Panero, L. M., Cuentos completos, Páginas de espuma, 2018
Escribir sobre Leopoldo María Panero siempre me hace recordar sus palabras: «Que no me juzguen por mi torpe biografía» y sí, imposible olvidar la vida de una persona como esta: poeta, traductor, cuentista, escritor de guiones para cine —Hortus conclusus, la historia de ese Peter Pan extrañado de seguir con vida y un Mr. Darling cantarín—: es más, el magnífico prólogo de Túa Blesa, especialista donde los haya en la figura del escritor madrileño, confiere cierta importancia a su vida, que ya se encargara de contarnos —con pelos y señales y escupitajos y derivados— Benito J. Fernández en un libro impresionante, la biografía El contorno del abismo, reeditada, revisada y ampliada hace muy poco tiempo.
Escribir sobre Leopoldo María Panero me transporta a 2003 o 2004 o qué se yo, para verme defender una tesina sobre la poesía de Panero ante un poeta de la experiencia, indignado porque el que garrapatea esto escribió en su memoria de doctorado que los premios estaban dados a gente de su cuerda, plana, aburrida y que no se metía en las honduras líricas en las que el poeta de Así se fundó Carnaby Street nos introducía: el mal, el cuerpo roto, la homosexualidad, la pederastia, la crucifixión de menores, el amor por el dolor extremo, la ruptura de la identidad, la enfermedad física, la enfermedad mental, el elogio a la muerte o la sorpresa ante la carne putrefacta y el encendido piropo al canibalismo.
“Relatos de muertos” se titula el prólogo de Túa Blesa y no hay mejor arranque que esas palabras porque si no todos, los últimos cuentos, agrupados bajo el título de dispersos, cuatro piezas extrañas, con narradores extremos enfrentados a Dios que practican la antropofagia, convocan magias y practican artes oscuras mediante libros prohibidísimos, tratan de personas que están muertas, creen que están en otro lugar ya o, efectivamente, la sociedad los tiene por tales.
El lugar del hijo y Palabras de un asesino (el refundido Dos relatos y una perversión) son los libros que componen este volumen además de los cuatro ya mencionados: en total encontraremos diez relatos cuyos temas no variarán demasiado de los que ya extrajo Panero en su poesía, y si bien los métodos de narrar son diferentes a los de la lírica, comprobaremos que muchas de sus páginas están llenas de recursos líricos, metáforas, imágenes y símbolos. Leopoldo María Panero leyó mitos infantiles como Peter Pan (que tradujo), Alicia o los cuentos de Andersen y los Grimm entre multitud de referencias variadas: como él decía «en la infancia se vive, después se sobrevive» y efectivamente, eso parece indicar al escribir relatos: ser adulto significa enfrentarse al horror del otro, de la diferencia, de la violencia y se nombra a Llopis y su historia de la literatura del terror, así que, referentes habrá muchos y además de ser lector, el prologuista nos habla sobre el afán paneriano de traducir añadiendo, versionar cualquier libro que tomara y realizar una per-versión con él. Es una manera de enfocar lo que creemos que falta o está dicho de manera convencional o poco satisfactoria para nuestras expectativas: mutar, cambiar, trastocar a la vez que decimos que son licencias poéticas. Es una de las posibles entradas a la tradición también, como traductor-inventor, colocarse al lado de figuras admirables y rodearse de citas y más citas como LMP hacía y demostraba en intervenciones públicas. A la pregunta de por qué utilizaba tantas citas contestaba: «Como decía…»
En El lugar del hijo vamos a encontrar piezas inacabadas, dejándonos el autor la responsabilidad de acabarlas al leerlas, como “Acéfalo”, relato histórico sobre Ugolino, que nos recuerda al poema de Ezra Pound sobre las puertas cerradas a la espalda y la traición de los tuyos, la más dolorosa e imprevista; las relaciones familiares estarán recogidas en los textos “Mi madre” y “Presentimiento de la locura” así como ciertos toques de brujería y vampirismo en “Medea”. La clave para entender esta primera parte —entender sería demasiado amplio: leer con expectativas de llegar a buen puerto, sin saber cuál es— titulada «Cuatro variaciones para el