«para perderse en una ciudad, al modo de aquel que se pierde en un bosque, hay que ejercitarse». Lo escribe Walter Benjamin en su libro Infancia en Berlín hacia 1900, y yo repito la frase en un camino poco transitado de Tiergarten, mientras dejo atrás hileras de árboles, paseantes solitarios y esquinas de aguas detenidas en un lago. Estamos en el centro de una ciudad, en su pulmón verde, y estamos perdidos, porque nos hemos ejercitado en un itinerario azaroso que va empujándonos de calle en calle hasta no saber en qué punto del mapa nos encontramos. Intuimos que la ciudad es Berlín, pero no conocemos en qué momento exacto sucede nuestra vida. ¿En el recién entrado siglo XXI? ¿O en una historia aún no resuelta que aconteció cien años antes?
Esta es la ciudad, me digo. Un emblema, un símbolo, un resumen. Pocos lugares concentran tanta Historia, como un espejo de lo que ha sido Europa durante mucho tiempo. No somos berlineses, como diría Kennedy. Somos Berlín. En ella se encuentran casi todos los acontecimientos que nos han sucedido: políticos, culturales, sociológicos, artísticos, militares. Por eso la ciudad se parece a un abanico que, al desplegarse, refleja lo que somos, lo que hemos sido. Por eso también estar en uno de los paseos ocultos de Tiergarten me lleva de un sitio a otro, de un tiempo a otro. A una casa familiar situada en el número 12 de Blumeshof, el edificio en el que vivía la abuela de Benjamin. Según nos explica en Infancia en Berlín hacia 1900, esa calle se convirtió «en el Elíseo, en el reino de sombras de unas abuelas difuntas e inmortales».
Nunca he encontrado esa calle, pero sé que he estado en ella. He transitado Blumeshof porque he vivido parte del siglo XX. Al fin y al cabo, a Berlín no se viaja, se regresa, aunque nunca hayamos puesto un pie en ella. Hemos interiorizado la ciudad durante mucho tiempo, por eso sabemos que ocurren muchas más cosas de las que somos conscientes en un principio. Recuerdo una de las voces interiores de El cielo sobre Berlín, esa obra maestra dirigida por Wim Wenders. «Todo sucede en Berlín, nos decimos, hasta lo que no sucede», confiesa uno de los personajes mientras observa la ciudad desde el aire, poco antes de que el avión aterrice.
Abuelas difuntas e inmortales, repito. Puede que ese pasado ya no esté ahí y, sin embargo, sabemos que perdura y que, de alguna manera, también nosotros hemos sido testigos de un mundo que decae y otro que se aproxima. Formamos parte de ese recuerdo y de esa ciudad porque ambos, lugar y memoria, han construido nuestra educación sentimental. Acontecimientos sociales, claves de la Historia, historias minúsculas, caídas de muros y avatares políticos que se mezclan con discos de Lou Reed o con canciones de Leonard Cohen. Primero conquistaremos Manhattan, nos decimos, then we take Berlin. No hace falta alzar la voz: tarareamos la letra desde el interior, porque así la escuchamos mejor, como las constantes reflexiones de los personajes de Wenders. Una banda sonora que nos acompaña mientras abandonamos Tiergarten y nos lanzamos hacia fuera. ¿Pero adónde exactamente? ¿A una puerta que no sabemos si nos indica la salida o la entrada a una ciudad? ¿A un parlamento cuya cúpula parece una urna acristalada desde la que convocar todas las voces del pasado? O tal vez a un laberinto de bloques y de féretros que nos recuerdan algo: que aquí ocurrió uno de los acontecimientos más ignominiosos que se han perpetrado. A un paso de Brandenburger Tor y a dos del Reichstag, el monumento erigido en la memoria del holocausto prolonga el laberinto de Tiergarten. Sin embargo, los paseos en círculos son aquí diferentes. El color se oscurece, como sombras de la memoria. No nos abrimos paso entre árboles y cauces de río, no sorteamos raíces que buscan seguir expandiéndose hacia otras zonas. Porque aquí, entre caminos lineales, no se habla de la vida, sino de la muerte. El Holocaust-Mahnmal es un parque que cambia su vegetación por los innumerables ataúdes de la Historia.
