Igor Goienetxea reflexiona sobre la película «El déspota» de David Lean.
Hay autores poderosos, capaces de renovar su propio canon y hacer que obras anteriores suyas, notables o más que notables, parezcan pertenecer a otro autor y a otro linaje. Entre ellos, Philip Roth, la segunda mitad de cuya obra puede hacer que olvidemos que la primera ya era magistral.
Pasa también con David Lean (1908-1991). Causa admiración que una película como “El déspota” (“Hobson’s choice”, 1952) acabe pareciendo una película, no exactamente menor, pero sí pequeña al lado de sus últimas películas, colosales en paisaje, épica, anchura, color. El final de “La hija de Ryan”, más allá de la enmudecedora exhibición visual de toda la película, me vuelve a la memoria de vez en cuando. Me refiero a las palabras del Padre Collins, cuando se despide de Ryan y Rosy, que se marchan del pueblo, con el baldón de ser un cornudo y una adúltera, respectivamente: “Creo que piensas que Rosy y tú deberíais separaros. Sí, yo también lo pensé. Quizá tengas razón, quizá deberíais hacerlo, pero lo dudo. Y éste es mi regalo de despedida para vosotros. Esa duda”. No tengo suficiente admiración para el autor de ese texto, sea Bolt –el guionista oficial- el propio Lean, o ambos.
En fin. “Hobson’s choice”, “El déspota”, es bien distinta, y mejor, al menos, en una cosa: la música; la de Maurice Jarre para “Ryan’s daughter” me parece un pegote que no consigue adherirse a la película en ningún momento. Hay un aspecto crucial que diferencia a esas películas: en la “La hija de Ryan”, el destino es impersonal, indeciso y cambiante, lleno de marejadas como el mar que está presente desde el comienzo de la película; en “El déspota” el destino es personal, voluntarioso y fabril, igual que el mundo industrial de Lancashire donde se ambienta.
Pero mejor ir por partes. Y la mayor parte se la lleva Charles Laughton, Hobson en la película, enorme en el papel. Enorme por su actuación y por su corpulencia. Está gordísimo, lo que viene muy bien para conjeturar que su obesidad se deba a que conviven en él, en diferentes medidas, al menos tres grandes personajes shakesperianos: el Rey Lear, transmigrado al cuerpo de Falstaff, donde se encuentra también a la Kate de “La fierecilla domada” (“The taming of the shrew”).
Hobson es viudo, egoísta y despótico; tiene un negocio de calzado; tiene dos zapateros que trabajan para él en el sótano de la tienda, al que se accede a través de una trampilla; y tiene también tres hijas solteras y sojuzgadas que lo atienden en todo, en particular cuando regresa borracho de la taberna, lo que sucede a menudo.
Enseguida, todo está claro, como suele pasar en algunas películas en las que no nos retiene conocer el desenlace sino sólo esperar el momento en que alguien pase la cabeza por un lazo corredizo. La bomba hace tictac desde casi el inicio: Hobson se queja de que desde que murió su mujer, sus hijas han ido perdiéndole el respeto gradualmente y que esa situación debe enmendarse; censura a sus hijas su forma de vestir y que se dejen ver en la calle acompañadas por sus pretendientes; se niega a darles la dote para que puedan casarse, en particular a la que le resulta más útil de las tres, la mayor, Maggie, la anti Cordelia de “King Lear”, a la que considera incasable porque tiene treinta años. Como si fuera al mismo tiempo una parca, Maggie le dice, con una mezcla de determinación y premonición, que al cabo de pocas semanas se habrá casado, aunque aún no tiene novio.
“Hobson’s choice”, en inglés, se refiere a una elección en la que no hay más que una alternativa posible. Una falsa elección, por tanto. Aquí pasa lo mismo: el final es inevitable, y la única duda es hasta dónde se humillará Hobson antes de aceptar lo irremediable. El futuro nos ha dado alcance y no hay elección posible, salvo la de colocarnos de forma que tengamos el viento de cola.
Con todo lo bien encajado que está Laughton en su papel, el personaje de Maggie –interpretado porta Brenda de Banzie- es el verdadero núcleo de la película, y no hay que cavar para encontrarlo, porque se muestra a las claras. Es el Deus Ex Machina que todo lo arregla, todo lo endereza, y está animada por una voluntad metalúrgica que, cuando coincide con la ternura, casi parece que es algo casual, algo debido a la intervención de otra parca.
La película tiene mucho de comedia, aunque no romántica, casi lo contrario. Al menos, si tomamos romántico en su sentido frecuente; en otro sentido, podría serlo. Hay una dimensión social clara: la clase trabajadora, a la que en el mejor caso se unge con un adjetivo condescendiente, honesto, trabaja debajo (en el sótano) o vive en suburbios, y no se deja ver en los espacios públicos (Hobson y sus amigos tabernarios parecen ser de la misma extracción). Las clases son impermeables las unas a las otras; el tránsito entre ellas es casi imposible. Los esfuerzos más sostenidos se dirigen a subir del sótano al primer piso, y a abandonar las afueras carbonizadas y habitar el centro. El amor romántico es una cuestión secundaria frente a la dignidad, el denuedo y la educación del individuo. Cosas que quizá –quizá- no estén tan alejadas de alguna variante del amor.
Para las intenciones de este texto, da igual el final, y da lo mismo cómo se desarrolla el guión. La película no da igual. Dense un capricho y véanla. Véanla sin necesidad de inscribirla en ninguna corriente mayor. No es una película feminista; no defiende la pedagogía social; no cuestiona ideológicamente las capas grasas que separan a la burguesía de los trabajadores manuales; no es una película generacional; no ensalza el amor romántico; tampoco lo sanciona; no es una especie de bildungsroman de un viejo gordo que sólo piensa en sí mismo. Pero sí es algo de todas esas cosas. Arrastrados por la estela de la voluntad de un solo personaje, todos acaban más libres, mejores, más dignos, menos sujetos a prejuicios. Al menos, un poco. Bien está lo que bien acaba, en esta película de la que sería muy injusto decir que es una obra menor.
Comentarios sin respuestas