“Me enamoré en el desierto. Fue un amor loco”
Le conocí una tarde lluviosa, llena del frío de noviembre, en que salía sudado y exhausto de la clase de boxeo. Exhausto pero lleno del vigor y de la fortaleza que le da al cuerpo el ejercicio físico intenso. Entré en el café donde solían reunirse los entrenadores del gimnasio a beber, fumar y fanfarronear y todo eso que les gustaba hacer una vez habían acabado su turno. Yo intentaba no acercarme por ahí los primeros días de entrenamiento porque me daba vergüenza tener la coordinación de un principiante (aunque mis golpes, entrenados por años de otro tipo de combates, fuesen fuertes y certeros). Pero un día me sentí especialmente orgulloso de mis avances en el boxeo y sus entresijos y decidí pasearme entre los entrenadores. Quería (tal vez de forma estúpida) chulearme, dejarme ver ante ellos tomándome un café y leyendo el libro que llevaba en la bolsa (sin importarme un bledo lo que pudiesen pensar de mí. Porque había tomado la decisión de que debía darme igual lo que los demás pensaran de mí. El único juicio que importa, dice Cicerón, es el de uno sobre sí mismo).
Entré, me pedí un café solo y me senté en un taburete frente a la ventana, empañada por el contraste entre el calor de los cuerpos y el frío de la calle. La llovizna caía en una melodía agradable. La ciudad se emborronaba entre los destellos de neón de los semáforos y el velo de la niebla. Me sentía relajado, satisfecho. Como se siente uno justo después de descargar energía, de conectar con el lado salvaje de su naturaleza, de desconectar de todo el enjambre de las falsas costumbres.
Abrí el libro. Llevaba dos líneas cuando lo vi entrar. Abrió la puerta de un golpe, pidió un vaso de whisky y se sentó a mi lado. Me molestó. No quería algo así. Pero me sentí dispuesto a soportarlo. Entonces, miré su cara de refilón y lo reconocí del gimnasio. Era un hombre de piel blanca, pero curtida por el sol. Tenía los labios finos y el gesto de la boca endurecido. La mandíbula cuadrada, firme. El pelo corto, gris. Era un hombre mayor, en buena forma. Manos grandes de nudillos pronunciados. Vestía con una chaqueta de cuero y llevaba un sombrero marrón de fieltro. Era un hombre de otra época. Había estado hablando con el dueño (que era uno de los entrenadores) y había llamado mi atención. Tenía algo interesante en la cara. Era la cara de un hombre que ha vivido intensamente, que ha amado, que se ha consumido en el fuego de la existencia y ha salido de él fortalecido, lleno de la sabiduría atávica de nuestros ancestros, me dije un tanto fantasiosamente. Su mirada era azul y llena de ferocidad. Parecía inteligente.
—¿Qué lees? —me preguntó. Se había sentado, pues, a mi lado a propósito. —Leo un libro de Jack London. Se llama John Barleycorn.
—Buen libro. ¿Las memorias alcohólicas, verdad?
—Sí, lo ha leído entonces.
—Sí. Lo leí hace mucho. —bebió su whisky de un trago. Fue como una respuesta en sí misma. — Debería pedirme un café como tú, chaval. ¡Juan! Ponme un café.
—¿Con leche?
—No. Como al chaval. Se le ve en forma. Tendré que cuidarme para ser tan joven como él.
Me reí.
—Sí, leí ese libro cuando… —el camarero trajo el café —Gracias, Juan. Te decía que leí ese libro cuando tenía… no sé. 25 años o así. Como tú debes tener ahora más o menos. Me lo regaló una mujer que conocí.
—Ah, bueno.
—Sí, las mujeres saben lo que se hacen. Fue el libro adecuado para mí. Ya había leído algo de Jack London. Me gustaban sus cuentos. Y ella me regaló estas memorias y las leí. Para mí tienen algo como de melancolía. Me recuerdan a ella.
—¿Quién era ella?
Ya que estaba claro que no iba a poder continuar leyendo a mi amigo Jack, que al menos el tipo me contase su historia.
