Desvelo Ediciones, 88 páginas. 2021
Traducción de Marta Cerezales Laforet
Si de alguien siento envidia es de todos aquellos que, por razones que prefiero desconocer, todavía no han buceado en la literatura de Abdelfattah Kilito. Dudad siempre de quien escribe, incluso cuando afirma: ¡qué maravilla leer a Kilito por primera vez! Me percato de tal sensación mientras preparo la presente reseña, tras años de idas y regresos a las páginas del fundamental escritor marroquí y después de releer que él mismo, con la sencilla verdad de un niño, sintió una impresión similar cuando de joven descubrió a Borges y dejó escrito con letra minúscula y tinta de tatuador amazig: “¡qué gran momento leer a Borges por primera vez!”
No es sencillo poner palabras, tratar de reseñar la obra del Kilito, diseccionar cada frase, desnudar sus páginas, recuperar la cordura tras largos instantes absorto entre los planteamientos encauzados con la madurez de los mayúsculos, con la dicción ondulada de un poeta en un banquete, con la alegría de los pícaros que no pretenden ser héroes, más bien matar el hambre, matar al héroe. Siento incluso pesar: sé que he de olvidar a Kilito, aparcarlo durante un tiempo, colocar en la estantería de más difícil acceso su apabullante mundo para volver a disfrutar con la lectura. Olvidar para disfrutar cual niño. Ojalá resultase tan simple. La sombra del aguileño y menudo escritor es alargada, se confunde con la niebla que cubre los cementerios donde descansan los ídolos, dialoga con los clásicos bajo la sombra de los árboles
mediterráneos, camina sobre las huellas de Diderot, metamorfosea castillos con Kafka
y dibuja mapas: la entrada y la salida de los laberintos de las letras, de la poesía universal.
Leyendo a Kilito me gusta imaginarme, soñarme en la piel de un bibliotecario, sentado sobre un taburete tallado por una mano experta, con los codos apoyados en una mesa de nogal, debatiendo con el resto de compañeros y personal de la institución sobre la conveniencia o no de clasificar la obra de Kilito en un apartado u otro, en una sección u otra, con una etiqueta coloreada que indique tal género u otro… Discurro y vislumbro una larga discusión, nervios entre el humo de cigarros mal apagados y el vapor de una cafetera olvidada sobre el fogón, un juego en el que caben toda clase de argumentos
contradictorios, propios o prestados, defendidos con uñas y dientes, que desmontarían con la misma tenacidad los planteados escasos minutos previos y con la certeza que poco después las inevitables dudas entrarían en la partida para impulsarnos a borrar la pizarra y empezar de nuevo.
El arte de Kilito —dar la vida por una coma—, donde es evidente su carácter metaliterario, hierve con todo aquello que el autor deja en el tintero, todo lo que podría escribir y que humildemente disculpa y permite de esta forma que el lector sea quien persiga su propio itinerario, perderse en el laberinto si así se prefiere. La parte escrita es la de un autor con una obra compacta, bulliciosa como la de Nietzsche,
oceánica como Borges. Como afirmaría Vila-Matas y nos apunta Miguel A. Moreta-Lara en su enfocado y certero prólogo, el autor rabatí —más bien, universal— disuelve las fronteras de la literatura, borra las líneas entre los géneros, construye castillos en miniatura, cada frase de su obra pervive por sí sola y, además, cobra una fuerza arrolladora, meandros que se abren paso, en el conjunto de sus páginas publicadas y las que quedan por descubrir —sospecho que los cajones de Kilito permanecen entreabiertos, repletos de obras que pronto nos obsequiará—. Su pacto con las letras mezcla la mirada ensayística, las leyendas, la autoficción, el pensamiento filosófico, la literatura de viajes, la ficción pura, los finales abiertos que admiten epílogos, la narrativa, la prosa con alas, la reescritura. No abundan en el panorama autores capaces de contar algo, que prescindan de la trama, que bailen y nos hagan bailar en
los márgenes. Kilito es escritor, de eso no hay duda, aunque por encima de ello es lector y, quizás a su pesar, es un maestro en la cumbre, en una muy alta; puede que por ello la vista no nos alcance y la mayoría de lectores sigan sin dar con él. El gran mérito del escritor norteafricano es el más bello, el más noble, en definitiva, el más humanista. Su cometido, impagable, es enseñarnos a leer mientras leemos con él sus fábulas sobre escritores que leen.
En El que buscamos vive al lado (Diez cuentos) reúne todos los aspectos, y muchos otros, presentados previamente añadiendo en el cóctel la lógica de la penúltima copa, licencia tomada de Gilles Deleuze, que nos sugiere que solo existe un final, la muerte, y ésta misma, es discutible. Para gran parte de la humanidad y del arte es considerada un acto más, el penúltimo; los andares de los demás continúan, los relatos no se detienen. Tras el punto final siempre queda un espacio en blanco que permite subrayar, anotar, escribir. Continuar. En esta serie de cuentos, Kilito hereda el oficio de los antiguos poetas: anuncia y reanuda. Activa los mecanismos del pensamiento con la curiosidad de un maestro de álgebra, enciende una vela para que nos acomodemos alrededor y conectemos estrellas mientras paseamos por la Historia sin desplazarnos del lugar. Con un primer repaso a los evocadores títulos de cada cuento, cada ensayo,
cada fábula, de cada inclasificable capítulo el lector entiende que tal y como ocurre en nuestras vidas un viaje no sólo se conforma de un lapso determinado. El viaje empieza mucho antes, incluso previo a nuestra mundana existencia y termina… El viaje no termina. Kilito nos abre los ojos y nos descubre otros puntos de partida, a la primera
Sherezade antes de la aparición de la primera Sherezade y, por inercia, nos conduce por terrenos no escritos, por libros que creímos conclusos, por propuestas que son una invitación a surcar nuevas corrientes. Elogia el trabajo de los traductores, alquimistas de las lenguas, creadores de nuevos ritmos, capaces de retarse en duelo, de matarse entre ellos por una coma. Y como buen lovecraftiano nos previene, nos recuerda de la existencia de libros que contienen mensajes ocultos, fuerzas con el propósito de acabar con el lector. El propio Borges pereció poco después de iniciarse en el estudio de la lengua árabe para leer con más acierto las Noches.
El que buscamos vive al lado es una espiral, un libro que admite y invita a leer con curiosidad y emoción infantil, en el que subirse en cualquier parada, transitar mientras se contempla el paisaje y regresar sin haber perdido tiempo en selfis insustanciales.
Por razones obvias, una reseña sobre una obra de Kilito no puede entenderse como un ejercicio concluso. Más bien es una invitación a abrazar El caballo de Nietzsche y el resto de las siete obras traducidas al español; una invitación a incluir su corpus en la bibliografía de cualquier curso de escritura creativa y un empujón a los lectores que, por razones que preferirán no haber conocido, todavía no han buceado y leído a Kilito por primera vez.
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