En “Juventud sin Dios”, Ödön von Horváth (Rijeka, Croacia, 1901- París, 1938), nos presenta a un maestro de instituto y a su regimiento de deshumanizados alumnos, proyecto de carne de cañón fanatizada, para las trincheras de una cada vez más próxima segunda guerra mundial.
Su autor, de hecho, lo escribió en el exilio, en Henndorf, Austria, antes de que una rama parisina acabase, cómica y precipitadamente, con su huida, que tenía como destino final los Estado Unidos. Una acera de la luminosa Champs-Élysées, trayecto final de un brillante opositor a la oscuridad impuesta.
Del contexto del narrador, el propio maestro, poco sabemos. Apenas, que inicia la narración cumpliendo treinta y cuatro años, y que “No, feliz, en realidad no soy. Pero, al fin y al cabo, nadie lo es”. Son escasas las referencias a su pasado, más allá de unos padres que no entienden; a los que hay que ayudar económicamente.
Estamos al corriente, eso sí, que no pretende pasar por un héroe. “Sí, tiene razón. Yo también soy un cobarde.”
Su frenesí mental y verbal puede recordar al de “Esch y la anarquía”, de su coetáneo Hermann Broch. El contexto histórico y la derrota de nuestro antihéroe, al de “Opiniones de un payaso”, que escribiría Heinrich Böl, treinta años más tarde. En vez de buscar a Marie, la mujer que abandonó al payaso, nuestro maestro busca a Dios, con el que mantiene una particular relación, parece ver en él la única posibilidad de la imposición de “La verdad y la justicia”, lema de la prohibida Liga de Derechos Humanos, y de los pocos de sus alumnos que se entregan a una suerte de oposición clandestina de baja intensidad; que consideran a su maestro “el único adulto que conocemos que ama la verdad”.
La ruina y el oprobio son, no ya el futuro, sino el presente de nuestro protagonista, al que abandonamos el día antes de partir al exilio, a una misión religiosa africana.
Las última dos frases del libro, “¡No te dejes nada aquí! El negro se va con los negros”, nos muestran el destino de los que no comulguen con el chapotear en la ciénaga totalitaria de la Alemania de los años 30.
““Lo justo es lo que le viene bien a los nuestros”, dice la radio.”
¿Apenas allí? En estos tiempos de pandemia, de infancia y juventud sin aulas, “Juventud sin Dios” es una advertencia que todos debiéramos tomarnos muy en serio, sobre las consecuencias del adoctrinamiento, de la exaltación del terruño, del odio al otro, del culto a la violencia.
“Juventud sin Dios” no es un libro perfecto, ni pretende serlo, pero es un libro necesario, que no malgasta nuestro tiempo. Que nos enfrenta a la herida abierta. Que nos obliga a verla supurar y plantearnos qué estamos haciendo para cerrarla, en nuestro propio discurrir cotidiano. Que nos acompaña una vez finalizado.
“Cuando ya no se tolera el carácter, sino tan solo la obediencia, la verdad se va y llega la mentira”.
Recomiendo.
Juventud sin Dios
Traducción de: Isabel Hernández
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