filicidio» sería componer un mosaico de sensaciones enfrentadas a lo que tenemos por reglas establecidas, sociales, sexuales, morales, familiares… Madres y esposas asesinas, hijos venidos de no se sabe dónde, rituales y viajes atravesados por libros y escritores o investigadores que recuerdan mucho a los personajes de Lovecraft siempre dispuestos a descubrir un hito en la historia de la ciencia o la religión o la mitología, que caminan como pueden sobre el alambre de la cordura, rodeados de ese vasto océano plagado de los tiburones de la enfermedad mental, los sacrilegios, las maldiciones. El mundo descubierto en “La visión”, podríamos enfrentarlo hoy, con la distancia adecuada (nunca mejor dicho) a ese bonsái de José María Merino: por longitud y espíritu, por la oscuridad del primero y la brillantez del segundo. Si duda, el relato que ocupa la parte que lleva el título del libro, “Allá donde un hombre muere, las águilas se reúnen” es uno de los paradigmas de cómo relata este escritor, que podía tomar un hecho y convertirlo casi en una novela corta: sin cumplir con preceptos como la brevedad y la dirección única hacia la que debe apuntar un relato, Panero nos cuenta una antigua historia de vikingos en la que despliega toda una estrategia de demora cuando la señal de una desgracia aparece en el horizonte de la aldea, un muerto, un cadáver desata toda una serie de acontecimientos que le sirven al cuentista para engastar en el hilo principal de lo narrado, una serie de pausas descriptivas, digresiones subjetivas y un cúmulo de imágenes sobre el sentido de la vida, el valor de la paternidad y el amor y sexo que nos dejarán deslumbrados si le permitimos guiarnos a su manera, por supuesto, por mundos desconocidos y explicados con la lentitud de quien se regodea en la literatura y consigue expresiones anticuadas, en desuso, trasladando nuestra habitual prisa a un segundo o tercer plano.
Releer a Leopoldo María Panero, veinte años después, es reconocer entre los tres textos de Palabras de un asesino uno de los más bellos principios de relato —en “Aquello que callan los nombres”— que contradice todo lo que hoy tenemos por tal, donde reconoceremos algún poemario del autor, y en los que la mano de la literatura forma parte siempre del discurso utilizado así como esa cadencia de la condena, la retórica del suicida, el abandono de toda esperanza:
«Me cansa escribir cuando la fiebre es tanta, cuando la luna quema, y quema tanto, ese brillo de locura en medio de la noche. Me fatiga, me deja exhausto este estúpido movimiento de la mano sobre el papel que quiere, quizás desesperadamente, dar sentido a una vida borrada, desaparecida como por encanto. Lo corriente en este tipo de confesiones dolientes hubiera sido así empezar por revelar mi nombre, mi condición y mi esencia, pero llegado a este punto, por el contrario diré tan solo que no sé quién soy yo, que soy para mí un misterio, y me contemplo en el espejo alucinado, asombrado, como quien está frente a un monstruo».
Qué ternura dolosa, qué espectáculo de recursos, repeticiones, sonidos, melodías ínfimas que apelan a la destrucción del yo, a la quiebra fabulosa de la mente. El fantástico aparece en Panero a borbotones, como el terror y lo inexplicable, que se aúna a lo mítico para ponernos cara a cara frente a elecciones duras, difíciles de tomar y que no esperamos que en sí mismas contengan una solución a los problemas que plantea.
La destinataria de “Páginas de un asesino”, Franca, aparece y desaparece en unas páginas de novela inacabada —que es el subtítulo que portan hojas de una crueldad extrema, en donde la política no sale bien parada y el gozo del asesinato se glosa. Aparecen las totentanz, las danzas de la muerte, y abona el terreno imaginístico para que a nuestra mente aflore Holbein, resurja Callois y vislumbremos al Goya más tenebroso: cómo juega Panero con los colores, matices y claroscuros también asombrará a quien se asome por primera vez a estos pequeños —y no tanto— abismos por donde el cadáver de Peter Pan vuelve a asomar, la vulgaridad y la coprofilia, la identidad quebrada por la esquizofrenia o el recuerdo del sexo como verdad última.