Quizás Berlín deba estar más poblado de esas señales, de placas o monumentos que nos recuerden la barbarie. De casas con nombres y apellidos. Pero la ausencia también es un discurso. Como el silencio. Basta con construir un nuevo edificio para que ese pasado no nos siga los pasos. Lo pienso mientras dejo atrás el memorial y me encamino a una plaza cercana. Una arquitectura moderna me recibe como una mala imitación de los escenarios futuristas de Metrópolis, la película de Fritz Lang. Antes de que llegaran allí Rafael Moneo, Arata Isozaki y otros tantos que dejaron su huella en ese emplazamiento, la Potsdamer Platz era un descampado. Lo veo ahora mientras cierro los ojos y recuerdo una nueva escena de El cielo sobre Berlín. Un viejo recorre un solar vacío y se promete a sí mismo no rendirse hasta encontrar de nuevo la Potsdamer Platz. Ignoro qué hubiera pensado de ella si, años más tarde, se hubiera encontrado en medio de una arquitectura delirante, desmesurada, un gran bazar del capitalismo que trae de vuelta unas palabras escuchadas hace tiempo: Berlín es una ciudad que cuenta con las peores obras de los mejores arquitectos.
Y, sin embargo, el personaje avanza por el descampado y se dice, nos dice: «también Berlín tiene sus pasos secretos». El lugar donde comienza la narración, añade. Esa narración continúa, para mí, en una iglesia que descansa en el otro extremo del parque. La Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche aún sigue en pie. Gedächtniskirche, como se la conoce popularmente, es una iglesia evangélica luterana cuya arquitectura se sitúa en el neorromanticismo. Se encuentra en Breitscheidplatz, junto a la avenida de Kurfürstendamm. Lo que nos llama la atención cuando la observamos es su torre, o la mitad de su torre, porque carece de una parte. Un símbolo del arte de desaparecer que nos recuerda cómo fue destruida por los bombardeos aliados en 1943. De nuevo, la ausencia es un discurso. Es precisamente ese vacío el que consigue mantener viva la memoria. Y más cuando se trata de una memoria incómoda. Basta con echar un vistazo a lo que explica W. G. Sebald en uno de los libros fundamentales del siglo XX: Sobre la historia natural de la destrucción. Junto a él, un libro anónimo, Una mujer en Berlín, nos enseña que sí hay un paisaje después de la batalla, solo que ese paisaje es desolador. Por eso se mantiene en pie la iglesia, con sus desperfectos bien visibles: porque de otra manera corremos el riesgo de olvidar nuestro pasado. Corremos el riesgo de convertir la memoria en un pasillo de estanterías sin libros, como sucede en Bebelplatz y el monumento de Micha Ullman: bajo la plaza, vemos una biblioteca subterránea compuesta por anaqueles vacíos. Así, en esa ausencia blanca de los estantes, vuelven los libros que fueron arrojados al fuego en la primera quema oficial nazi. El 10 de mayo de 1933 ardieron, en una gran pira, las obras de Stefan Zweig, Bertolt Brecht, Karl Marx, Erich Maria Remarque, Heinrich Heine, Thomas Mann, entre muchos otros. Mirar hacia abajo y ver los anaqueles vacíos vuelve a dotar de ruido al silencio. La ausencia, me digo de nuevo, es un discurso.
También quemaron los libros del hermano de Thomas Mann, Heinrich. Su recuerdo hace que me desplace a otro punto del mapa, cercano a la iglesia de Gedächtniskirche. Atravieso un tramo de Kantstraße y llego a Savignyplatz, una de mis plazas favoritas de la ciudad. Seguramente existan otros lugares mucho más atractivos. Sin embargo, dirigirme hacia allí es una de las primeras cosas que hago cada vez que visito Berlín, igual que me sucede con la Place Dauphine en cuanto llego a París. Una rutina que, de un tiempo a esta parte, me sirve para hacerme a la idea de que por fin he regresado a esas dos ciudades. En Savignyplatz, además, situé el comienzo de mi poema “Heinrich Mann abandona Berlín”, una crónica oscura de la noche en la que el autor deja la ciudad, mientras sube a una casa y repasa el mobiliario, las horas detenidas sobre el escritorio o la ventana que, en otro momento, dio paso a una ciudad brillante. Cuando sale de aquella casa y un coche le conduce hacia otra parte, se dice a sí mismo que tarde o temprano volverá a aquella noche, tan frágil como los edificios que, a su paso, han comenzado a derrumbarse. Pero de eso aún quedan unos cuantos años. Mientras paseo por Savignyplatz intento retener un momento anterior a la barbarie: en un banco de la plaza, rodeado de acacias, Heinrich Mann sostiene a Nelly. Aún viven en una ciudad en donde las faldas suben más rápido que la inflación.
