Lina Meruane, Avidez, Páginas de espuma, 2023
El brillo singular de un oscuro regocijo
Los cuentos de Lina Meruane son literarios, incómodos, preocupantes y tienden puentes hacia la reflexión sobre problemas como la pobreza, la sordidez —qué es la pobreza sin decoración— o la familia —que puede ser pobre o rica, pero siempre o casi siempre, lastre.
Avidez se construye con materiales de derribo, síntesis perfectas, elipsis animales que, desbocadas, nos dejan con el corazón lector a juego: perros jadeantes, los ojos se me iban tras algunos párrafos a páginas atrás, ávidos, sí, de buscar la información no dada, elíptica, y comprendí mejor el título al releer el primer relato, un prodigio del misterio, lo sobreentendido, el silencio: “Platos sucios” está escrito como si Hemingway hubiera estado sobrio y le dictara a Burroughs sustantivos, algún verbo, un maldito nexo que “ayude a la pobre gente que se acerque a leer esto”.
Los trece relatos —sí, el numerito— que componen esta obra son recolectados por Meruane, intervenidos —como se dice ahora— recompuestos, reescritos y presentados como trece flores malditas, incómodas, de aroma sospechoso, drogadicto y elesedeico que conocemos de trasiegos oníricos lejanos y ahora la escritora nos muestra con una sonrisa que reta a saber que:
1-La familia como propotipo de institución feliz: olvídate, criatura.
2-Los vínculos materno-filiales amorosos: olvídate.
3-Entre lo que se dice y lo que se silencia, las explicaciones sobran.
4-La lectura participativa, colaborativa, activa es necesaria: absténgase de asomarse a este libro quienes practiquen lecturas pasivas, explicativas, sin sugerencias.
Los textos que componen el libro se traducen en temas desagradables, personajes incomprensibles y tratamientos radicales: al terminar la lectura primera, el miedo surge y se desparrama por la piel. La relectura no es mejor, pero sí aclara vínculos, dudas, vacíos. Meruane es una de las nuestras: elegante, decidida, destructora de tranquilidad, devoradora de tradiciones.
Uno de los recursos utilizados en el libro —de apenas ciento diez páginas y cargado de literatura— y utilizado más como muerte que punta de anzuelo —esa parte que transforma al pez en pescado— es el estilo directo libre, porque nos atrapa sin remedio y hace que nos ceguemos en esas palabras: no nos planteamos el artificio, lo engullimos con ávida pasión lectora y nos convertimos en quien habla, y ya, más que atrapar, el verbo sería rendir. Nos rinde ese juego dialógico de avisos y alertas sobre quién puede estar utilizando el diálogo, pero la verosimilitud es lograda y nos dejamos ir hasta donde Meruane quiera.
En el afán de no destripar relatos, de ir componiendo un fresco lingüístico por el que apetezca discurrir por el libro de Meruane, pensaba que los narradores, las narradoras, cuanto más leía y volvía atrás serían dignas figuras de comentario: la sugestión narrativa también están en ese elemento que informa de quién cuenta la historia y las historias son como son por ellos, por su posición y punto de vista, por sus palabras, lo que expresan y lo que callan. Algún narrador es más molesto que otro. Otra, recibe informaciones que la convierten en sobreviviente y por tal motivo, para vivir, nos cuenta que le cuentan que comete acciones nada loables. Encontraremos primeras, segundas y terceras personas de singular junto a algún relato contado en primera persona del plural. Es una especie de despliegue de sujetos narradores que abarcan (ellos/nosotras) enfrentamientos dialécticos, y pasan por abarcar todas la gama de relaciones de subjetividad (desde el yo más rígido al más voluble que presentimos poco fiable, enfermo o no muy sincero) pasando por el tú (difícil y acertada opción con la que termina el libro, ya que parecemos ser protagonistas de la acción última, y vaya acción durante esa «larga noche que no acabará nunca» de Aitana) y desembocando en los distinto métodos de utilizar la tercera persona singular.
