Porque había sacado su pluma del bolsillo, algunos contuvimos el aliento. Sin embargo, desviamos las miradas como si no estuviésemos realmente interesados en su persona ni en su leyenda. Thomas Mann había escrito tres palabras en un cuaderno negro de piel pequeño que posteriormente guardó en el bolsillo interior de un maletín que parecía bastante pesado. Según él creía, había sido un regalo de un antiguo profesor. Sí, probablemente de aquel que le tenía tanto afecto. Y no tanto por su capacidad intelectual, como por su frecuentes visitas vespertinas a aquel sombrío despacho, donde siempre sonaba Wagner, en la universidad.
El caso es que todo parecía no importarnos en absoluto. En el tren era fácil hacernos los dormidos y esperar a que alguna cosa inesperada sucediese. La educación recibida hacía imposible que ninguno de nosotros se atreviese ni por asomo a comentar el suceso. Las tazas eran levantadas de sus platillos, sorbidas con precaución, debido a la temperatura del té, y con muchísima suavidad depositadas de nuevo sobre los correspondientes recipientes de porcelana que castañeaban con el traqueteo del tren.
Mircea se ajustaba las gafas y sonreía al paisaje. Creímos adivinar el insecto vertiginoso flotando por encima de su cabeza con una cierta precariedad pulmonar. En nuestros recuerdos se almacenaban habitaciones llenas de sombras y objetos desconcebidos. Era demasiado tarde para especular sobre lo que cada uno escribiría en su cuaderno. Pero todos, menos él, tratábamos de recrear las tres palabras del maestro. Y tal vez, diría William Carlos Williams, eran tan solo una lista de la compra, o un recordatorio de alguna prescripción médica.
Emily Dickinson se ajustó la gargantilla. Echaba de menos esporas, abejas, esqueletos vibrantes esculpidos en encaje crepuscular. Creyó que alguien de nosotros moriría en el camino ferroviario, pero prefirió guardarse los pensamientos pues, a su lado, Emerson parecía leerle la mente con ese ojo divino que abría y cerraba a su antojo.
David estaba sentado con Iggy. Ya habían cogido ese tren otras veces, pero esta vez era la última. Se reían comentando lo mal que les había sentado la noche previa, las concursantes, las acrobacias blancas. Pero eran incapaces de dormir. Bowie abría por tercera vez Crimen y castigo, que tanto había leído y releído, tratando de concentrarse en las primeras líneas, mientras Iggy encendía el tercer cigarro a sabiendas de que su amigo no podría resistirse al aroma del tabaco. Iggy abrazaba sobre su pecho, eternamente desnudo, un ejemplar de El almuerzo desnudo, como haciendo un eco de sí mismo. No entendía nada, pero le provocaba ideas locas sobre los pasajeros.
Thomas Mann se revolvió en sus sueños. Recordaba lo que Sigmund le había dicho sobre los complejos y las obsesiones. Acarició la mano de un diablo jovencísimo que le pidió un autógrafo. Volvimos a disimular nuestras miradas. Viajaba solo, pero podíamos verle porque muchos caminábamos arriba y abajo esos pasillos para probar nuestro equilibrio y para medir, disimuladamente, nuestra curiosidad.
Vladimir viajaba con Vera y parecían muy concentrados en unas fichas llenas de anotaciones. En la primera parada, en Ekaterinburgo, al abrir su ventana entró una Anna Ajmatova. Nabokov sabía que había muchas mariposas con nombres de artistas rusos, pero no esperaba que con el frío llegasen a estas latitudes. Vera reconoció el ejemplar antes que él. Con sus delicados dedos la sujetó y con una gran lupa observaron extasiados sus órganos genitales, que él no tardó más que unos pocos minutos en dibujar. Mircea se acercó, pues la entomología era una de sus pasiones. También Atwood, pues su padre había sido un gran especialista, se unió al grupo. La Ajmatova aleteaba ante ellos como si quisiera decirles algo sobre sus compañeros de viaje, sobre la nieve y las llanuras. Después se extinguió como una llama bailarina abrazada a un pintor de nombre italiano.
Eliot llevaba a escondidas, como hacía siempre, un ejemplar del Ulysses como si de una biblia se tratase. Se repeinaba ofuscado al ver que Bowie le había copiado el atuendo. Le ofendía bastante que estuviesen leyendo a Burroughs, pero había oído hablar de ese disco titulado Station to Station del llamado Duque Blanco.
Los trenes han salpicado la literatura de nombres y de novelas. Yo misma arrojé un ejemplar de un renombrado autor de autoayuda por la ventana para que los refugiados pudiesen construir un fuego.