—Ah, ella… Bueno, por qué no recordar. Ya que estamos. ¿Te lo cuento? Te advierto que es una historia un poco larga. Pero eso sí, es una historia de amor, desamor y lujuria. ¡JAJAJAJA! A un hombre anciano como yo estos recuerdos le llenan de vitalidad, chaval.
—Sí, cuéntemelo. Tengo curiosidad.
—Bien, te lo contaré.
Y entonces me contó su historia. La escribo aquí tal y como él me la explicó o tal vez como yo la recuerdo:
“Yo tenía 25 años, vivía en Tánger… En aquella época en la que Tánger era un lugar libre, más libre que España al menos. Nací huérfano. No conocí a mis padres. Me crié con el dueño de un café. Al parecer mis padres debían ser unos ingleses que me abandonaron ahí y se volvieron a su país. Así me lo contó él. Y me crio él con su esposa, una mujer que había ejercido la mala vida de joven y que se había enamorado de mi padre (mi padre adoptivo) cuando yo tenía ya cinco años.
Desde pequeño me gustó pelear. Y me aficioné al boxeo. Empecé a boxear con seis años. Desde entonces no paré. Me rompí la nariz con doce y ya me quité eso de encima. Me dio un toque interesante a la cara, y empecé a ligar también bien pronto. Por aquel entonces había muchos europeos en Tánger, y muchos norteamericanos. Yo era un éxito entre las norteamericanas. Dejé la escuela pronto, a los quince, y me dediqué a hacer todo tipo de trabajos. Pero mi sueño era ser boxeador. Participaba en peleas semiprofesionales poco a poco me fui haciendo un nombre. No era el más fuerte, pero sí el más rápido. Y eso, chaval, en el boxeo es importante. Así que a los veinte ya me ponían a ganar bastante dinero con los combates y conocí a todo tipo de personalidades del mundo del cine y el arte. Pero los que más me llamaron la atención fueron los escritores. Siempre he sentido una verdadera admiración por los escritores. Los de verdad, quiero decir. Los que tienen fuego dentro. Y fue uno de ellos, un hombre ya mayor, el que me inició en el mundo de la literatura. Me empezó a dejar libros y me llenó la mente de pensamientos sutiles, de sueños y deseos de una vida más allá de lo que conocía. Y no creo que fuese hasta que entendí bien el arte y la belleza, que sentí verdaderamente amor por nadie. Pero en cuanto descubrí la belleza, descubrí el amor y, con él, todo lo que implica: el dolor, la amargura, la pérdida… pero también la extrema felicidad.
La primera vez que la vi fue una mañana. El circo acababa de llegar a la ciudad y ella actuaba con ellos. Era acróbata. Se llamaba Jeanne.
Jeanne logró enamorarme como se consigue enamorar a los jovencitos idealistas: con alguna palabra agradable, tierna, acompañada de una sonrisa especial, de unos ojos especialmente bellos.
Bueno, pues me enamoré de ella perdidamente solo con verla. Ella salía de un café. Yo entraba. Vestía con un traje elegante, gris. Ella llevaba un vestidito blanco veraniego y unas gafas de sol. Yo era muy lanzado y me envalentoné. No iba a dejar que la mujer de mis sueños pasase de largo sin decirle nada.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, así, de sopetón.
—Soy Jeanne —me alargó la mano para estrechármela, yo me lancé a darle dos besos. Ella me los dio.
—Jeanne, eres muy guapa —le dije, en mi mal francés.
—Gracias. Tú también.
—No, Jeanne, yo no soy tan guapo, pero es porque soy boxeador.
Se rio mucho y entendí que la había conquistado. Mira, chaval, aquí donde me ves yo era un tipo muy ligón. Era el más seductor de todos. Y aún hoy sigo teniendo mi magia, solo que las ganas a veces no me vienen tanto como antes. Aunque depende de la circunstancia, claro. Y de la mujer. Bueno, el tema es que Jeanne y yo nos fuimos de paseo juntos. La acompañé a la carpa del circo. Era una compañía internacional. Me presentó a sus padres. Ella tenía 20 años. Los saludé muy amablemente. Tampoco hicieron muchas preguntas. La gente del circo, al menos entonces, eran de los más libres. Vivían sin normas, sin moralismos… me fascinaron.
