La pérdida del paraíso
(I)
Onetti solía trazar una separación radical entre la infancia y la vida adulta, pero una opinión ampliamente extendida sobre su obra sostiene que abusaba en exceso de esta polarización.
En casi todas sus historias, los personajes infantiles de Onetti son puros e inocentes, manifiestan una conducta ejemplar y, como suele corresponder a esa etapa de la vida, poseen una visión excesivamente idealizada del mundo que les rodea.
En cambio, todos los personajes que rebasan la mayoría de edad se convierten casi de manera inmediata en seres indiferentes y misántropos o indisimuladamente deshonestos, con frecuencia alienados por episodios traumáticos o por su personalidad enfermiza.
Este es el caso de Larsen —al que todos conocen con el sobrenombre de Juntacadáveres o simplemente Junta—, sin duda el personaje más emblemático de Onetti, protagonista de algunas de sus novelas más conocidas, como El astillero (1962) o la propia Juntacadáveres (1964), que despliega esa variedad de comportamientos antisociales y abyectos.
Es probable que Antonio Muñoz Molina, un autor que siempre ha declarado públicamente su admiración por la obra de Onetti, haya heredado algo de esta forma un tanto reduccionista de describir la diferencia entre estas dos etapas, entre la infancia y la vida adulta.
Si hiciésemos caso a esta hipótesis de partida, habría que concluir que todo aquello que acontece antes de la adolescencia resulta bueno, apropiado y constructivo para la personalidad del niño, y no tanto porque siempre lo sea —a veces, sí—, sino porque vive en una burbuja que lo aísla y al mismo tiempo lo protege de las posibles agresiones del mundo exterior.
Por el contrario, después de esa etapa inaugural, lo que sucede es un proceso doloroso y arduo, a menudo también caótico, de descubrimiento de la futilidad de las cosas, de la propia fragilidad y de la injusticia social, o de todos estos aspectos al mismo tiempo, lo que hace aún más complicada su correcta asimilación dentro de una escala de valores más ajustada al mundo que le rodea.
(II)
El Viento de la Luna refleja ese tránsito arduo entre el ámbito de la infancia, donde el niño se siente pleno y seguro, permanentemente a salvo de injerencias externas, en medio de rutinas acomodaticias —no hay nada más conservador que la infancia, afirma Muñoz Molina—, que actúan como una especie de colchón o de chaleco salvavidas, y el extraño mundo de los adultos, mucho más confuso y complejo, en el que aquellas seguridades adscritas a la edad pronto se vuelven obsoletas y se adquiere una perspectiva más crítica de la realidad social.
El protagonista de la novela, una especie de espejo literario que refleja la adolescencia del propio Muñoz Molina en Úbeda, su pueblo natal, se encuentra en ese paso fronterizo en el que ya no puede disfrutar de los privilegios y de las ventajas que todavía tiene su hermana pequeña, por el mero hecho de serlo, pero tampoco es un adulto de pleno derecho, con una personalidad ya constituida, sólidamente edificada, como ocurre en el caso de su padre o de su abuelo, sus referentes masculinos más directos, sino que se encuentra en un terreno indefinido, extremadamente ambiguo, en el que no sabe muy bien a qué atenerse, a medio camino entre esas dos etapas en las que las reglas para todos los jugadores están mucho más claras.
Aunque no puede evitar sentirse atribulado por las pequeñas conmociones de esa período indeterminado que atraviesa, el joven protagonista mantiene a lo largo de la trama una amplia lucidez de los cambios que está experimentando en ese momento, seguramente porque la historia está contada con carácter retrospectivo desde el punto de vista del narrador adulto —como el lector va a descubrir al final de la novela—, que evoca el pasado de su adolescencia en un pueblo rural, muchos años más tarde de que esta sucediese, con la perspectiva y el distanciamiento que inevitablemente otorga el paso del tiempo, cuando la mayoría de las heridas se han cerrado o ya no duelen tanto, con la intención de reconstruir de forma progresiva los sucesos que marcaron su recorrido vital.
Un recorrido que no es continuo ni lineal, sino lleno de altibajos y de elementos discordantes, como suele suceder en cualquier etapa de la vida, pero que va marcando un sendero y una cierta forma de ser, con unos elementos personales bien reconocibles, como el rechazo de los automatismos sociales, la pasión por la literatura o la relación ambivalente con el padre, cuando el narrador ya adulto se muestra ante los lectores sin la coartada del tiempo.
Como un doloroso adelanto de los cambios que esperan a la vuelta de la esquina, el protagonista-adolescente pronto empieza a notar que sus padres, sus abuelos, sus hermanos mayores y sus tíos —los adultos más cercanos—, ya no se comportan con él de la misma manera que antes, cuando todavía lo consideraban un niño, y ahora tratan de imponerle nuevas tareas, más rudas y esclavizantes que aquellas a que él estaba acostumbrado, como la dureza del trabajo en el campo, una metáfora de lo que equivale para la generación de sus mayores el hecho de tener que “ganarse la vida”, y que él considera una especie de fatalidad o de castigo bíblico: “Yo no había probado el sabor agrio del trabajo obligatorio ni sabía que en la penumbra sabrosa de la soledad pudiera agazaparse como un animal dañino la vergüenza”.