Hay mucha hambre entre estás páginas. Hay sexo, muerte y descomposición, pero sobre todo hay una desesperación que nos tira de la piel al leer los relatos como si lo hiciéramos a la intemperie, porque el desnudo que poseen los personajes —físico, moral, intelectual a veces— nos lo impone la escritora como si fuera nuestro y es insoportable recordar ciertas cosas, algunos hechos, determinados impactos reales que por conveniencia olvidamos para poder resistir noticias, opiniones, abrazos.
En este libro hay una exquisita y definitiva poética del cuerpo en la que la piel es partitura y los tendones el pentagrama por donde cuelgan notas que son ojos, miradas y supuestos; en el aire oímos los aromas de la mierda, la descomposición y la enfermedad; no dejarán de sonar sinfonías de sangre y conciertos de músculos desgarrados con los paralelismos lingüísticos de onomatopeyas o repeticiones significativas o juegos lingüísticos que nos recogen y protegen dentro del propio relato para que no perdamos el hilo en ese enmarañado laberinto de nervios y fluidos, pero para que tampoco escapemos del todo, porque qué sería del Minotauro sin el héroe, y en este caso las heroínas leemos, como inyectadas en arterias que provocan paros y taquicardias, y arden las letras como cuerpos y seguimos con la vista el desarrollo corporal de niñas y niños y viejos y personitas que son más de una en sí mismas o que fueron más de una y siguen pensando y hablando como si lo fueran y en fin, en fin, un respiro.
Transmite Meruane algo más importante quizás, que lo dicho hasta ahora: predica sin pontificar sobre la diferencia y esto siempre es interesante porque vivimos en un mundo en el que corre peligro cualquier subversión de la oficialidad y por más que se empeñen, siempre vienen del mismo lugar: único pensamiento, fascismo, verdades a medias, generalizaciones… Este libro —la autora— apuesta por mostrarnos vidas destrozadas desde dentro con una contención que a veces estalla; observa de manera íntegra y cuenta de manera salvaje. Qué mejor manera de hacernos saber que lo diferente existe que desde un lugar interior al lado de o siendo la protagonista del relato.
Las mujeres —viejas, niñas, jóvenes— son la parte más significativa del conjunto de relatos. Son las que viven, mueren, pelean, sueñan o se desgañitan por otras, por el resto de personajes que parecen y el elenco no es pequeño, pero Meruane selecciona tan bien a quiénes prestar más atención que las secundarias quedan componiendo y tejiendo su parte del cuento de manera natural, sin interrumpir o despistar. Las tramas están armadas para que lleguemos con plena información al que parece ser el único final posible del relato, ya sea más o menos abierto: devastador, insoportable y medido.
Podemos descubrir un par —hay más, claro— de formas de relatar de Meruane, para ir abriendo boca a quienes se anime a destejer venas literarias o destrenzar cabellos de muerto: o lo natural se enrarece hasta límites complicados con la garganta de gato llena de bolas de pelo —así se leen algunas páginas incomodísimas, brillantes y sensibles— y nos dejamos caer en una extrañeza que por fundamental entendemos que forma parte de la mecánica de la escritora, delicada y sutil, o viceversa: lo raro y extraño, lo marginal es presentado como un espacio donde convivir con alguien o algo que hay que superar, por eso el conflicto en los relatos de Avidez es dispar, entretenido, táctil, oloroso, pegajoso, se saborea en el paladar y la memoria, tiene colores que chorrean a la vista y huelen a óxido carmesí y pasamos las páginas como aceitosas muestras literarias de lo extraordinario, conscientes de que libros así se concretan pocas veces en la vida lectora de alguien.
Con las ganas que tenía yo de leer a Lina Meruane. No imaginaba yo que enfrentarse a su literatura provocaría que el lenguaje, los recursos, los temas, los personajes y las tramas, el cómo más que el qué me llevara a sacrificar tiempo en entender que la sangre, la piel y el sexo podrían causar adicción, literaria me refiero y que ahora quiera leer todo lo que haya hecho Meruane antes.
«…nos besamos con ansia, con asco, con furiosa avidez».
«Con ellos tan cerca de nosotras tuvimos la certeza de que no solo olían a gato mojado sino que a sangre de cerdo acuchillado, a adrenalina, a miedo, a mierda».
