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Frente al problema del mal y de la muerte –nos dijo uno de nuestros profesores jesuitas- no caben respuestas triunfalistas.
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Intento escribir algunas notas, recoger algunas frases del guión de “Sonata de otoño”, uno de los más prensados de Bergman. Pero escribo en la oscuridad de la sala de cine. Y una inclinación exagerada a las metáforas me hace pensar que, escritas a ciegas, esas frases llenas de perspicacia que escuece y no mitiga, cuando quiera leerlas a la luz, serán sólo garabatos, y tendré que buscarles el sentido, o descartarlas.
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Casualidad o no, días antes de volver a ver “Sonata de otoño”, me reencuentro con una antigua entrevista a José Luis López Aranguren. Aranguren y Bergman se parecen poco. Uno es (fue) un filósofo español, enjuto, escéptico, cristiano heterodoxo, con rasgos derretidos por la edad y el exilio. El otro es (fue) un cineasta y director teatral sueco, recio, mujeriego, cristiano atormentado por serlo o por haber dejado de serlo. Se parecen poco.
Aranguren habla de uno de sus hijos, que ha muerto un mes antes de la entrevista. Era un niño con síndrome de Down. Un niño como nosotros, pero vacío, o a nosotros nos parece vacío, dice. Era enormemente importante para nosotros, sigue Aranguren, refiriéndose a sí mismo y a su familia. Su existencia les permitía tocar la misteriosidad de la vida. Aunque apenas hablaba y casi no se le entendía, tenía un sentido del humor que aligeraba la pesadez de la vida académica de su padre; tenía una personalidad clara, y en el centro de la familia representaba un poderoso contrapeso espiritual. Murió en mis brazos, podríamos decir, acaba Aranguren. Su muerte, junto a la muerte de mi padre, ha sido la gran catástrofe de mi vida.
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“Sonata de otoño” pertenece al bloque de películas sobre relaciones de familia al que pertenecen también “Secretos de un matrimonio” y “Gritos y susurros”. Por esa razón, parecería alejada de las películas religiosas de Bergman. Creo que creo que eso es inexacto, por más difuminado que esté el trasfondo metafísico de esta película, y por largo de justificar que resulte.
En las raras películas de Bergman, personajes que se conocen de años se dirigen los unos a los otros como sólo haríamos con alguien a quien acabamos de conocer, y cuya primera impresión queremos tantear, entre otras cosas, porque seguramente no volveremos a vernos y confiamos en que nos dirá la verdad aunque sea dura. Serán más veraces, pero también más delicados. “¿Crees que soy adulta?”, pregunta Eva (Liv Ullman) a su marido, un pastor de fe menguada. El drama está a punto de comenzar. Eva se ha enterado de la muerte del segundo marido de su madre (Ingrid Bergman), una famosa pianista a la que hace años que no ve. Le ha escrito una carta para invitarla a visitarlos en su casa, en la diócesis que su marido atiende. La inminencia de su llegada comienza a atraer a las bestias del odio: durante la infancia de Eva, su madre se concentró en su carrera y descuidó a su marido, a la propia Eva, y a la hermana de ésta, Lena, que padece una enfermedad mental. Algo importante: en la carta Eva no le ha dicho que Lena vive con ella y su marido. La madre cree que está en una residencia.
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De forma seguramente no casual, los personajes de “Sonata de otoño” tienen una manera específica de hablar cuando están solos. Al inicio de la película, el pastor rompe la cuarta pared y se dirige a los espectadores para explicar rápidamente en qué matadero acabamos de entrar; mientras tanto, en un plano telescópico, al fondo de varias habitaciones, Eva escribe su carta. La madre, Charlotte (Ingrid Bergman) monologará incesantemente en su habitación, en puro solipsismo emocional.
Cuando Eva está sola, habla a cámara para dirigirse a su madre, y repite en voz alta el contenido de una carta que le ha escrito (Scorsese usa un recurso parecido en “La edad de la inocencia”, por ejemplo). En ninguna ocasión la escucharemos hablar sola, ni a nosotros.
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En esa primera intervención del marido de Eva, a solas con el público, el pastor coge un librito escrito por Eva hace años y nos lee una frase de forma distraída: “Si alguien me quisiera por lo que soy, podría contemplarme a mí misma”. Cierra el libro, fin de la cita. Pero esa frasecita, que podría pasar por reflexión de adolescencia melancólica, no sólo anuncia la metralla emocional que está a punto de saltar por los aires, sino que revela la marca de agua metafísica de la película. En primer lugar, porque evoca un versículo muy conocido de San Pablo, en la 1ª carta a los Corintios 13:12: “Ahora vemos como en un espejo, de forma borrosa; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré tal como soy conocido”. En segundo, porque cuando todos los personajes, sobre todo Eva y Charlotte, acaben confesando su avidez de ser tomados y queridos, su incapacidad para dar en lugar de exigir y su ineptitud para amar, esa incapacidad señalará al único (a lo único) que, si existiera, sería capaz de dar a cambio de nada.
