Llegaron al albergo Roma y él se sentó en una silla del vestíbulo, mientras ella hablaba con la mujer del mostrador. Entonces no lo pensó, pero luego se dijo que todo había resultado demasiado fácil. La dueña del albergue había accedido a mostrarles la habitación después de una breve conversación y ahora subían acompañados por una criada que parecía más preocupada en continuar con su limpieza (había aparecido con un cubo y un trapo en la mano) que en examinarles con la mirada e indagar mentalmente sobre sus motivos o sus intenciones. Él había permanecido mirando a la calle todo el rato. No había querido oír lo que se decían las dos mujeres. Ni siquiera había querido seguir la conversación a través de sus miradas y sus gestos. Si hacía un pequeño esfuerzo, podría imaginar bien en que había consistido todo. Incluso, si quisiera, podría intentar reproducir las palabras exactas (y seguro que no tendría muchos errores). Suponía que no serían los primeros que querían ver ese cuarto. Y sabía bien que ella no tendría ningún escrúpulo en rogarle si era necesario.
Ahora miraba a la criada en silencio, que subía ágilmente las escaleras aunque no era una mujer joven. Y notaba como a cada peldaño su respiración se hacía más dificultosa.
Por fin llegaron frente a la puerta cerrada. La criada no perdió el tiempo.
–Luego volveré a cerrar –les dijo. Y se marchó sin decir más ni molestarse en esperar a que entraran.
La habitación estaba en penumbra. En un primer momento, él agradeció una cierta sensación de frescura que muy pronto se disipó por completo. Cuando se cercioró de que realmente estaban solos ella cerró la puerta y se dirigió directamente hacia la cama. La habitación estaba tal y como la había dejado su último inquilino. Nada había sido cambiado. Pero ella no se molestó en mirar la percha o el teléfono o la lámpara o las cortinas. Se quedó inmóvil frente a la pequeña cama con cabecera metálica (una cama como cualquier otra, que no había sido usada desde hacía casi una década) y esperó a que él se alejara de la ventana y se acercara a la cama. Siempre hacía lo mismo. En todos los hoteles, en todas las habitaciones. Los primeros minutos de soledad y de intimidad no eran para ella. Pero ella sabía que tenía que esperar. Y esperar en silencio. Sabía que él tenía que cumplir con su rito. Si no podía mirar por la ventana, se le secaba la boca, el sudor le caía copiosamente, sus ojos se abrían como platos y se llevaba las manos desesperadamente a los botones de la camisa: parecía que se fuera a ahogar de un momento a otro.
“¿Qué se ve?”, podía haber preguntado (como otras veces). Pero esta vez esperó en silencio. No tenía por qué decir nada.
Tampoco recitó ningún verso (“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, pensó inevitablemente, y se perdonó a si misma semejante torpeza). Se quitó sus zapatos y se tumbó en la cama. No hizo el menor ruido. Cuando estuvo situada en el centro de la cama, con los brazos pegados al cuerpo y las piernas ligeramente separadas, empujó discretamente su cuerpo hacia arriba y hacia abajo, para comprobar si los muelles chirriaban y después, al descubrir que sí, que en efecto chirriaban, separó un poco más sus piernas y estiró los brazos todo lo que pudo. Finalmente, sintiéndose bien segura de su posición, volvió el rostro y le lanzó una mirada pícara.
Aquella era la segunda vez en una semana que ella le dirigía ese tipo de mirada. Hasta ese momento él había intentado no pensar en ello. Le gustaba esa mirada. Ella sólo miraba así en momentos como ese. No es que sus otras miradas no le gustasen también, ni que ella no se mostrara dulce, cariñosa, picara, perversa, juguetona, astuta, lasciva, en otros momentos, pero sólo en las ocasiones especiales y en los lugares especiales ella podía trasmitir todo eso en una simple mirada y además hacerlo de un modo tan limpio, tan puro, tan descarado, tan seductor y tan totalmente ausente de vulgaridad, de malicia o perversidad. Esa mirada, que jamás nadie en el mundo podría catalogar de inmoral, (por mucho que fuera la señal convenida para algo que, más que inmoral, muchos hombres y algunas mujeres considerarían sacrílego o escandaloso), era la mirada con la que ella le decía que estaba dispuesta para recibir no su hombría ni su placer ni su deseo sino su vida, la vida que él aún le podía otorgar. Y eso era algo que él no podía dejar de percibir como lo que era: como algo sagrado, como un rito secreto e íntimo, incomprensible para los no iniciados, que, como todos los ritos, trascendía con mucho la mera categoría de símbolo o de metáfora. No. Él siempre sentía una punzada de dolor indefinido en esos momentos. Sabía que debía reponerse y lo hacía. Pero aquello le llenaba de angustia y, a la vez, le sumía en un estado de tranquilidad absoluta, de serenidad. Era como si su sangre se volvieran sólida. Como si, por algún prodigioso experimento de alquimia, su naturaleza se volviera temporalmente metálica. Así se sentía, temeroso en los momentos previos, duro e insensible después de la trasformación. Y finalmente liquido, finalmente diluido en sudor, en un ser acuoso y movedizo. Pero era algo inevitable…
