1110
Un par de mujiks levantan la silla de ruedas en volandas. Suben la estrecha escalera que conecta el sótano con el parque de las estatuas caídas.
Kasparov recuerda que la última vez que subió una por su propio pie fue en el mundial celebrado en Dar-es-Saalam. Iba ganando 3 a 2 a un emergente maestro centroamericano cuando el Colapso Électrico aconsejó interrumpir toda actividad accesoria. Kasparov casi bendijo su mala estrella; se sentía crispado por la feroz manera de atacar del guatemalteco y pensó que la pausa le beneficiaría.
Poco después empezaron a suspenderse los patrocinios privados, se redujo la movilidad aeroportuaria y se programaron deportes no competitivos en el currículum escolar. Huelga decir que desde entonces no se ha restablecido el circuito profesional en ninguna de las federaciones.
Las partidas vienen realizándose ahora en sótanos acondicionados a tal efecto o en lejanos apartamentos deshabitados. Los apostadores se arremolinan alrededor de un tablero insuficientemente alumbrado y comentan en voz baja los pormenores técnicos. Suelen pagar en especie: añejas botellas de vodka Stolisnaya y un par de cajetillas de Belomorkanal.
Cuando la Asamblea decidió desparasitar la ciudad de todo monumento megalómano carecía de un plan detallado. Los operarios optaron por diseminar las esculturas sobre un parque de las afueras sin más criterio que el descuido o la ironía.
Así que, cuando los mujiks colocan a Kasparov sobre el suelo, nota la mirada de acero inoxidable de Stalin observándole desde la vereda y una enorme mano escindida –¿del brazo de Gagarin?, ¿del de Chejov?– le barra el paso por la retaguardia.
Medio cubierto de nieve y casi varado, empujado con dificultades por los mujiks, Kasparov siente que pasa revista a esos gigantes caídos en desgracia. En una mano la botella, en la otra los cigarros, mariscal de un ejército fantasma.
1101
Durante los primeros meses de revuelta era habitual encontrarse por las calles de Londres con purgas públicas de tecnología. Picadilly Circus se convirtió en el epicentro donde los luditas, ataviados con refulgentes uniformes, entonando alegres himnos byronianos, acudían después de peinar las calles, tras inspeccionar a fondo talleres y domicilios en busca de engendros eléctrico-mecánicos.
Se congregaban cada vez mayores multitudes al calor de la pira de los alijos incautados: restos de microondas, ordenadores, fragmentos de tabletas, lavadoras, motocicletas y dispositivos portátiles tardaban en arder bajo una irrespirable columna de humo y chispazos.
La primera medida que decretaron los luditas al tomar Downing Street fue aumentar las penas por tenencia ilícita de tecnología y mantener el Apagón de forma ininterrumpida. Tan Chung-Jen supo que ser el mejor ingeniero de Occidente lo convertía inmediatamente en sospechoso por sedición. Decidió entonces que lo mejor sería entregarse a las autoridades y desde prisión organizar la resistencia. El problema era que no disponía de delitos imputables.
Tiempo después, una vez que la sociedad se resignó a aceptar al ecologismo totalitario como el único camino hacia la subsistencia, tal vez animada por los bajos índices de desocupación, por la vuelta de las estaciones a Hyde Park o por el sabor de las manzanas, Tan decidió abandonar todo sueño de lucha armada y conseguir papeles falsos y tomar un trabajo como vigilante.
1100
Kasparov llega a casa. Con amargura comprueba que el buzón sigue vacío y teme que haya sido intervenido. Desde hace un par de meses mantiene una partida por correspondencia con un imposible ajedrecista inglés. Aguarda con más impaciencia de la que está dispuesto a confesar el próximo movimiento. Calcula ya unas dos semanas de retraso. Se sirve un vaso de vodka, enciende uno de los cigarrillos y procura inhalarlo con la mayor lentitud posible. Mientras el humo asciende en una fina columna, parece quedarse absorto observando las piezas sobre el tablero.
