La figura de Manolis Glezos acude pronta a mi mente ante cualquier referencia a la ocupación alemana de Grecia durante la Segunda Guerra Mundial. Glezos, que falleció hace apenas dos meses, era un joven estudiante antifascista de diecinueve años cuando el 30 de mayo de 1941, en compañía de su amigo Apóstolos Santas, escaló la roca de la Acrópolis y arrancó del mástil la bandera nazi que los ocupantes habían izado allí el 27 de abril del mismo año, poco después de su entrada en la capital griega. La acción de Glezos fue la primera cuenta del largo rosario de golpes que los partisanos griegos asestaron al ejército teutón durante los años de la ocupación. Ante aquellos ataques, los alemanes reaccionaban con una desacostumbrada brutalidad y consumaban acciones “ejemplarizantes” contra la población civil. No son pocos los griegos que, todavía hoy, se estremecen al escuchar los nombres de Dístomo, Kommeno o Kalavryta, tres de los muchos pueblos que los nazis saquearon y borraron del mapa tras ametrallar a la totalidad de sus habitantes. Grecia fue uno de los países que más ultrajes y daños sufrieron durante aquella guerra. El nazismo dejó a su paso por el país heleno terribles hambrunas, deportaciones, asesinatos, masacres, pueblos arrasados y más de medio millón de muertos.
Precisamente en el último año de la ocupación alemana de Grecia sitúa el escritor Theodor Kallifatides el argumento de su novela El asedio de Troya (Galaxia Gutenberg, 2020). Escrita en sueco y traducida al castellano por Naila García, El asedio de Troya es la narración de un adolescente anónimo de quince años sobre los pormenores de la ocupación alemana en su pueblo. El propio narrador, hijo del maestro local que fue deportado por los alemanes al comienzo de la ocupación, es el protagonista de la historia. Dimitra, su más cercana compañera de clase, y la Señorita —así llama a la joven maestra griega de formación alemana instalada en el cargo por los ocupantes— completan el trío de personajes centrales.
Cada capítulo de la novela comienza y termina con el relato confesional del joven narrador que nos habla de las tribulaciones de su familia, de la en ocasiones sorprendente convivencia diaria entre griegos y alemanes, de los episodios de represión y, sobre todo, de la irrefrenable atracción que siente por la maestra. No revela al lector en ningún momento el nombre del pueblo pero, por las referencias que hay en el texto a la cercanía de la localidad fortificada de Monemvasía, no resulta difícil deducir que bien podría tratarse de Molaoi, localidad natal de Kallifatides, quien para más coincidencias, era también el hijo del maestro del pueblo. Sin embargo, la parte central y más extensa de cada capítulo la ocupa la excepcional narración de la Ilíada de Homero que Kallifatides pone en boca de la Señorita.
Efectivamente, unas veces en la escuela y otras —cuando los británicos descargan sus bombas sobre el pueblo— en una cueva cercana que hace las veces de refugio antiaéreo, la joven maestra relata cada día a sus alumnos un canto de la epopeya homérica. Ofrece también la Señorita a su embelesado auditorio sus apreciaciones personales sobre, por ejemplo, el propósito de Homero al escribir su poema: «Quería hablar de una sola cosa: la guerra es fuente de lágrimas y en ella no hay vencedores», o acerca del invariable papel que, desde el inicio de los tiempos, le corresponde jugar a la mujer en cada guerra: «Los griegos no eran atroces para disfrutar en el regazo de las mujeres sino para humillar a sus hombres. Así se hacía a veces y así se sigue haciendo. El cuerpo de la mujer es el cuerpo sobre el que los hombres se pisan, unos a otros, el honor y la gloria».
Reelabora Kallifatides, con acierto, una Ilíada desvestida de intervenciones divinas que, sin embargo, no pierde ni un ápice del entusiasmo y el vigor heroico de la epopeya original. Quedan, pues, bien remarcados en el relato los sentimientos básicos del ser humano: el amor, el odio, la amistad, el valor, el honor, la traición, la venganza… Consigue el autor peloponesio meter al lector en el campo de batalla. Le hace sentir sobre la piel el polvo que levantó el combate, el calor de las piras funerarias; le obliga a escuchar los gritos de los guerreros agonizantes, el colérico lamento de Aquiles ante la pérdida de Patroclo, o la trémula voz del rey Príamo al humillarse para reclamar el cuerpo sin vida de su hijo Héctor. Advierte, sin embargo, el autor en el epílogo que no ha pretendido remplazar a Homero de ninguna manera, sino más bien que cada día haya más gente que conozca la Ilíada, uno de los más firmes poemas antibelicistas jamás escritos.
Tras haber leído Otra vida por vivir, sentía ganas y curiosidad por asomarme a la obra de Theodor Kallifatides; y puedo asegurar que la experiencia ha merecido la pena. Considero recomendable, casi necesaria, la lectura de este libro encantador y duro a la vez. Kallifatides sabe cómo conseguir que el lector se adhiera a su obra desde la primera página; y lo mejor de todo es que sus armas no son otras que la sencillez, la sinceridad y un profundo conocimiento del alma humana. Sigan mi consejo y lean El asedio de Troya. Comprenderán que todas las guerras son la misma guerra, que la guerra únicamente cambia de nombre.
Y después, si por casualidad todavía no lo han hecho, ármense de valor y acometan con entusiasmo la lectura de la Ilíada, la original, la de Homero. Después de ella, todo es reescritura.
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