El hombre en mangas de camisa conduce un utilitario gorrión, blanco sucio, tres puertas. En el asiento de copiloto apenas sobresale la cabeza de un niño. El hombre, que no supera los treinta años ni los dos meses al volante, trata de sintonizar su emisora de deportes favorita y al hacerlo descuida unos instantes su conducción. Al invadir la mediana de la autopista el niño grita sobresaltado. El hombre corrige bruscamente su trayectoria para volver al carril y le dice al niño que haga el favor de no gritar. Cuando llegan a la explanada desierta del aparcamiento del supermercado lo rodean hasta que llegan al tren de lavado que es donde el hombre aminora y dice al empleado: “Hoy lo secamos nosotros, que llevo ayudante”.El niño quita la marcha –el hombre, que espera grandes cosas de él, le enseñó cómo hacerlo la última vez– y los raíles del tren de lavado traban los neumáticos del 127 y empiezan a llevárselo hacia su interior. Al entrar en el túnel, pareciera como si la camisa del hombre menguara al tiempo que el perímetro craneal del niño ganara espesor y hondura. Los primeros chorros cristalinos rocían los cristales del autillo y el hombre dice que no hay mucha diferencia entre el lavado de ochocientas y el de quinientas salvo los colores del jabón que ocho mangueras termomagnéticas se encargan de confundir por el parabrisas que parece ruborizase en psicodelia morada, ahora amarillenta, ya rosa mustio que termina muriendo en una espuma. Tal vez sea efecto del jabón pero la carrocería del coche parece también mudar de color: de blanco a azul metalizado y las líneas se redondean y en el salpicadero aparecen múltiples lucecitas que le recuerdan al niño los controles del Challenger. La nave explotó al despegar formando una Y de humo y llamas en el cielo de su tele. El hombre, que parece haber ganado algo de peso, saca al niño de su ensoñación recriminándole sus pobres resultados académicos. El niño le intenta convencer de que sacar todo sobresaliente menos un notable no dejan de ser unos resultado envidiables. El hombre dice que serían perfectos si hubiese visto que el niño ha hecho algo más que ver la tele y encerrarse en su cuarto a leer tebeos durante todo el curso. Cuando el niño reprime el llanto, pues de repente le avergüenza llorar delante del hombre, en el exterior ya hay miles de brazos de tela-culebra que masajean los lomos del coche que parece relinchar de placer. El niño -que ya no es un niño- le dice al hombre -ahora lleva el pelo teñido con no demasiada fortuna- que va a estudiar letras puras porque quiere ser escritor mientras observa fijamente el techo. La moqueta gris que recubre el techo del coche espacial empieza a ceder y el niño teme que el agua empiece a calarles. El hombre -unas gotas de sudor teñido le bajan por la sien- le dice que parece que quiere joderle la vida, que lo que tiene que hacer es estudiar económicas y dejarse de chorradas, que no parece su hijo. El niño sigue mirando cómo el techo increíblemente aguanta los embates de los brazos mecánicos del túnel de lavado. Ha cesado de entrarle agua por arriba y ahora es de color blanco impoluto. El niño, tal vez influido por demasiadas lecturas románticas, piensa que no es mala manera la de morir anegados en esa salvaje fiesta de la espuma sadomaso. El coche espacial, a punto de salir del túnel de lavado, muta de nuevo hasta convertirse en una berlina respetable y culona. El hombre y el niño siguen envejeciendo cuandoocho millones setecientas cincuenta y nueve mil cuatrocientas setenta y siete gotas se arrastran panza arriba, ahí te mueras Newton con tus manzanas, y el sol empieza a calarles los reflejos de esta lluvia invertida que les alegra el secado –con una mano, para que no queden marcas – y el paseo.
El paseo por pasillos del centro comercial es un desierto con manás y peligros conocidos –unos quintos compartidos, otra disputa salvaje sobre cualquier minucia– por el que caminan sin decirse nada, sin mirarse, sin cogerse, y es entonces cuando el hombre –ya calvo y cojo, temeroso de no pasar la próxima renovación del carnet– coge al niño del brazo y le pregunta cuándo va a dejar de escribir esos cuentos incomprensibles, latosos y sin interés para pasarse al thriller o la novela negra, joder, algo que la gente lea. Que además debería cambiar de editorial. Que, visto lo visto, más valdría que se hubiera autopublicado. El niño se mesa la barba, ya un poco encanecida, y le dice que se viene a comer a su casa. En el coche gris de amplio maletero, el abuelo –con aquél dulce lamentar- le dice al hombre que cuando lleguen a casa por favor no le diga ni a su mujer ni a su hija que hoy también se equivocó en la salida de la autopista, que hoy también tuvieron bronca.
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