1011
Cuando termina su jornada estricta, Tan prefiere demorarse realizando tareas de limpieza de forma voluntaria, y aprovechando la falta de luz, se permite volver pedaleando hasta su cuchitril por las desiertas veredas del West End, atesorando un secreto en el interior del uniforme, apenas entrevisto por los rojos ojos de las zarigüeyas, silbando alguna canción con el suficiente volumen como para acallar el runrún de la dinamo camuflada en los bajos del rickshaw.
Al entrar al cuchitril, un cubículo de no más de cinco metros cuadrados apenas separado por planchas de madera de los otros inquilinos, atranca la puerta con un madero roído y enciende la lámpara de bujías. Con esa luz anaranjada abre la puerta del armario para encontrar su pequeña colección de ingenios mecánicos. Después de revisarlos a conciencia, elige al idóneo y lo deja sobre el catre. Se saca del interior del uniforme un papel del que dicta unas instrucciones. Al acabar se dirige a la azotea del edificio, vigila que nadie lo observe, y lo libera mediante un enérgico movimiento ascendente.
1010
El gorrión, tras unos momentos de incertidumbre, logra elevarse sobre las callejuelas cubiertas de hiedra y, doblando la intensidad de su aleteo, emprende el largo vuelo a una velocidad formidable. Durante los días de trayecto conocerá las tormentas eléctricas que asolan el Canal; aprenderá a resguardarse de las ráfagas de viento al amparo de los dirigibles; reservará fuerzas agazapado entre las lonas de las caravanas trashumantes y buscará la compañía de diversos grupos migratorios. El día en que las aves pernocten en los aledaños de un río polaco, el gorrión seguirá en solitario hasta divisar el zinc ajado de las altas cúpulas del Kremlin. Horas o jornadas después, encontrará el alféizar, se posará sobre él y picoteará con insistencia en el cristal.
1001
Kasparov abre la ventana. No sabe si le produce mayor escalofrío escuchar por primera vez su nombre en la ronca voz del pajarillo o comprobar que el mensaje, que substituye a la carta largamente deseada, deberá ser el último. Cuando le abre las entrañas comprueba que su corazón de engranajes y alambres de cobre todavía está caliente. Detrás encuentra el billete y el movimiento esperado. Kasparov rueda por el pasillo hasta encontrar el tablero y coloca el alfil junto la torre negra. Parece que su contrincante inglés sigue fiel a los sobrenaturales movimientos de defensa. Reconstruye entonces el gorrión con deleite y comprueba su fecha y lugar de fabricación: USA, 2017. Con un gesto de tristeza lo entrega a las llamas de su sistema de calefacción. Lo observa hasta que de él no queda más que un amasijo incandescente.
1000
Tan escruta el cielo desmesuradamente estrellado. Quisiera preguntarle por la suerte del gorrión, pero sabe que debe esperar para obtener una respuesta. No amanece, pero si cierra los ojos y se concentra, todavía logra entrever el resplandor de los anuncios de las compañías transnacionales que solían alumbrarle los insomnios. Se pone manos a la obra en cuanto comprende que no es más que otro espejismo. Tan ha desarrollado durante los últimos meses diversos métodos de captación energética. Siguiendo las instrucciones de Tesla el proscrito y su propio instinto ha conseguido doblar la capacidad de vatios almacenada por las placas lunares. La traspasa ahora satisfecho a un pequeño contenedor con forma de termo. Las oculta después mediante enormes sábanas sucias y conecta los aparentemente inocuos molinillos de colores, soñando un día ventoso que le permita conseguir apenas unas horas más de vida para la Máquina. Pisa la calle notando el reguero de miradas del vecindario. Sospecha que los luditas le siguen la pista.
0111
Kasparov ha dejado de emprender viajes complicados. En las entrevistas arguye la avanzada edad. La maltrecha economía por la caída de las subvenciones en favor de los deportes colectivos. Los hándicaps que tiene para desplazarse desde que le secuestraron la silla a motor. En realidad le disgusta que muchos no lo reconozcan. Y comprender la terrible compasión en la mirada de los que sí lo hacen. Aunque acepta que las extremas medidas han mejorado la calidad del aire hasta estándares preindrustiales, todavía le cuesta vencer las inconveniencias que supone volar en tales circunstancias. El viaje hacia Inglaterra se vuelve lento e incómodo.