Cuesta reunir en poco espacio dos escenarios tan dispares: el de un hombre que huye de una ciudad y el de un hombre que celebra la vida desde una plaza. Aún hoy se puede celebrar la vida en Savignyplatz: bajo las vías del tren, los arcos acogen librerías, restaurantes, tiendas, terrazas interiores donde se come y se bebe y se charla en jardines escondidos entre edificios y estaciones. Un contraste muy típico de la ciudad, sobre todo si nos acercamos a otros barrios, como Neukölln o Kreuzberg, en donde nos basta con atravesar un simple puente para pasar de la luz a las sombras, de un ambiente distendido y agradable en la terraza de un parque a una atmósfera áspera e inquietante mientras nos encaminamos hacia Moritzplatz, por ejemplo. Una disparidad que sucede también en lo que se compra: los souvenirs plastificados del Checkpoint Charlie dejan paso a los objetos múltiples y heteróclitos de los miles de mercadillos que se esparcen por la ciudad. O en uno de los mercados que aún siguen en pie, en una ciudad cuyos mercados causaron furor tiempo atrás. Sin embargo, de eso ya hace más de un siglo. Ahora solo quedan unos pocos. Uno de ellos, el Marheineke Markthalle, motivó la escritura de un nuevo poema. Más que el mercado, lo que incentivó la escritura fue lo que veía desde una de las terrazas que miran a la plaza. El texto se llama “Con Perec, en Marheneikeplatz”. Recurrí a Georges Perec porque quise hacer de ese emplazamiento un punto desde el que agotar también un lugar. Poco importa que sea Marheneikeplatz y no la Place Saint-Sulpice, porque la vida, la vida minúscula, quiero decir, sucede de la misma manera en casi todas las esquinas de los mapas. Hechos minúsculos, insignificantes, como los que explica uno de los ángeles de El cielo sobre Berlín («una mujer ha cerrado el paraguas a pesar de que llovía, para poder mojarse», «una invidente se ha tocado el reloj al notar mi presencia»). Un trozo de existencia diminuto que logra conectarse con otros fragmentos. Una vida que, al descomponerse en eslabones, resulta similar y también bella, porque es una cadena que, con su aparente sencillez, siempre logra continuar hacia delante. Lo resume una de las citas que empleo, un verso del poema “Mecànica terrestre”, de Gabriel Ferrater. Mientras la voz poética mira por la ventana, nos dice: «Ja ho veus. Un món». Eso es lo que observaba desde una de las terrazas de Marheneikeplatz.
En ocasiones, el lugar que ocupamos es el centro del mundo. No porque suceda en él nada extraordinario, sino por su capacidad para que al observarlo nos sintamos en diversos puntos del planeta, mientras recibimos estímulos y señales que nos hacen estar en cualquier parte. Berlín está lleno de esos territorios aleph en los que se reúnen todas las voces del universo. Uno de ellos es Alexanderplatz, una de las plazas más emblemáticas de la ciudad y uno de esos emplazamientos que ya habíamos interiorizado gracias a una mítica canción de Franco Battiato o a la novela de Alfred Döblin. Cruzamos la plaza de un extremo a otro, dando vueltas alrededor de la torre de telecomunicaciones, y nos adentramos en calles paralelas, pequeños laberintos llenos de galerías y travesías ocultas. Nos decimos que tal vez el lugar siga siendo el mismo que describía Döblin: un lupanar, el cruce de caminos más cosmopolita del mundo. Las dimensiones de Alexanderplatz provocan esa intersección constante, entre gente variada que viene y va, o que espera a la salida del metro, o que rodea a algún artista callejero. Tránsito y permanencia se diluyen en una plaza que parece no tener fin, aunque sepamos que a unos cuantos pasos se encuentran los restos del muro y nos sintamos vigilados por las estatuas de Marx y Engels, de espaldas a la zona occidental, de espaldas también al capitalismo. Mirándonos atentamente, como quien cuida a sus hijos en un parque.