Hay un argumento más, que pertenece al entramado de la filmografía de Bergman: en 1962, Bergman había estrenado “Como en un espejo”, un drama familiar y religioso que ya en el título invoca, no evoca, las palabras de San Pablo citadas arriba, y una película en la que la enfermedad mental tiene gran importancia.
Si no me equivoco, en “Sonata de otoño” sólo una vez se usa la palabra “Dios” al final, y de pasada. Pero su poder se halla entre nosotros, como dice Saint-John Perse. Aquí es donde encuentro la importancia del personaje de Lena, la hermana deficiente, que a su vez relaciono con el testimonio del profesor Aranguren. Puestos a reducir el dolor a nombres, los temas de la película son, precisamente, la orfandad inacabable, la edad adulta como puerto inalcanzable; la necesidad de ser amados y la incapacidad de amar, de recordar rostros, hasta de recordar el dolor. Lena representa el vacío total. Nunca podrá ser adulta, nunca podrá dar; Lena es mero recibir. ¿O no? Porque lo que para Aranguren es la misteriosidad de la vida (algo terrible, de lo que casi da vergüenza hablar si no se ha vivido, como es mi caso) y algo que alberga una posibilidad espiritual, para Bergman es desolación total, una herida que no sirve para nada. No hay nadie que nos esté mirando.
A Lena sólo puede amársela como es: eso, para Eva, según la reflexión del librito que escribió, equivale al conocimiento. Sin embargo, Charlotte evita tratar a su hija enferma; sólo consigue estar frente a ella apoyándose en una teatralidad desesperante. Lena hace aún más evidente el odio que Charlotte siente hacia sí misma. El mismo odio con el que Eva la embiste. Lena es la magnificación del enigma, que exige una respuesta infinita de criaturas finitas.
Ya no es que no se pueda creer en Dios, es que tampoco se puede creer en el otro. El otro es un vacío equivalente al del centro del cosmos. En lo único de que se podía esperar amor total, la mirada acogedora, Bergman ya no cree. Pero sus profetas aún caminan por el mundo, golpeados por rayos.
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La ausencia de amor es ausencia de conocimiento, ausencia de rostro. No tengo rostro, no puedo conocerme, hasta que el amor no me extraiga y me dé la forma que no tiene forma; no sabré quién soy hasta ese momento, y todo lo que haga estará infectado por la insuficiencia. Eva y Charlotte se ahogan en su propio odio, y su odio es la frustración ante un límite. Años atrás, hubo un momento en que pareció que todo cambiaría: Eva se quedó embarazada y de repente éramos felices; pero el niño murió a temprana edad y todo el amor que pareció concederse es cancelado.
En “Gertrud”, de Dreyer, los personajes jamás se miran a la cara, en un artificio que busca refugio en la lejanía. Aquí, Ullman y Bergman, magníficas las dos, se vuelven rostros que ocupan toda la pantalla. Rostros que se buscan, rostros que rastrillan el alma. A veces, consiguen mirarse; casi nunca consiguen encontrarse. Muchos planos nos permiten ver que no se están mirando, pero que están esperando a ser miradas; en uno de ellos, sus miradas se encuentran en el espejo (“ahora vemos como en un espejo…”), que es una forma resbaladiza y acobardada de mirarse. El rostro pánfilo de Eva lo deforman la angustia y la crueldad: “¿Es la infelicidad de la hija el triunfo de la madre?” El de Charlotte, el arrepentimiento y el desamparo de saber que no se aceptará su defensa: ella también quería ser amada.
“El miedo y la ignorancia son los que ponen los límites”, dice Eva a su madre en medio de una intervención que casi parece de física cuántica. “Pero no hay límites ni para el pensamiento ni para los sentimientos”. Eva suena más elocuente que convencida, porque su odio es una necesidad infinita de amor, y la certeza de que ni en ella ni en su madre hay rastro de él. “No hay perdón”, dictamina en medio de la tempestad emocional con su madre. Aunque, una vez que su madre se ha ido, en esa nueva carta que recita a cámara, sí concibe que el perdón sea posible, aunque uno tenga serias dudas de si es algo más que una palpitación pasajera que se desvanecería en cuanto Charlotte pisara el umbral de la casa.
En una de las frase más temblorosas de Bergman, al final de “Secretos de un matrimonio”, Liv Ullman, muerta de miedo, abrazada a Erland Josephson en mitad de la oscuridad, revela nuestro secreto común. “¿No crees que hemos pasado por alto algo?” Sí, hemos pasado algo por alto. Bergman debió de verlo con claridad, en esta película y en otras varias. No sé si se atrevió a entrar en el lugar donde ese secreto se desvela. Pocos se atreven. Es el lugar más peligroso, porque se nos da el rostro del amor que no hace distinciones.
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