Unos pasajeros le han ayudado a anclar su silla al parquet, y pese a su insistencia y la falsa receta médica, no ha conseguido más bebida que una humeante taza de remedios tranquilizantes. Su compañera de mesa apura los suyos y se ofrece a lavarle la taza. Kasparov se lo permite. Le gusta que su cabello copie el color de las hierbas. Al colocarlas en el anaquel, la loza blanca tintinea ante la más leve turbulencia.
Cuando la pelirroja vuelve, con la sonrisa de una azafata de antaño, con una pregunta indiscreta aflorando en los labios, ¿No será usted el maestro…….? Kasparov gira la cabeza hacia el ojo de buey y se deja llevar por la sombra que el dirigible impone sobre el archipiélago de viviendas lentamente devoradas por el bosque. Logra alegar un inicio de conjuntivitis cuando, entre el muro verde de olmos, intuye la herrumbrosa punta del Big Ben.
0110
No lejos de allí Tan, que conduce su rickshaw por los senderos de la ribera del Támesis, siente una fría caricia sobre la nuca. Una sombra le persigue. Levanta la mirada y presiente la de Kasparov en el dirigible, que ya inicia el descenso sobre un claro de las afueras.
No puede creer en su buena suerte cuando, medio oculto entre dos contenedores, descubre un gran fardo de basura no seleccionada. Al palparlo nota algunos perfiles metálicos, probablemente contenga tornillos o incluso tuercas.
Un extraño ruido le sobresalta de improviso. Tan lanza entonces el fardo y espera el golpe de los luditas. Nada sucede. Nadie le captura. Sonríe. Mientras oculta el fardo en el rickshaw, empieza a silbar el fragmento de “La marcha eslava” de Tchaikovski con el que la orquesta voluntaria del distrito ha decidido amenizar el inicio de la jornada laboral. Tras veinte minutos de incesante pedaleo, apenas interrumpido por el cruce de unas zarigüeyas, Tan llega al Museo con el tiempo justo para fichar y saludar al turno de noche. Ya en los vestuarios camufla el fardo en la taquilla y se viste con un nuevo disfraz. En tres movimientos se anuda el lazo de la pajarita. Con otro no menos ejemplar la oculta bajo el cuello del uniforme de vigilante.
0101
El Museo había pasado de ser una central eléctrica en los años industriales a un centro de arte contemporáneo durante los últimos coletazos del capitalismo. Conserva de los primeros el poder intimidatorio de una chimenea muda erguida contra el cielo; dispone de los diáfanos espacios vacíos de los segundos desde que pareció más razonable disgregar la colección entre todos los ciudadanos. De manera rotatoria. A razón de dos obras por trimestre y corriente estética. Hace unos meses los pregoneros se hicieron eco de la negativa de unos vecinos a albergar más esculturas pertenecientes a las vanguardias históricas.
En la actualidad resulta una instalación algo polémica. En sus salas se conservan algunos de los más excelsos ejemplos de la tecnología obsolescente y derrochadora que caracterizaba los viejos tiempos. Durante la transición se decidió crear un espacio que recordara los errores del pasado. Ahora subsiste sin pena ni gloria con una escasa dotación económica y alta dosis de voluntarismo por parte de algunos activistas nostálgicos.
Kasparov recorre la rampa de entrada con los bíceps todavía doloridos después de remontar un trecho del Támesis junto a otros pasajeros que comentaban apesadumbrados los problemas de control de natalidad de las zarigüeyas. Parece que una colonia de esos marsupiales ha anidado en Westminster y su fétido olor se cuela por doquier. Como las leyes animalistas prohíben cualquier acción directa se proyecta aumentar la población de zorros.
