Domingo Ramírez, narrador y protagonista absoluto de Caminaré entre las ratas, dice sobre una de sus novelas: «la empecé a escribir en 2004, poco después de cumplir los treinta años y pretende ser una indagación generacional sobre la crisis de los treinta en la España de 2003».
Siguiendo estas palabras, bien podría describirse Caminaré entre las ratas como una indagación generacional sobre las consecuencias de la crisis global de 2008 (la novela tiene lugar en 2013), donde el neoliberalismo asfixiante comenzaba a dar paso a los primeros brotes de fascismo, todo ello desde el punto de vista, esta vez, de un personaje a punto de cumplir los cuarenta.
Podemos destacar algunos comentarios políticos, sociológicos del narrador sobre la sociedad española:
«El verdadero sueño del patriota español, de esos que llevan pulseritas y cuellos de polo con la bandera rojigualda […], era que sus hijos estudiasen en Estados Unidos, que hablasen mejor inglés que español, y se emocionaban con nostalgia verdadera cuando recordaban el brillo de las luces de Navidad en el Times Square de Nueva York. Nada le gusta más al patriota español, de los que boicotean la compra de productos de Cataluña, que tomarse un café en un vaso de plástico del Starbucks.»
Pero delimitar la novela a solo eso sería cercenar su ambición de totalidad. Porque aquí Pérez Vega trata de reflejar una vida entera. El narrador, obsesivamente, nos provee del más mínimo detalle relacionado con su vida, con una prolijidad angustiosa. Se nos muestra la vida de Domingo Ramírez, un hombre que se siente fracasado en todos los ámbitos vitales: laboral, literario, afectivo, sexual, existencial… Conocemos a sus amigos, a su familia, a sus parejas; conocemos sus ideas políticas, económicas, filosóficas; se nos enumeran sus peripecias literarias, sus lecturas, sus pasadas y futuras novelas; sabemos las veces que se masturba, las veces que mea, cuándo le duelen las encías y cuándo se toma un paracetamol o un ibuprofeno. Un nivel de detalle que se mantiene inmisericorde a lo largo de 343 páginas, que apenas descansa en elipsis, y que podría hacer pensar en una especie de levantamiento forense de la vida del narrador. Uno se siente también tentado de pensar en Domingo Ramírez como un narcisista de izquierdas, alguien que se preocupa de corazón por los demás, pero que paradójicamente es incapaz de dejar de pensar en sí mismo, y vuelve obsesivamente a sus traumas vitales (el cambio de carrera en la universidad, el rechazo de las mujeres, su procedencia, su clase social) ataviado con una autocompasión que niega al inicio pero que, tal vez sin él apreciarlo, recorre cada una de las páginas. Efecto que se refuerza cuando, durante la lectura, podemos percatarnos de que el único personaje con fuste, con entidad, es el propio narrador, al lado del cual el resto de personajes palidecen como fantasmas sin entidad alguna, meras comparsas que están ahí solo para darle la réplica a Domingo, como excusas que le permitan excavar en su pasado, en sus ideas y en su obra (con la posible excepción de Sara Santacruz). Caminaré entre las ratas, por tanto, es una novela de un solo personaje, un personaje complejo, contradictorio, profundo.
Es cierto que la apuesta es arriesgada, que tal vez Domingo Ramírez no sea del gusto de todos los lectores, pero conforme vemos cómo se va quedando cada vez más aislado, más triste, más angustiado (siempre rodeado por esas ratas gigantes, ominosas, que inundan la ciudad y a las que nadie parece hacer caso) comenzamos a comprenderle. Si al inicio su reacción ante la marcha de su querido amigo Marinelli parece excesiva, unos cientos de páginas más adelante entendemos por qué era tan importante para él, por qué, de algún modo, significa el inicio del desmoronamiento final. Con esto quiero decir que la descripción tan detallista de todo aspecto de la vida del narrador acaba funcionando, porque el lector siente empatía por ese pobre desgraciado, entiende sus fracasos sexuales, literarios y laborales. Y no solo los entiende, sino que siente con él la asfixia, la angustia y la depresión.
Esta empatía se va construyendo línea a línea con pequeños pasajes:
«Cada día me pregunto de modo más intenso qué busco al abrir mi correo electrónico, quién pienso en realidad que va a poder escribirme, por qué sucumbo (varias veces al día) al rito diminuto de buscar en Hotmail una nebulosa alegría que casi siempre va a ser defraudada.»
O cuando habla sobre sus ambiciones literarias, con una sinceridad auténtica y en cierto modo desarmante:
«Y es aquí cuando me percato, o tomo en consideración al menos durante unos instantes, de que una enfermedad solipsista, que tiene que ver con la literatura pero todavía más con un deseo de grandeza, o de influencia en los otros o con un ego herido, me corroe.»
La trama es, por tanto, solo una excusa para poder desplegar una personalidad, para poner a actuar un personaje. Por ello, las inexactitudes y huecos que pueda haber en ella son secundarios, lo que importa de verdad es ver cómo piensa y siente Domingo Ramírez.
Hay un pequeño pero a todos estos buenos mimbres: las erratas, los errores de mecanografiado. No obstante, esta cuestión, fácilmente subsanable en futuras reimpresiones, no debería deslucir un buen texto, una novela de sana ambición y cuya lectura bien merece la pena. Una novela que transciende las erratas que pueda contener para levantar el reflejo de una época, de un espíritu.
Solo tengo que recordar para corroborar esto, que, en cuanto tuve la novela en mis manos, la hojeé por encima, leí la primera página, como hago siempre, con la idea de posponer su lectura para más adelante, pero, sin embargo, y esto no sucede a menudo, esa primera página me atrapó y no dejé de leer hasta concluir su lectura.
¿Por qué los facharrojos se burlan de esa caricatura de patriota español que solo existe en sus cabezas y no de los patrioteros racistas catalanes de izquierda que llevan el pin con la estalada o con la del PNV, otro partido xenófobo de origenes racistas?