“La luz inmóvil”, el cuento que cierra este segundo libro, es una historia extraña, incómoda y en la que muy hábilmente se introducen historias mínimas que conforman una suerte de catálogo de mise en abyme destinada a que la continuidad y el interés no decaigan. Decía que es incómoda, pero a la vez nos hace sentir que ya hemos paseado por esas calles de Londres, con su niebla y sus empedrados, porque Robert Louis Stevenson, por ejemplo, nos agarró del brazo y nos hizo caminar por las callejuelas por donde el doctor Jekyll caminaba deprisa hacia su laboratorio en busca de su doble maldito: una casualidad y una sucesión de pistas nos llevará a un descubrimiento sorprendente y cuya atmósfera será —por usar el adjetivo de privilegio para el arte— memorable, gracias a trabajo de pulido y reescritura que seguro debió utilizar el escritor. Lo notamos en la selección del léxico, en las repeticiones colocadas en su sitio justo, el narrador que tan pronto se acerca como se aleja, para abrazarnos o dejarnos en la soledad más tempestuosa, como a los protagonistas, a quienes hace meditar demasiado o desaparecer una vez han cumplido la función que tenían entre manos.
Quizá O’Brien y Machen sean los artistas verdaderos y Panero únicamente su traductor, porque “La visión” y “La luz inmóvil” son de su autoría respectivamente: Panero elimina partes, como dice Túa Blesa, y añade otras, y sus adiciones son más largas que lo escrito por el propio autor: ya nos advierte el prologuista que Panero «más que traducir, corrige.»
Así, los conflictos adquirirán tintes dramáticos porque nos enfrentamos a un mundo incomprensible, cargado de maldad y donde las razones crueles de la violencia se impondrán en los más débiles, e incluso los mejor validos comprobarán que la locura se aposenta en sus cabezas, la decrepitud en sus cuerpos y los libros no bastarán para sanar el alma, sostener la memoria o abrazar a alguien querido en la memoria.
Panero se permite, dentro de la coherencia que sus personajes requieren y el tono de la narración que tomemos, un toque cursi o cultureta o malévolo que encaja con el carácter que impone a sus protagonistas; utiliza a la perfección la herramienta barroca de la diseminación-recolección asombrándonos por la capacidad para manejar una cantidad de elementos que esparce y nos los presenta organizados casi al finalizar el relato; toma el tiempo y el espacio y si con este es capaz de transformarlo y aunarlo con los sentimientos de los personajes, sus disoluciones mentales y las meditaciones que realizan, para dar forma y manipular una atmósfera, construida a pico y pala con sustantivos poderosos y adjetivos muy medidos, reiteraciones —una lluvia que no cesa de caer, unos colores desvaídos, un frío que se siente pero no se nombra…—, con el primero, el tiempo, es notoria su capacidad de esculpir segmentos de tiempo y alargarlos como quiere: las dilataciones son su especialidad y en ellas incrustará como gemas preciosas, delicadas y sutiles redes nuevas, con historias que se desgajan para dar forma a otras y estas a otras: que nadie se preocupe, porque finalmente, al recoger los cables, están todos, limpios, horadados solo por nuestra lectura y ahora sí, al acabar las piezas es donde recurriremos a la memoria y ciertas frases, ciertas imágenes no las olvidaremos fácilmente.
Las advertencias y avisos que nos proporcionan ciertos narradores nos las tomaremos a modo de indicadores para no perdernos dentro de la locura, el dolor o la muerte que previsiblemente aparecerán. El sorprendente manejo de recursos literarios que Panero poseía no asombrará a nadie que haya leído sus poemas o se haya acercado a sus traducciones, pero sí que despertarán interés esas relaciones personales tan bien contadas entre los protagonistas, esas pequeñas autorreferencias —nombres, apellidos, libros, teorías psicológicas, rasgos del fantástico, lecturas compartidas…—, las aventuras sexuales y sus desviaciones —pero ¿quién impone los interdictos?, ¿qué es un tabú?, ¿los límites los impone el capital, la Iglesia (que parece que no tiene), alguna sociedad secreta que hay por ahí escondida…?—.
Al final de la lectura resuenan frases, ecos de nuestras vivencias y sobre todo una pregunta que machaconamente vuelve, una y otra vez, sin descanso y con la repetición del sonido del péndulo que va y viene y va y viene:
«¿Por qué, y con tanto cuidado, nos destruimos?»
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