12 de septiembre de 2018: empieza el curso escolar y se cumplen diez años de la muerte de David Foster Wallace y del nacimiento de su mito. Estaría bien establecer una relación más o menos directa entre ambos fenómenos (¿una cuesta de septiembre igualmente pronunciada para maestros y glosadores de la figura de Wallace que no quieren atender a ese mito?, ¿la imposibilidad de entender el mundo y sin embargo sentir que es necesario explicarlo a los que vienen detrás nuestro aun sabiendo que la tautología nos come?, ¿la dificultad de comunicar que no hay una aceptación sana de algo tan a priori fácil como “vivir la vida” sin cierta claudicación intelectual o adocenamiento emocional? ) pero, por supuesto, si uno quiere aparentar ser medianamente cabal tendrá que estirar los límites de la credulidad del lector, algo que me queda lejos hoy en día. No obstante, el mito que inició el suicidio de Wallace da para mucho, hasta el punto de que llevamos diez años hablando más de él (¿Él?) que de su obra.
Tomemos por ejemplo “La broma infinita”. Su enorme e instantáneo éxito (no sólo crítico sino especialmente el comercial) parece no casar con una novela que tiene más que ver con John Barth o Thomas Pynchon que con cualquier otro best seller con el que compartiera halagos en la sección de libros del New York Times de 1996. Como pasa con la obra de Borges, su primer interés es la filosofía y no la pura ficción: podríamos decir que da la sensación de que ambos autores crean que a la literatura se llega después de examinar muy concienzudamente todas las posibilidades materiales y abstractas de un mundo que hemos inventado. En el libro que nos ocupa, se trata de un mundo de solitarios hiperculturalizados, muchos de ellos paralizados por el ritmo de un mundo al que tratan de dar sentido de una manera casi desesperada. El tenis, la droga o el terrorismo son vía de escape o instrumento para entender la existencia, según el personaje. La prosa es nítida pero la estructura (un número de páginas abrumador, unas notas a pie de página omnipresentes) es asfixiante, leerlo a ratos es un tour de force: está claro que Wallace quería decirnos algo más allá de lo que decía su prosa. Las estructuras de estado o la cúpula de una cancha de tenis (cualquier cosa que tengamos por encima) nos limitan e impiden nuestro crecimiento. Wallace nunca dejó esta y otras cuestiones tan a priori poco comerciales durante su carrera pero “La broma infinita” igualmente lo elevó a los altares (siempre fue una critical darling a partir de entonces) e incluso se convirtió en lugar común, como escritor postmodernista, grunge y, para su horror, falocéntrico (él que había señalado las flaquezas egocéntricas de Roth, Updike o Mailer) al que muchos citaban y no todos leían.
Pero es que “La broma infinita” es un mal Quijote o un peor “Aleph”. No debería ser la obra por la que se le va a recordar ni nadie debería empezar a leer a Foster Wallace por ahí, por ese libro tan áspero y autoconsciente: sí por sus ensayos que son, en mi opinión, de lo mejorcito que he leído en mi vida. Wallace en una feria de la industria del porno, de campaña electoral con John McCain, en un crucero en el que se siente como pez fuera del agua pero no quiere demostrarlo, hablando de lo que sólo él puede ver en libros insignificantes o en clásicos demasiado manoseados: el escritor que vive y luego lo cuenta es el que me cautiva. Y también el nerd, el obseso de la sintaxis que se ríe de sí mismo, el tímido que se convierte en un feroz conversador cuando el interlocutor le suelta las riendas, el hermeneuta de la primera edad dorada del hip hop y el analista de la cultura pop. Para mí, ese es el Wallace que merece los halagos desatados que le dedica la crítica: incluso me permito incluir “Más afuera”, el precioso relato en el que Jonathan Franzen cuenta como fue a lanzar las cenizas de Wallace a una isla del Pacífico Sur. Un Franzen (de los pocos “amigos” que Wallace conservó hasta el final de su vida) que ya en ese relato nos previene de lo peligroso que tienen las mitificaciones.
Sus otras dos novelas parecen ocupar un espacio intermedio: la ambición extenuante de “La broma infinita” (en la que, insisto, hay talento a raudales) se atenúa e incluso detectamos algo parecido a la diversión. Wallace parece un Kafka con ganas de pasarlo bien, a ratos. En cuanto a sus cuentos, condensan ese fatalismo postmoderno pero se hacen más respirables. Estoy generalizando, por supuesto, no es este el lugar (ni yo seguramente el juntaletras adecuado) para un análisis pormenorizado de su producción.
Quizá ahora que hemos descubierto que era un “monstruo”, ahora que Mary Karr ha explicado lo que D.T. Max no supo o no quiso incluir en su inevitablemente mitificadora biografía de Wallace, podremos empezar a leer al chico de la bandana, al fumeta, al mascador de tabaco, sin el peso de su mito o con un mito nuevo encima, que busque su crucifixión. De paso estamos viendo, en riguroso directo, el debate entre los que quieren quemar sus libros y los que le perdonan todo. Vida y obra, una vez más, entremezclándose y dificultando el plácido disfrute de la lectura de sus libros. Sin ir más lejos, hace dos años Random House publicó el recopilatorio “Portátil”, con ensayos y cuentos escogidos ya publicados pero con el cebo de material inédito para que los fans pasáramos por caja. Y ese material era una serie de apuntes y fichas lectivas que Wallace utilizaba en sus clases, un cuento primerizo (¿inacabado o sin final?) y las opiniones y reflexiones que varios autores hacen alrededor de él. Javier Calvo, su traductor de cabecera al español y uno de los primeros en atreverse a verter a Wallace a otro idioma, se queja de como su muerte ha empañado sus libros… para que Andrés Calamaro lo mande un poco al traste cerrando el libro con dos poemas que versan sobre su suicidio (aunque la semblanza que le hace Leila Guerrero en “Hombre que mira” en apenas siete páginas es la de cal; por cierto, discrepo de Inés Martín en que Wallace era Wilco: para mi Jonathan Franzen es mucho más Wilco que Wallace; no me atrevería a decir quién puede ser Wallace, ¿Public Enemy o N.W.A.? No creo). Resumiendo: que lean a David Foster Wallace, que era muy divertido (y humano, como dicen ahora en la tele). Léanlo por donde les plazca, yo les recomiendo por el tejado y sin mito de serie. Lo encontrarán también en películas, podcasts, videos de Youtube: apareciendo en ellos o protagonizando conversaciones ajenas. No me cabe duda de que merecerá la pena seguir leyéndolo una vez superado el juicio mediático y sumarísimo a su vida (otra cosa es que sea modelo ético de cualquier cosa a partir de entonces) y una vez pasemos el luto en caso de fallo negativo. Y sí, el corto de “Esto es agua” es muy bonito.
Comentarios sin respuestas