Sin pensárselo dos veces, se descalzó y trepó lentamente hasta el colchón. Se colocó sobre ella y trabajosamente, parándose de vez en cuando para quitarse el sudor que le resbalaba por la frente, acopló su sexo al suyo y, aunque se sentía cansado y enfermo, trató, como hacía siempre, de complacerla. (En ese momento, si alguien le hubiera preguntado qué estaba haciendo hubiera respondido que “Tirando de un mercancías pesado por una cuesta larga”. Pero nadie le preguntaría nunca tal cosa. Y él, por otra parte, se sintió tremendamente satisfecho cuando logró llegar a la cima de la cuesta sin que ella hubiera tenido que ayudarle.) Todo había ido bien. Y ninguno quería estropearlo con palabras. Aunque no disponían de mucho tiempo, tardaron unos minutos en levantarse. Permanecieron inmóviles sobre la cama sin deshacer, sobre la cama que aún, a pesar de los años de polvo, calor, nieve, lluvias y viento, continuaba oliendo a muerte (mejor no pensarlo), y tal vez aún estarían ahí si ella, al sentir que algo húmedo y pegajoso resbalaba por la umbría de sus muslos, no hubiese comprendido de pronto, como si un rayo repentino le hubiera hecho ver las dimensiones enormes de la caverna oscura donde acababa de caer, no sólo dónde estaba ni lo que había hecho (que ya era suficiente) sino que aquella sustancia sobrante podía manchar la sábana marchita e inmaculada. Entonces se incorporó de un salto y al hacerlo, le golpeó involuntariamente en el estómago y le hizo gritar de dolor.
Ese grito (que él lamentó más que ella), se elevó como una sombra negra sobre ellos, sobrepasó la puerta cerrada y se precipitó por el oscuro pasillo. Se arreglaron como pudieron y, entre los dos, alisaron la sábana. Tras una última inspección, ella llamó a la criada, que apareció sospechosamente rápido por el largo pasillo (quizá el grito la había prevenido). Bajaron las escaleras en silencio.
Ella se despidió de la dueña y dejó algo en el mostrador (¿un billete?) que la dueña escondió rápidamente en algún bolsillo.
De regreso a la calle, él se atrevió a preguntar qué tocaba ahora. Pero ella estaba demasiado pendiente de mirar los números de los trolebuses como para oír la pregunta. El calor del verano y el sol del mediodía habían vaciado las aceras. Mientras esperaban su trasporte él se resguardó en un portal buscando una sombra exigua y casi inútil y bajó la mirada porque la reverberación de la luz le dañaba los ojos. Ella se ocupó de las cuestiones prácticas, como siempre.
Llegaron a la estación de ferrocarril y ella se sentó en un banco. Allí, una vez se quedó sola (no había tenido que mandarlo a la cantina, pues él mismo se había ofrecido a ir a comprar algo fresco para beber) cogió su diario, rebuscó la lista, tachó un nombre (Pavese, al final todos somos un simple nombre) y, junto al nombre tachado, escribió una fecha y el número de días que habían pasado desde su última menstruación. (Dos semanas y un día. Un buen momento.) Como siempre que realizaba el mismo acto (curioso que lo pensara entonces y no antes) recordó las palabras del doctor: Seis meses. Puede que más. Puede que menos. Esas palabras, algún día, no significarían nada. Algún día no recordaría ni las veces que las había repetido deseando que no significaran nada, desando que fueran unas palabras anónimas escuchadas involuntariamente en la sala de espera de una estación, como papeles o un pañuelo dejado caer por descuido.
Todos los médicos dicen lo mismo, había dicho entonces. Y luego se lo había llevado por el mundo, como una madre que tira de los brazos de un niño que se para delante de un puesto de una feria. De eso hacía ya cinco meses. Cinco meses era mucho tiempo, demasiado tiempo. Él estaba bien. No solía quejarse. El calor, este verano largo y tórrido del Mediterráneo, no ayudaba lo más mínimo, desde luego. Tal vez deberían haber dejado Italia para más adelante, pero…
Cerró la libreta con un repentino estremecimiento. Se levantó y fue a mirar al tablón de entradas y salidas de trenes. Tenía tiempo. Demasiado tiempo. Salió a los andenes y caminó al sol. El calor era insoportable y era una suerte no tener que llevar ninguna prenda interior debajo de su ancha y fina falda. El aire podía circular bien por entre sus piernas y no se sentía tan pegajosa y sucia como otras veces. Pero aquel día no corría ni el menor soplo de viento. El aire estaba estancado sobre la ciudad como ese olor a muerte que había percibido en la habitación del hotel Roma. ¿Cuánto más tiempo permanecería cerrada? ¿Sin ser usada por nadie? En realidad nadie tenía derecho a dormir en esa cama. Y si ella había hecho lo que había hecho había sido por un buen motivo. En Londres y en Berlín había hecho lo mismo y hasta ahora no sentía que hubiera transgredido ninguna ley. Miró su reloj y volvió a la sala de espera. Él aún no había regresado, lo cual no era extraño, pues la mayoría de los pasajeros se refugiaban en la cantina. Se sentó en el mismo banco y se puso a repasar las notas que había redactado sobre Salgari. El bosque (si aún existía) no debía estar lejos. Tal vez había hecho mal eliminándolo tan precipitadamente de la lista. El día era demasiado caluroso. Lo mejor sería cambiar el billete y esperar hasta la noche.