Kasparov se siente orgulloso de su cadencia de remo. Además el ejercicio físico le conviene para empezar a concentrarse en la larga partida postergada. Al cruzar el umbral del vestíbulo se encuentra con la soberbia estructura de la sonda espacial Mars Explorer colgada del techo. Kasparov siente el pálpito de la competición en las gastadas yemas de los dedos. Por algunos de esos enormes pasillos espera dejar atrás estos años de simultáneas en ferias de pueblo, de torneos clandestinos en oscuros almacenes. En algún recoveco de ese Museo le espera el mejor contrincante que el porvenir parecía haberle secuestrado.
0100
Tan cruza el vasto almacén hasta encontrar la compuerta de entrada a la cámara de alta seguridad creyendo que nadie lo observa. Desenrosca entonces el termo que esconde en el bolsillo y lo enchufa en el lateral de un muro metálico. Se desprende de la chaqueta de vigilante y se ajusta la pajarita. Enciende un par de bujías con las que consigue iluminar parcialmente las dos torres de silicio azul.
Esta es la Máquina por la que su vida sigue teniendo sentido. Empezó a desarrollarla hace más de sesenta años, cuando todavía en el campus era el cabecilla de un grupo de ingenieros fascinados por Asimov, cuando diseñar hardware significaba construir la realidad.
Consiguieron que IBM les financiara el proyecto y ya en los orígenes presintieron que ese armatoste algún día conseguiría ganar al campeón del mundo de ajedrez. Sabían lo que eso significaba a nivel de visibilidad. Ingenuamente soñaron los fondos para desarrollar a Deep Blue hasta su más excelsa expresión.
Durante las primeras reuniones entre el equipo de ingenieros y la compañía ya percibieron el extraño rasero con el que los de la corporación medían a la Máquina.
Por una parte Tan anhelaba una victoria; pero a la vez sospechaba que IBM sólo quería vencer al campeón; que en cuanto Deep Blue lo consiguiera, el proyecto se daría por acabado.
Tan había conseguido atajar el genio de la Máquina en la primera ocasión y conseguir que no ganara. Desconoce si en la segunda partida no la había controlado lo suficiente o si fue el propio Kasparov el que se había dejado tentar por la compañía. Lo que sabe es que falta un desempate limpio.
Tras los minutos de rigor el dispositivo logra transferir la totalidad de la energía acumulada a la Computadora. Un par de pilotos verdes se iluminan, parpadean, terminan por estabilizarse.
—¿Estás preparada? Kasparov ya está aquí.
0011
Kasparov recorre la mayor parte de las estancias del Museo buscando una señal, un comunicado, un pájaro mecánico. Rueda con lentitud por el interminable kilómetro de modelos de televisor y ve como su reflejo de desliza por las mudas pantallas. En una enorme habitación interroga la estructura de la monstruosa pirámide construida con los miles de millones de teléfonos móviles incautados.
Poco después se queda ensimismado delante de otra instalación. Consiste en una estructura de madera de unos cinco metros de la que cuelgan miles de tabletas oxidadas, mohosas, marcadas por la intemperie, sus ramas se mueven según las corrientes de aire, como un móvil de Calder, y de vez en cuando, cuando ceden los hilos de lana de los que cuelgan, una pantalla se hace trizas contra el suelo. Kasparov sonríe cuando lee el título de la obra.
Tan da con él en la sala dedicada a los automóviles de combustión. Le sigue unos minutos a distancia y observa como Kasparov parece abandonarse al placer cuando casi imperceptiblemente roza, con el dorso de su mano izquierda, el largo capó de un Ford. Cuando le llama por su nombre de pila, Kasparov recuerda la voz del pajarillo y sonríe al anciano con rasgos orientales que se le aproxima. Sin perder un instante Tan jala la silla del ajedrecista y le conduce por un dédalo de pasillos y glorietas. Kasparov es el primero en hablar.
—Encantado de conocerle personalmente, aunque sea en estas circunstancias.
—Permítame corregirle.
—¿Nos conocemos? ¿Ya lo derroté antes?
—No exactamente.
Hay una pausa.
—¿En el campeonato del mundo del 87? ¿Es usted, Karpov? ¿Está usted muerto?
