La primera vez que oí hablar de Raquel Cusk (Canadá, 1967) fue en un artículo de Alberto Olmos. En una de sus columnas de Mala fama, escribía sobre literatura femenina y destacaba la trilogía de Raquel Cusk, formada por A contraluz, Tránsito y Prestigio, publicadas en España por Libros del Asteroide.
En septiembre del 2020 visité la biblioteca Eugenio Trías, ubicada dentro del parque del Retiro en Madrid, y al ver que estaban disponibles los tres libros los saqué en préstamo.
Una escritora inglesa recibe una invitación para impartir un curso de literatura creativa en Atenas. Sobre este viaje a Grecia y los encuentros que va a tener con diversas personas trata esta novela. Rachel Cusk nació en Canadá en 1967, pasó su infancia en Los Ángeles, y en 1974 su familia se trasladó a Reino Unido, donde ha seguido viviendo hasta la actualidad. Así que la experiencia vital de Cusk es más la de una escritora inglesa que canadiense. Al leer A contraluz el lector puede pensar que la escritora protagonista de la novela es la propia autora. Diría que Cusk juega a este equívoco. Durante la mayoría de las páginas del libro, sin embargo, la narradora no desvela su nombre, pero en la página 186 –ya cerca del final– se revelará que se llama Faye, y que, por tanto, se marca así una distancia entre escritora y narradora.
Alberto Olmos llamó a esta trilogía de Cusk «autoficción del otro». En gran medida, la apuesta de Cusk es la de ocultar la vida y los pensamientos de su narradora para dar voz a las personas con la que se encuentra.
Faye toma en Londres un avión camino de Atenas, y su «compañero de vuelo» (así será designado en toda la novela) le empieza a contar su vida. Proviene de una familia griega, que cuando él era niño emigró a Inglaterra y se educó allí. Ahora, de nuevo, vive en Grecia. El compañero de vuelo le empezará a narrar su vida a una desconocida hasta unos grados de intimidad desconcertantes. Principalmente, le hablará de sus exmujeres y procesos de divorcio. En algún momento la narradora se cuestionará, ante sí misma, por la verosimilitud de lo que está escuchando, presuponiendo que su compañero de vuelo está adornado alguna historia, para quedar mejor él que sus exmujeres. En los días que va a pasar en Grecia, y que van a constituir el tiempo narrativo de la novela, el compañero de vuelo llamará a Faye más de una vez para sacarla a navegar en su barco, y seguir contándole la historia de su vida.
Al principio, durante los primeros capítulos de A contraluz, la propuesta de Rachel Cusk me estaba pareciendo un tanto artificiosa. Ella no cuenta casi nada de sí misma, pero en cambio nos describe de forma detalladas las conversaciones que tiene con las personas que se va encontrando, y estas conversaciones –muy lejos de estar constituidas por banales conversaciones de ascensor– siempre son a corazón abierto, y tratan principalmente de las relaciones de pareja y su final, y de los hijos.
En Atenas, Faye quedará con Ryan, un amigo escritor irlandés, con el que hace tiempo que no se ve, y éste también le contará sus intimidades y los altibajos de sus relaciones. En este caso, al tratarse de un escritor, que además comparte idioma materno con la protagonista de la novela, la propuesta parece tener más sentido lógico: Ryan sí posee la profundidad de reflexión y la capacidad lingüística para expresarse como lo está haciendo; algo más dudoso en el caso del compañero de vuelo.
En realidad, se dinamitan en A contraluz algunos de los principios lógicos de la construcción de una novela: si nos fijamos en la historia de Faye, en el avance anecdótico de lo contado, esta novela carecería de tensión narrativa. Además, los personajes con los que se encuentra la narradora se sinceran con ella de un modo muy rápido, y con una gran capacidad de análisis sobre su vida, algo que no parece muy realista.
En el curso de escritura creativa, los alumnos de nuestra escritora también contarán historias sobre ellos mismos. Me estaba extrañando que, siendo estos alumnos griegos de diversas edades y condiciones, ninguno tuviera problemas con el inglés, idioma en el que se imparte el curso. El compañero de vuelo, que se ha educado en colegios ingleses, sí comete algún error con el idioma, algo que queda registrado para el lector, pero no lo hacen los alumnos griegos del curso literario. Hacia el final de la novela, Faye se encuentra con otra escritora que también ha acudido a la ciudad para impartir un taller literario y saca este tema; dice la nueva escritora: «No estaba muy segura de cómo iría lo de la barrera lingüística: escribir en un idioma que no era el tuyo se le hacía extraño. Ver a la gente obligada a utilizar el inglés casi te hacía sentir culpable, pensar en esa parte de ellos que perdían con la traducción, como quien, expulsado de su hogar, debe llevarse solo lo imprescindible.» (pág. 203) Me ha gustado leer esta reflexión, porque hasta entonces (en la página 203 solo quedaban 15 para el final) esta barrera del idioma no parecía existir. Faye queda con personas griegas y con ellas se establece una conversación en inglés con total naturalidad; de hecho, parecía hasta extraño cuando, estando en un restaurante, nos cuenta Faye que su interlocutora se pone a hablar en griego con un camarero, cuando lo lógico –según alguna implacable lógica anglosajona– sería que cualquier persona, de cualquier rincón del mundo, pudiera expresarse, con un gran nivel de hondura, en inglés.
La narradora, sin embargo, bajará la guardia en algún momento y nos dejará ver algunos de los problemas de su vida personal: ha sufrido un proceso de divorcio no hace mucho, y se ha tenido que trasladar con sus dos hijos del campo a Londres. En la gran ciudad, tiene problemas para poder comprar una vivienda.
He señalado algunos de los artificios de la construcción novelística, que han hecho que me costara aceptar la propuesta. Sin embargo, en algún momento he aceptado el pacto narrativo que debía establer con Cusk, me he relajado y he acabado disfrutando de A contraluz. Rachel Cusk podía haber elegido escribir un libro de relatos, cuyos cuentos fuesen las historias que ha puesto en la boca de los interlocutores de Faye en la novela. Estas historias son buenas en su mayoría, tienen profundidad y fuerza, y están contadas por una gran narradora. Pero, quizás resulte más difícil, como ya he apuntado, hacerle creer al lector que alguien puede cruzarse en un viaje de varios días con un número azaroso de personas y que todas hablen (más de la mitad en un idioma además que no es el suyo) con tanta coherencia y hondura de sus relaciones personajes o sus hijos. En algunas narraciones se entra de refilón la mala situación económica de Grecia, pero éste no parece un tema que le interese mucho a Cusk, cuyas obsesiones se vuelvan sobre las relaciones de pareja y la evolución de los hijos.
A contraluz, tras alguna reserva sobre su construcción, y lejos de parecerme una novela perfecta o revolucionaria, me ha acabado gustado cuando he decidido rebajar mi capacidad de análisis sobre su verosimilitud, y me he dejado seducir por la fuerza de las pequeñas historias que contiene. Ya estoy con Tránsito, la segunda novela de la trilogía. En unos pocos días os cuento qué tal.
Editorial Libros del Asteroide. 218 páginas. 1ª edición de 2014; ésta es de 2016.
Traducción de Marta Alcaraz
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