homosexual y en algunas páginas de internet leí que algo de esto lo había plasmado en la novela. Tenía curiosidad por ver cómo el autor trataba el tema en su ficción de 1948.
La casa de la madre está más cercana al mundo religioso, aunque Blanco Amor retrata a Carmela como una mujer con personalidad e ideas propias, y no como a una simple beata, obsesionada con el «qué dirán», como alguna de las tías.
Aunque, a partir del capítulo 4, la narración fluye mejor que al principio, Blanco Amor elige, de vez en cuando, un vocabulario que suena antiguo, diría que incluso para la época en la que escribió el libro, o así me han sonado a mí palabras como «ratimagos», «cazatas», «barcino», «regüeldo»…
El padre va a «secuestrar» al niño durante tres meses. Imagino que las leyes o las costumbres de la época son diferentes a las de ahora y no se convocaba a las autoridades para dirimir en disputas como esta. De hecho, los padres se han separado, pero no están legalmente divorciados.
A Luis le apodan en Auria «El Sietelenguas», pues tiene fama de niño vivaz y dicharachero. En más de una ocasión nos describirá sus visitas a la catedral de la ciudad, que queda muy cerca de la casa de la madre. El interior de la catedral simboliza en la novela la zozobra de la vida interior del niño, su enfrentamiento a los miedos de la vida y la misteriosa idea de la trascendencia.
La novela se divide en tres partes, siendo la más extensa la primera, titulada La catedral. En la segunda parte, titulada Interludio, significativamente más corta que las otras, se narran cuatro años que Luis va a pasar fuera de Auria, en un colegio de Lemos, donde estudiará interno. El tempo narrativo se acelera en estas páginas. Acabábamos la primera parte leyendo unos capítulos que describían un solo día en la vida de Luis, el de su primera comunión, y en los capítulos de la segunda parte transcurrirán meses o incluso años. En el internado conocerá a Julio, un niño muy introvertido y solitario, del que se hará amigo íntimo, sintiendo un cariño por él que parece que no acabar de entender. El lector puede leer, entre líneas aquí, que Luis, quizás homosexual, se ha enamorado por primera vez.
En la tercera parte –La muerte, el amor, la vida– Luis, ya adolescente, vuelve a Auria, sin saber bien a qué dedicarse y, habiendo abandonado sus estudios, se dedica a deambular por la ciudad. Aquí va a conocer a Amadeo, un joven soñador, muy similar a él.
Vi un vídeo en internet en el que un joven homosexual se quejaba de que Eduardo Blanco Amor parece insinuar el tema homosexual en su libro, pero no acaba de desarrollarlo. A este joven lector, esto le parecía un fallo del libro y La catedral y el niño le había, por tanto, decepcionado, ya que él, que sabía que el autor era homosexual, esperaba que el personaje de su novela lo fuera y deseaba leer una historia que representara al colectivo al que pertenecía. Si alguien se acerca a este libro, con esta idea se va a sentir decepcionado. Desde luego, un escritor homosexual no tiene ninguna obligación de escribir ficciones en las que sus personajes lo sean.
A mí, más que este tema, me ha preocupado la falta de desarrollo de algunas subtramas; por ejemplo, el niño Julio de la segunda parte desaparece en la tercera y no se vuelve a saber de él.
Con el paso de los años, Blanco Amor también nos habla de la modernidad que llega con el siglo XX: como el alumbrado eléctrico o la irrupción en las calles de los primeros coches con motor de combustión. De hecho, durante bastantes páginas me he estado preguntado por la fecha exacta en la que sitúa su acción su novela. En una ocasión tiene que dar una fecha y la expresa así «19…». Me ha llamado la atención que, hacia el final, los personajes contemplan en el cielo el cometa Halley, que se puede ver desde la Tierra casa 76. Se vio en 1910 y esta fecha sí que sitúa la acción, que acabará con el estallido de la Primera Guerra Mundial. En 1914 se nos dice que Luis va a cumplir 19. Por tanto, había nacido en 1895, dos años antes que el autor.
Eduardo Blando Amor es recordado en Galicia sobre todo por su novela La parranda (1959), que escribió en gallego (con el título A esmorga) y es –creo– de lectura obligatoria en los institutos de allá. Me han comentado en las redes sociales que es su novela más recordable.
En la contraportada de Libros del Asteroide leemos sobre La catedral y el niño: «Esta novela de aprendizaje, seguramente una de las mejores novelas escritas en castellano de todo el siglo XX, debería haber situado a su autor como uno de los más destacados narradores españoles de su época.». Quizás tildarla de «una de las mejores novelas en castellano del siglo XX» me parece un tanto exagerado. Muchas de sus páginas son bellas y evocan el mundo de la infancia y de la provincia con fuerza, pero también arrastra algunos de los problemas que ya he comentado: barroquismo decimonónico excesivo en algunos pasajes, lenguaje a veces arcaizante y subtramas que no se acaban de desarrollar. En cualquier caso, es una novela meritoria.
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