Tan le contesta que no.
—Entonces usted se llama pomposamente Deep Blue, y no es humano.
—Sígame, tengo algo que tal vez le plazca- Sugiere Tan con una sonrisa.
El majestuoso haz halógeno de su linterna rompe la oscuridad del pasillo.
0010
Juntos llegan hasta el almacén. Tan va enfocando las enormes estanterías de la estancia donde se encuentran catalogados centenares de autómatas y robots históricos. Pasan de largo por la zona de máquinas de ocio donde se acumulan máquinas recreativas y pinballs achacosos, desdeñan también la de los robots industriales.
Tan finalmente se detiene junto a una urna que contiene diferentes modelos de autómatas y androides, ordenados en estricto orden genealógico, en una suerte de extraña cadena evolutiva. Kasparov apenas reconoce al ASIMO inmaculado y algunos que tal vez aparecieron en alguna película de los años 80 del siglo pasado.
—No se sorprenda, Kasparov, los autómatas más antiguos son de la civilización egipcia. Lastimosamente la guardia ludita los ha hecho desaparecer.
Kasparov cree reconocer al gorrión que tiró a las llamas al lado de una réplica exacta de Albert Einstein.
—Extraña al pajarillo, ¿verdad?, no era más que una ligera versión de éste juguete japonés del siglo XVII. Como ve, he ido construyendo mi particular arca de Noé. Guardo uno de cada modelo que encuentro, procuro restaurarlos, por si acaso llegan tiempos mejores. Sin ninguna esperanza.
Kasparov asiente.
—Supongo que antes de empezar le apetecería tomar un poco de whisky –dice Tan.
—¿Se consideraría doping? —sonríe Kasparov— Correré el riesgo.
—Póngase esta corbata si lo desea, sé que a usted también prefiere respetar ciertas convenciones. Veo que se está fijando en “el Turco”, ese muñeco ajedrecista que escondía a un maestro en su interior. Tal vez usted crea que Deep Blue no sea más que otro artificio como el que Von Kempelen urdió para engañar a Napoleón. Debe saber que se equivoca.
—Debo reconocer que hace tiempo que se me acabaron las certezas— dice Kasparov mientras se anuda la corbata.
De repente suena la señal de alarma. Tan asiente, de algún modo se siente aliviado. Sabe que le quedan unos minutos para que el Museo sea invadido por la guardia ludita. Kasparov lo mira con ojos asustados.
—No se azore, puede huir si lo desea, pero, diga, ¿no cree que lo mejor sería que pudiera acabarse al whisky y terminar la partida de una vez? Yo puedo conseguirle algo de tiempo.
—Pongamos que tenga razón —le contesta Kasparov paladeando la cálida madera líquida— pero, dígame: ¿de qué nos sirvió analizar millones de datos por segundo si fuimos incapaces de anticipar lo que vino?
—No sea injusto y entre en la habitación. Encontrará lo necesario para ocho semanas de subsistencia. Déjeme recomendarle la reserva de vinos franceses del 95, permiten cierto abuso sin más consecuencias que el resto morado en los labios.
—Reconozco que la oferta no deja de ser tentadora. Pero me da un poco de vergüenza seguir con esta pantomima. De qué nos servirá jugar la partida perfecta una antigualla de lata conectada a un altavoz de PC y un viejo maestro atado a una silla de ruedas.
Tan conduce a Kasparov por un pasillo hasta dar con la puerta de la sala protegida. Una vez dentro le señala el tablero y a Deep Blue. Después, sin despedirse, cierra la compuerta de seguridad tras él.
0001
En el oscuro almacén Tan opera con diligencia sobre unos mandos de control. Sin demora se van encendiendo los leds de las diferentes secciones robóticas. Cuando los luditas, empuñando antorchas, finalmente logran romper la compuerta, una bandada de pájaros mecánicos se abalanza ferozmente contra ellos.
Último peón de dama, es un relato perteneciente al libro No pregunten por Gagarin (Témenos Edicions, 2014)
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