Quiso consultar su mapa y al levantar la vista descubrió que él estaba junto a ella. Había entrado a la sala de espera con dos bocadillos y una botella de agua, lo había depositado sobre el banco y ahora estaba observándola en silencio. Se preguntó cómo no había reparado en él antes. Luego, con cierta aprensión, preguntó en voz alta:
–¿Qué piensas?
–En la criada –respondió él.
–¿En la criada?
–Bueno, no exactamente. Pensaba en lo que la criada debía pensar de nosotros –le aclaró.
Ella quiso saber más. Le preguntó que porqué pensaba en eso.
–¿Te fijaste en ella? Si tuvieras que definirla en una palabra, ¿qué adjetivo utilizarías?
Ella se lo pensó un momento antes de responder.
–Eficiente, trabajadora… –dijo. (Había querido decir: sana, rebosante de vida, pero, obviamente, se había mordido la lengua.)
–Sí, vale… –murmuró él. Pero no es eso. O no es el que yo usaría…
–¿Cuál usarías tú? –Volvió a preguntar ella, con cierta aprensión.
–Indiferente. Indiferencia. Si tuviera que calificar su comportamiento, diría que era indiferente, que le éramos absolutamente indiferentes.
Había recalcado sus ultimas palabras, pero ella fingió no advertir su cambio de tono.
–Supongo que estará harta de enseñar la habitación a gente como nosotros –murmuró.
Aquello era un error. Y el comentario que él hizo a continuación se lo confirmó:
–¿A gente como nosotros? ¿A qué te refieres con eso?
–Bueno, tú eres escritor… Y yo… Yo soy periodista.
(Periodista de la sección de Decoración, de Horóscopo, de Efemérides, de no sé qué tonterías…, añadió mentalmente. Pero no dijo nada.)
Él sacudió su cabeza y se quedó en silencio. Era un silencio profundo, dolido. Ella quiso acariciarle la nuca, como hacía siempre cuando notaba que él estaba cayendo en ese pozo del que cada vez le resultaba más difícil sacarlo. Pero no lo hizo: él desvió el rostro hacia ella un segundo y le lanzo una mirada llena de repentina hostilidad. Ella se asustó. Sabía bien por qué rechazaba su caricia. Pero no sabía qué hacer en ese momento. Eran ese tipo de situaciones tan esperadas y temidas las que realmente le ponían nerviosa, y para no dejar traslucir su desconcierto y su miedo, cogió su bocadillo y empezó a comer sin levantar la vista.
No habló hasta que hubo terminado su comida. Entonces, al ver que él no había dado ni un bocado, le preguntó si no iba a comer.
–Comeré luego –respondió, lacónico.
Ella sonrió tímidamente. Al menos en su mirada ya no había hostilidad alguna. Dejó pasar varios minutos más. Luego se levantó para limpiar las migas del banco y de su falda. Él la miró en silencio. Observó como limpiaba concienzudamente el banco de madera y como se sacudía violentamente el vestido. En un momento dado, ella levantó involuntariamente la vista y se topó con sus ojos escrutadores. Se quedaron mirándose mutuamente en silencio durante unos segundos.
–Me gusta verte limpiar –murmuró él. Su voz era tan tenue que ella apenas entendió nada y sólo el movimiento de sus labios le hizo comprender que él realmente estaba hablando y que aquellas palabras que escuchaba no eran un eco lejano de su imaginación.
–¿Qué dices? –le preguntó, solícita, dispuesta a hacer un esfuerzo por entenderle.
Un nuevo murmullo salió de su boca, tan apagado como el anterior. Ella no insistió. Soltó un suspiro hondo y se sentó con cuidado junto a él. Su mirada se perdió por la sala de espera, por los andenes, por los edificios grises apenas esbozados en la distancia. Después lo miró, le sonrió tímidamente y le tomó la mano. Finalmente dejó caer la cabeza sobre su hombro.
Una voz molesta anunció su tren por megafonía.
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