Lo que más sorprende de esta primera obra de Gabriela Ybarra es su precisión y su claridad. Resulta impactante el estilo directo y profundamente honesto que envuelve toda la novela.
Las protagonistas son dos ausencias: la de su abuelo, víctima de ETA años antes de que la escritora naciera, “el comensal” ausente al que se le sigue guardando un lugar en la mesa; y la de su madre, diagnosticada de un cáncer de colon al que no pudo sobrevivir.
Y aunque Ybarra comienza dejando claro en la introducción que toda la obra es una recreación libre, y que ni los hechos de 1977 ni los del 2011 –fechas de ambos fallecimientos─, son un relato exacto de lo sucedido, la sensación es la de avanzar sobre un terreno perteneciente, exclusivamente, a lo biográfico. Los elementos que hayan podido ser introducidos como parte de la recreación literaria están tan bien ensamblados que dotan de una extraordinaria coherencia a todo el conjunto.
Las dos historias se presentan en partes separadas, pero solo en apariencia. La primera, dedicada al secuestro y asesinato de su abuelo, tiene un tono comedido, expositivo, muy neutral; lo que lejos de trasmitir frialdad, aterra. El centrarse en el detalle, contando si llovía o brillaba el sol o cómo iban vestidos los secuestradores –datos recreados desde la ficción–, el narrar lo sucedido como si lo presenciase y se limitase a describir lo visto a través de una cámara, son técnicas literarias que logran un ambiente reservado y personal que nos permite seguir lo escrito con inquietud y enorme curiosidad.
Para recomponer ese fragmento del árbol familiar, Ybarra realiza una labor de investigación a partir de la memoria digital colectiva, o sea, busca fotos y artículos en la red. Las emociones le pertenecen, pero se ve obligada a investigar los hechos. Lo que nos demuestra hasta qué punto las referencias de las generaciones digitales varían respecto a los nativos analógicos y de qué manera esas nuevas realidades se van recogiendo en las obras literarias. Cómo no reflexionar sobre qué se siente cuando para abrir el baúl familiar y asistir a un episodio íntimo de tu pasado, en lugar de tirar del viejo álbum de fotos de la abuela, revuelves en internet.
El comensal también es un ejercicio de metaliteratura, ya que se nos hace partícipe de cuitas de la cocina creativa: nos cuenta el proceso de búsqueda, la investigación y, en definitiva, la construcción de la novela. Lo que aporta un valor añadido a la obra, pues a pesar de generar esa cercanía que invita a un espacio familiar y privado, la autora logra mantener un estilo despojado de todo adorno innecesario y poco efectista.
La segunda parte tiene como núcleo la enfermedad y el fallecimiento de su madre. Esta vez se describe un hecho reciente, por lo que es bastante menos neutral que en la primera, pero sin llegar a convertirse en un torrente emocional e incontrolable. Esta vivencia es cercana en el tiempo y, por tanto, es mucho más desconcertante y arrebatadora para una persona joven: el diagnóstico de cáncer a su progenitora en una edad que, para una hija, siempre será temprana.
Las páginas centradas en esta experiencia tienen un tono confesional que la alejan de la mera exposición con la que, previamente, ha recompuesto la desaparición del abuelo. La irrupción de ese diagnóstico, el viaje de su madre a EEUU –donde vivía la autora en ese momento y donde la familia decide que se trate la matriarca–, irrumpen en su vida como suelen ocurrir ciertas noticias en la rutina diaria: sin pedir permiso ni dar tiempo a asumir lo sucedido y, desde luego, sin contemplar la posibilidad del fatal desenlace.
El proceso del brutal deterioro al que se ve sometido “el oncocuerpo” –como lo llama la autora Raquel Taranilla–, la lucha de la madre por normalizar la situación, el despiadado anuncio de que no hay mejoría y la forma en la que la familia afronta el final, es lo que llena estas páginas, esta vez sí, escritas desde la emoción y la impotencia de un destino insalvable. No hay regodeo en el dolor ni en la descripción del avance de la enfermedad, no hay exhibicionismo. Ni siquiera nos encontramos con un texto afectado y sobrecargado de dramatismo. La narración es parte del proceso de aceptación de la autora, que como ella misma describe, “es terapéutico, pero nada placentero”.
Las fronteras entre ambos episodios no son definitivas. Si bien es cierto que el primero está dedicado exclusivamente al hecho luctuoso que conmocionó a la familia a finales de los setenta; en el segundo, además de relatar el proceso que vive su madre, la autora reflexiona sobre la muerte y trae al presente recuerdos de la niña que fue y cuya familia vivía bajo la amenaza del grupo terrorista ETA. Hechos que se volvieron habituales, como revisar cada mañana los bajos del coche con un espejo por el peligro de bombas o que su padre llevase escolta, pero que, precisamente, por estar descritos desde la perspectiva infantil, causan una fuerte impresión.
Gabriela Ybarra cuenta desde dentro lo que varias generaciones hemos vivido desde fuera, desde la distancia de los periódicos o la pantalla del televisor. Lo hace sin odio, sin coraje, sin rencores, carente de juicio y por ello resulta dramático y tremendamente desgarrador.
Este libro fluctúa entre lo general y la perspectiva individual, por eso es fácil entrar en la lectura e identificarse con la voz narradora. ¿Quién no recuerda el oscuro periodo en el que la banda terrorista era portada de periódicos y primera noticia del telediario? ¿Quién no ha sufrido, más cerca o más lejos, las consecuencias de un cáncer? El comensal es, ante todo, una novela coherente. Y aunque, a priori, pueden parecer dos cuestiones difíciles de hilar, Gabriela Ybarra lo ha logrado con un estilo muy personal y cargado de lucidez. Una obra profunda por los temas que plantea: la aceptación de la muerte como parte de nuestras vidas, como un proceso natural, y el relato personal de un hecho histórico que oscureció la convivencia en España durante mucho tiempo. Todo ello desde una voz que huye del victimismo y de la autocompasión. Una historia cuyo mayor logro es la sencillez con la que relata temas de enorme trascendencia.
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