El sadismo, el masoquismo y su cópula, la cópula del castigo disfrutado tanto por parte de quien lo inflige —repito: ya sea moral, intelectual, psicológico o físico, corporal, somático, tangible— a resultas de un pedido, una exigencia, un ritual… como por parte de quien lo recibe, quien disfruta el daño, el dolor, quien sufre los moratones, chasquidos de huesos rotos y pieles amoratadas, experimentan así un tratamiento naturalizado en algunos fragmentos, doliéndonos el dolor ajeno, que lo hacemos nuestro, disfrutando el daño recibido literariamente por algunos personajes.
Hay honduras inasibles en estos relatos: hay huecos profundos en las mentes y hoyos en cuerpos, pieles y pliegues de carne: hay concavidades muertas y otras muy vivas, chisporroteantes de deseo, de ansias, de codicia sensible al cambio que puede suponer perder el pequeño e ínfimo papel que la vida nos ha dado y la pelea ha de ser trágica, continua, una defensa sin parangón para cuando venga el mal que ha de llegar, porque parece anunciar el libro, sus filamentos y esquinas, un fin del mundo en cada página final de relato, un apocalipsis inminente que nos lleva a la duda, al desasosiego más innato y filosófico —o metafísico— y aspiramos a una violencia que por señalada, avisada o advertida por Meruane, no es menos en nuestras carnes sedientas de leer más para saber mejor, porque sí, claro: hay una postura esencial de la autora respecto a lo que pasa, sufre o vive, por ejemplo la niña que es lamida por La Negra en “hambre perra”, pero —como diría el Chapulín Colorado— «no contaban con mi astucia» literaria, parece decirnos Lina Meruane, y como autora parece que no existe, parece desaparecer entre esos hedores de vida corrupta, de lúmpenes extremos, de «cola dura», «grupa carnosa» y «sábanas sucias».
Si Borges escribió su Pierre Menard, Lina Meruane posee su “Dientes de leche” donde, con asombro, contemplamos una fértil y mínima —apenas dos páginas— reescritura del Quijote —más bien, una amputación del mismo— hambrienta, más si cabe, cuando las babas remiten a la sangre, a los cuajarones de pena, al destino nada sutil que de sutil manera nos transcribe la autora y que será, como el de otros personajes, el que tendremos que ir descubriendo a medida que reconozcamos elementos, intertextualidades y no nos dejen indiferentes los artificios de que es capaz hacer gala la chilena sin por ello mostrárnoslos. Habíamos dicho que Meruane como narradora es elegante y literaria. Sanguínea y nutriente. Profunda y rasposa. Terrorífica y disforme.
«Habrá que contarles otra historia, se dijo la escritora…».
Hay metaliteratura en este libro como se insinuó antes, pero quizá más palpable es la aparición —y desaparición cuando interesa para no dejar huellas lingüísticas ni literarias de la misma, como discurso mantenido sobre dos tableros complementarios: la ficción y la literatura como producto histórico—, una aparición leve y apolínea o bronca y dionisíaca de la escritura: nos lleva a pensar en personas que dedican sus vidas a esto de escribir, a hacer literatura y mantener mundos posibles o probables, verosímiles para reunir, dentro de un mundo capitalista que nada tiene que ver con la imaginación y aunque, como decía Juan Carlos Rodríguez, la literatura no ha existido siempre, Meruane propone un debate sobre los usos primitivos, casi orales —en algunos relatos la oralidad es si no total, cas imprescindible— de comunicación más literaria, es decir, armar una historia con un propósito firme de que posea un inicio, un desarrollo y un final, si bien estas tres patas no tiene por qué componer una hermosa y visible y reconocible silla como una Queen Anne en un salón inglés, sino, digamos, la cochambre pura del destartalado y real espacio de la covacha de un polígono.
¿Merece la pena este libro entonces con todo lo dicho, sus púas y ponzoña, su discurso sin concesiones y la literatura fluyendo como sangre, semen o sudor por sus páginas? La respuesta corta es sí. La larga acaban de leerla y termina con una palabra de tres sílabas, afiladísima: Avidez.
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