Alexanderplatz parece no tener fin y, sin embargo, hay caminos que nos llevan hacia el norte. Avanzamos hasta Prenzlauer Berg, el barrio en el que residiría si mi temor a un invierno tan frío no fuera motivo suficiente como para no vivir en Berlín. Hay muchos puntos que me atraen de esa parte de la ciudad: viejas fábricas reconvertidas en galerías de arte, restaurantes, paseos, mercadillos. Me detengo en una plaza que siempre orienta mis rutas por el barrio. La Kollwitzplatz sosiega el ritmo frenético que aún perdura después de atravesar Alexanderplatz. Me gusta ese ambiente relajado y agradable de ciertos espacios en los que, por una extraña razón, logras sentirte a salvo de todo. Fuera de peligro, algo así. Además, la plaza recibe el nombre de una magnífica artista alemana, Käthe Kollwitz. Su estatua está en mitad de la plaza, una obra de Gustav Seitz que la retrata, según leí por alguna parte, cansada, pero digna. La observo de esa manera, y me traslada al museo que acoge su obra, situado en el otro extremo de la ciudad, en el barrio de Charlottenburg. Pienso también en la escultura que encontramos en el interior del edificio de la Nueva Guardia, en Unter den Linden. “Madre con hijo muerto” o “La Piedad de Kollwitz” proyecta una escena que me sigue sobrecogiendo cada vez que la observo. Con pocas obras he sentido un desgarro tan intenso como el que me trasmite esa escultura. Un cúmulo de emociones que van desde el dolor hasta la desesperación, desde la tristeza hasta el total abatimiento. Algo muy similar a lo que siento cuando dejo la Kollwitzplatz y, poco después, entro en el Jüdischer Friedhof, un cementerio judío que, con sus tumbas apiladas, su armonía inquietante, su calma tensa, es la representación o el resultado de la barbarie. La constatación de que el mal humano no tiene límites.
Una paz distinta se respira en otro cementerio, el de Dorotheenstadt, en el barrio de Mitte. También allí las piedras sobresalen de la tierra, junto a panteones y caminos que nos proporcionan una calma diferente a la que encontramos en el Jüdischer Friedhof. Una tranquilidad apacible, sin lecturas de fondo, como una aceptación estoica de la muerte. Por eso suelo quedarme sentado en uno de sus bancos, después de saltar de tumba en tumba y encontrar inscritos varios nombres: Hegel, Fitche, Heinrich Mann. O de toparme con los dólmenes de Bertold Brecht y Helene Weigel, que vivieron en una casa anexa al cementerio. Hoy es un museo que, no sé aún el motivo, siempre he encontrado cerrado, lo que me permite transitar sin nadie alrededor mientras subo por las escaleras interiores o descanso en una de las mesas de la entrada, a las puertas de la casa. Una soledad inesperada que me genera la intuición de que todos tenemos varios lugares en el mundo a los que parecemos predestinados. Y que ese es uno de los míos. Un espacio interior, difunto e inmortal, como las abuelas de las que hablaba Benjamin. Un lugar con aura, por seguir con el universo benjaminiano. Eso es Berlín, me digo: una geografía repleta de emplazamientos con un aquí y un ahora, donde no cuesta traer de vuelta todo lo que ha sucedido. Un instante que, como un estremecimiento, convoca pasado y futuro. Así percibo los restos de muro que se esparcen por la ciudad, los fragmentos de hormigón desconchado, como una piel que se va ajando con los años. Se pierde el color de la East Side Gallery y el tono gris de otras zonas de frontera. Se pierden también los límites antiguos para generar límites nuevos. Al fin y al cabo, ya no necesitamos torres de vigilancia para separar dos mundos. Los contrastes siguen existiendo, aunque sean minúsculos: las grandes avenidas para grandes desfiles y el cruce de calles en galerías interiores; los paseos tranquilos por el Spree y el camino interminable por la Bismarckstraße; los majestuosos museos que pueblan una isla y las esculturas escondidas tras la fachada de Tacheles o la sala diminuta que acoge el museo de las cosas insólitas, en Schöneberg; la ciudad en Uno, dos, tres o el paisaje en ruinas de Berlín Occidente; la elegancia del café Van Gogh y la belleza decrépita de los cuadros de Beckmann, Kirchner o Grosz; las enormes superficies comerciales y una pequeña librería que no dejo de buscar hasta encontrarla. En los bajos del número 5 de Blücherstraße consigo entrar, al fin, en Rayuela, una habitación abierta al público con un pequeño surtido de libros en español. El azar es extraño: en una minúscula librería con obras de autores españoles y latinoamericanos y con unas pocas traducciones, descubrí a un autor que me acompañaría desde entonces: W. G. Sebald.
Me pregunto si una ciudad, cualquier ciudad, cabe en un plano. Sospecho que no, y menos si esa ciudad es Berlín. La recorro de punta a punta, menciono algunos emplazamientos, dejo otros para una próxima escritura y vuelvo al punto de partida. Estoy de nuevo en Tiergarten. Subo a la Columna de la Victoria y observo la ciudad. Trato de escuchar todas las voces y me doy cuenta de que esas palabras son incluso más ruidosas si se dicen hacia dentro, en silencio. Repito lo mismo que la acróbata de El cielo sobre Berlín: «En el interior de los ojos cerrados vuelvo a cerrar los ojos. Y así cobran vida hasta las piedras».
Álex Chico
Barcelona, abril de 2020
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