La historia está ambientada en Mágina, un espacio geográfico inventado a la manera de la Santa María de Onetti —otra coincidencia con el escritor uruguayo—, no menos reconocible por ser fruto de la imaginación, donde la trama se desarrolla durante el período opresivo y oscuro de la postguerra española, después de la represión sufrida por el bando vencido tras la Guerra Civil y en medio de una dictadura militar que impuso en todos los ámbitos de la sociedad la ideología del nacional-catolicismo, basada en la censura política, el conservadurismo de clase y una férrea educación religiosa, elementos que van a quedar muy bien retratados a lo largo de la narración.
(III)
El pueblo de Mágina, que ya había hecho su aparición en otras novelas anteriores de Muñoz Molina como Beatus Ille (1986) o El jinete polaco (1991), se caracteriza en El Viento de la Luna por la pobreza extrema de los trabajadores de la tierra, por unos roles individuales petrificados y por unas relaciones sociales fuertemente jerarquizadas y estáticas, constituidas sobre la base de una barrera infranqueable entre el bando de los vencedores y el de los vencidos.
Todo este ambiente anquilosado en las viejas estructuras del pasado provoca que este viaje hacia la edad adulta se convierta en una experiencia perturbadora, en el mejor de los casos, o en un auténtico calvario, en el peor de ellos, como el propio narrador declara en numerosas ocasiones: “Así ha surgido alguien que va usurpando poco a poco mi vida y sin que yo me diera cuenta ha invadido mi paraíso y me ha echado, la soledad sabrosa en la que yo vivía, a la vez retirado del mundo exterior y en concordia con él”.
Dentro de este ambiente claustrofóbico, carente de libertad y de expectativas de cambio, el elemento que merece una mención especial —debido a las consecuencias que tendrá en el crecimiento del narrador—, es la presencia aplastante de una educación extremadamente reaccionaria, perpetuada a golpe de crucifijo por el estamento católico, reforzado en su ideario y en sus métodos tras la contienda, y que impuso su autoridad incuestionable en todos los ámbitos de la vida social, incluida la educación de las nuevas generaciones.
En evidente contraste con esa tendencia reaccionaria y conservadora de la educación de su tiempo —aquella que solía lucir la sentencia “la letra con sangre entra” como un ignominioso estandarte—, por mero afán de descubrimiento personal, el narrador empieza a experimentar un mundo nuevo de sensaciones hasta ahora desconocidas para él, sobre todo, las relacionadas con el deseo sexual, como las poluciones nocturnas o la masturbación, que lo cautivan y lo desasosiegan al mismo tiempo, como cuando afirma: “Me despierto mojado, incómodo, culpable, con la angustia del miedo al pecado en el que sin embargo ya no creo y a la enfermedad, que según la ciencia dudosa de los curas será tan destructiva para el cuerpo como lo es la culpa para el alma estragada”.
Y es que, con el descubrimiento de la sexualidad, se produce el inevitable sentimiento de culpa provocado por la estricta educación religiosa que recibe en el colegio, en el que inculcan a los adolescentes nociones angustiosas como “pecado”, “remordimiento”, “vergüenza”, “condenación eterna” o “arrepentimiento”, casi todas asociadas al placer sexual, algo que choca frontalmente contra sus ansias de libertad con independencia del adoctrinamiento católico al que son sometidos todos los jóvenes de su edad: “El pecado es un invento de los curas, argumenta débilmente mi racionalismo recién adquirido, mi conciencia precoz de libertino y apóstata”.
La tensión entre estos dos mundos tan antagónicos no podía saldarse de otra manera que con el alejamiento progresivo de lo seguro, representado por las normas escleróticas del tradicionalismo de su ambiente, para adentrarse en las turbulentas aguas del extrañamiento, de la improrrogable pérdida del paraíso identificado con la infancia, y del siempre complicado proceso de la individuación mediante el que tomamos conciencia tanto de lo que nos asemeja de los demás, como de lo que nos diferencia de ellos.
(IV)
Junto a la frontera entre la infancia y la edad adulta, y entre la educación católica de la sociedad y el espíritu laico del protagonista, en El Viento de la Luna también existe un pronunciado contraste entre otros dos mundos no menos opuestos que los anteriores.
Como ya se ha mencionado, nos encontramos con el ambiente atrasado de las zonas rurales en la España de la postguerra, con su visión estática de las relaciones sociales -“lo que más le piden al porvenir es que se parezca a lo mejor del pasado”-, con sus rutinas arcaizantes y embrutecedoras, consoladoras ante la miseria, en absoluto innovadoras: “De la vida y del trabajo ellos no esperan novedad, sino repetición, porque el tiempo en el que viven no es una flecha lanzada en línea recta hacia el porvenir, sino un ciclo que se repite con la pesada lentitud con la que gira la muela cónica de piedra de un molino de aceite”.