Estábamos acercándonos a Novosibirsk. Allí subieron Viktor Uzhakov y el resto de su grupo. Los habíamos visto la primera noche de la lluvia cuando esperábamos que abriesen las puertas. Alguien se acercó con una botella de vino -será para Viktor- pensamos. Él estaba muy quieto en un sillón verde con otro sillón idéntico enfrente, verde y vacío.
Joyce cogió la guitarra de Uzhakov, ante su mirada grave. No nos sorprendió que, no solo tuviese tal dominio del ruso, sino que, además, conociese varios de los temas de su banda. Después de dos versiones gloriosas, Thomas Pynchon comenzó a entonar lo que parecían ser las primeras páginas del Finnegan’s Wake. A estas alturas, Emily ya estaba un poco adormilada, pero aceptó el cigarrillo de Bowie. Vladimir, mientras tanto, le comentó a la Woolf, que su hermana Vanessa tenía nombre de mariposa, lo cual a la solemne escritora le pareció un insulto a su inteligencia y, dándose media vuelta, se encerró en su propia habitación o viceversa. Aunque más tarde regresó, pues no hay nada que no solucionasen unos vasitos de vodka que la buena de Vera iba administrando equitativamente entre los pasajeros.
La reunión en el comedor, a la hora de la pronta cena, fue de lo más animada. Marianne Moore había traído una tortuga amaestrada que intentaba comerse a la Ajmatova, recién fallecida y recién diseccionada, que habían adoptado los Nabokov. Thomas Mann se había olvidado su maletín en el asiento y la iguana, que seguía deambulando con el pecho descubierto, no tuvo ningún reparo en intentar sustraer el hermoso cuaderno de piel tan preciado. Fue Joyce el que le bloqueó el paso con la excusa de llevárselo a beber unos whiskys de calidad bastante dudosa, pero efectiva.
La noche es el temblor de los cuadernos. La Ajmatova parecía balbucear entre sus alas en una inminente resurrección en los cuadernos de Mircea Cărtărescu. Vladimir fumaba su pipa y dictaba, casi en susurros, el esquema de una conferencia que debía pronunciar en Cambridge el siguiente semestre. Atwood intercambió libros con Orwell antes de dormir y se saludaron con una curiosa reverencia que recordaba al momento en que en “piedra, papel, tijera” ambos dicen “tijera” y dos más dos es cinco. Mann seguía a un joven de cabellos dorados con la mirada perdida en la música de una montaña lejana y tortuosa. Eliot le prestó su bolsa de agua caliente, pues sabía que aquellos que sufren de los pulmones casi siempre tienen frío. Aprovechó, como quien no quiere la cosa, para advertirle de que su maletín corría peligro. Bowie pidió dos vasos de leche y un traguito de ginebra para Emily, que palidecía como si de la mismísima Mina Harker se tratase. Emerson asomó su rostro por la ventana y bendijo las nubes que se alejaban cargadas de nieve y agua cristalina.
Cuándo llegaremos a algún lugar tiene un significado diferente para cada uno de nosotros. Marianne me discutió esta idea y Virginia la respaldó. Que lo importante era escribir. Que lo importante era el estilo, dijo Nabokov. Que lo importante era la importancia, bromeó Eliot. Que lo importante era escribir algo nuevo, dijo William Carlos Williams. Que lo importante era la lluvia, dijo Viktor. Que lo importante era el placer del corazón, dijo Emily. Que lo importante era el ser, dijo Emerson. Que lo importante era el pasajero, dijo Iggy. Que lo importante era el héroe, dijo Bowie. Que lo importante era el caos, dijo Pynchon. Que lo importante era la comprensión de la separación entre las alas, dijo Mircea. Que lo importante era la vida en un día, dijo Joyce. Que lo importante era la voz de la eternidad, dijo la mariposa de nombre Ajmatova.
Alguien golpeó la mesa.
-¡No!- dijo Thomas Mann. -Lo importante son las tres palabras que yo he escrito en mi cuaderno negro de piel pequeño que posteriormente guardé en el bolsillo interior de este maletín que parece bastante pesado.
Ana Gavilá es licenciada en filología inglesa. Máster en estudios literarios y culturales ingleses.
Traductora ocasional. Desde hace más de veinte años se dedica a la enseñanza del yoga.
Durante los años que vivió en Ibiza participó en diversas actividades culturales: la
emisora alternativa Radio Uc, el grupo literario Desfauste las revistas literarias Antea y
Carpe Diem. Ha publicado poemas y relatos en la revista literaria on-line Beatsbury, en
la revista Art-Noir y en la revista en inglés PoetryBay a cargo del poeta neoyorquino
George Wallace.
Actualmente vive en Barcelona y cursa su último año de doctorado en filología inglesa.
Crédito para todas las fotos: Xavier Argenté
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