Pero además de este, y en claro contraste con él, que le hace de telón de fondo o de escenario en blanco y negro, aparece ese “otro mundo” luminoso representado por los avances de la ciencia y de la tecnología, como la minuciosa descripción en segunda persona de la emblemática llegada del hombre a la Luna, el 20 de julio de 1969, en las primeras páginas del libro: un aterrizaje que el protagonista-adolescente sigue, a través de las noticias que llegan al pueblo gracias a la radio y a la recién inaugurada televisión, con la curiosa avidez de su mentalidad racionalista.
Gracias a este “otro mundo” que se abre en el horizonte gris de Mágina, ilusionante y prometedor, lleno de expectativas por explorar, libre de coacciones tradicionalistas, no todo resulta un aprendizaje de la negatividad en este tránsito a la edad adulta.
Por ejemplo, en paralelo al interés de protagonista por la ciencia y la técnica, se encuentra el placer de la lectura, que le llevará a imaginar no solo otro tipo de realidades alternativas, todas muy disímiles a las que constituyen su entorno inmediato, las de los libros de aventuras que lee, donde conviven con la realidad cotidiana gracias al poder de la imaginación los misteriosos hombres invisibles, los náufragos atribulados en islas paradisíacas, las interminables vueltas al mundo, las truculentas aventuras de piratas que buscan cofres escondidos en mapas marcados con una equis delatora, sino también, y lo que en absoluto resulta menos importante para su insobornable deseo de libertad, un futuro mucho menos opresivo que el de su Mágina natal: “Mi plácida soledad de lecturas y ensueños era mi Nautilus, mi Isla Misteriosa, mi cabaña confortable y segura de Robinson Crusoe, mi velero de navegante solitario, mi sala oscura de cine, mi biblioteca imaginaria en la que cualquier libro que yo deseara estaría al alcance de mi mano”.
Es al final de la novela cuando se desvela que aquellas lecturas juveniles de Daniel Defoe, de Robert Louis Stevenson o de Julio Verne, autor que también narró un aterrizaje en la Luna -si bien mucho más alejado de la realidad-, como el que se describe en la novela, tenían ya algo de rito iniciático, de anticipación de lo que posteriormente iba a ser su vida de hombre de letras muy lejos de su pueblo.
(V)
Después de tantos años, cuando el protagonista ya no es un niño atribulado e inseguro que comienza a descubrir el mundo que le rodea, el de aquella Mágina que para bien o para mal marcó las primeras etapas de su vida, sino un adulto que trata de exorcizar sus demonios personales mientras evoca el paisaje de su infancia y de su adolescencia, una pesadilla viene a romper insistentemente la tranquilidad de sus sueños.
Se trata de una escena desconcertante, situada en su Mágina natal, en la que se suceden de manera caótica los acontecimientos y los personajes, con esa inteligibilidad absurda que forma parte del lenguaje de los sueños, con la apariencia angustiosa de las pesadillas, especialmente las que se manifiestan de forma cíclica.
En ese sueño, los objetos personales del protagonista se encuentran esparcidos por el suelo de la plaza pública del pueblo, amontonados como si estuviesen a punto de ser quemados en una especie de pira funeraria, sin saber muy bien por qué motivo fueron apilados ni quién se ha encargado de llevarlos hasta allí, fuera del ámbito doméstico en el que se encontraban, como el único reducto material que le queda de su pasado.
De repente, y por encima de todo, aparece la presencia desafiante de su padre, fallecido desde hace mucho tiempo, de espaldas al hijo que no lo reconoce o no lo quiere reconocer. El caso es que cada vez que el hijo trata de acercarse a la figura esquiva y huidiza de su padre para hablar con él, quizás para pedirle explicaciones por el desastre de sus cosas personales tiradas en medio del pueblo, este se aparta de él sin dirigirle la palabra.
Entonces el hijo se despierta, desorientado y confuso, sin llegar a tener esa conversación que considera pendiente desde hace tanto tiempo, sin llegar a saber no solo qué es lo que simboliza aquella aglomeración de sus cosas a la intemperie, en medio de la plaza, donde cualquiera puede verlas y tocarlas o apropiarse de ellas impunemente, sino también, y lo que resulta mucho más decisivo para él, saber si su padre llegó realmente a estar orgulloso de él en algún momento, a pesar de no haber continuado la senda de la estirpe familiar para dedicarse a la literatura, algo que se encuentra situado en las antípodas de lo que él tenía previsto para su hijo.
Alguien dijo en alguna ocasión que una buena novela siempre encierra una historia de fantasmas. A veces esos fantasmas no son las figuras anónimas con las que tropezamos todos los días cuando salimos de casa, seres de los que en puridad nada sabemos y que nada saben de nosotros. Tampoco somos cada uno de nosotros, tan fantasmales para esas figuras anónimas como lo son ellas para nosotros. A veces esos fantasmas son las ausencias que viajan del pasado en la realidad incierta de los sueños para indagar en lo que hemos sido, como un trámite ineludible para poder averiguar aquello que somos.
Comentarios sin respuestas