—Te llevaré a mi cuarto —me dijo Jeanne.
Y me llevó a una tienda que había montado ahí, en el descampado junto a la carpa. Estaba decorada con velas, con pequeñas joyas y amuletos, con ropas y artilugios de acróbata. Me pregunté si tendría novio y supuse que no, o más bien que no me importaba lo más mínimo. Jeanne se sentó en unos cojines en el suelo y me invitó a hacer lo mismo. Me senté junto a ella y me ofreció un café caliente, negro. Me parece que no he vuelto a tomar un café así en la vida. ¿Esto que bebemos ahora? Basura. Ese café sí que era café, además lo bebí como se debe. Con el corazón caliente. Ahora el corazón lo tengo frío, chaval. Pero entonces yo era un hombre lleno de vida y de amor. Jeanne era como las mujeres de los libros. Jeanne era mágica. Me habló de su infancia, de su vida itinerante, de su existencia nómada y me convirtió a la religión de los circenses: el amor por viajar, por el misterio y los ritos ancestrales, por vivir como se vivía en la época de la magia. Porque te puedo asegurar que hubo una época de la magia, yo lo sé. Lo he visto. Todavía hay gente que vive en aquella época y que te pueden mostrar, si los encuentras, los entresijos de la realidad. Aquello que hay más allá del rostro de hojalata del cielo. Ellos te pueden mostrar las estrellas de verdad, que no son como las que ve la gente común, el amor de verdad, que no tiene nada que ver con los sentimientos mundanos, el vivir de verdad, que es algo que yo he experimentado y que no se parece a nada que conozca toda esta gente del café. Salvo tú y yo, chaval. A ti te lo veo. Eres como yo. Eres como Jeanne. Somos una raza de personas diferentes. Lo sabes. Te lo veo en los ojos. Nosotros nos reconocemos por la mirada.
Bueno, Jeanne me dijo todo esto y conectó con mi alma de una forma especial. Me leyó unos versos de Blaise Cendrars, a quien ella había conocido. Me habló de las tierras con las que yo había soñado y me hizo, secretamente, arrepentirme de no haber vivido nada en absoluto en realidad. No había salido de Tánger. No había recorrido el mundo como Jeanne. Y leía libros de aventureros y aún no me había lanzado al mar a navegar, o a las montañas o simplemente a la realización de mis verdaderos sueños. Y digo simplemente. Si eso es lo más trascendental. Pero es simple, ¿sabes? Porque uno siempre conoce sus verdaderos sueños. Solo que nos lo complicamos con trabas. Trabas de esclavos. Libre es el que no se ata a sí mismo con las cadenas de lo impuesto por otros.
Jeanne me habló de todo esto y me fue enamorando con sus palabras. Tenía los labios fogosos, tiernos, jugosos. Me dieron ganas de besarla. Me acerqué a ella, acariciando su pelo negro, y la besé. E hicimos el amor como yo nunca había hecho el amor hasta entonces. Pasamos todo el día en su tienda. Y, a la noche, la contemplé danzar sobre el aire, balancearse en un poema
que emitía con su propio cuerpo. Su cuerpo, que momentos antes había escrito bellos versos sobre el mío.
Me enamoré profundamente de Jeanne. Era alocada, salvaje, cuerda como solo son cuerdos los que se atreven a vivir realmente. En un mundo de locos, solo el que los otros llaman loco es cuerdo realmente. Y aquel era verdaderamente un mundo de locos. Nosotros éramos los únicos cuerdos en aquel enjambre de sombras, en aquel paisaje de gente que repetía siempre las mismas palabras, las mismas bromas, las mismas mentiras. Éramos los únicos vivos en un mundo de muertos que caminaban impelidos por la inercia por los valles de la cotidianeidad. Pasamos toda la noche en Tánger, entrando y saliendo de cafés, bailando, riendo.
Al día siguiente me enteré por un amigo de que el circo solo se quedaba dos noches en Tánger. Tres en total. Jeanne no me había dicho nada. A lo mejor había pensado que no hacía falta decirlo, que yo lo sabía.
Fui a buscarla, decidido a aprovechar el tiempo. Ella me recibió con sonrisas. Hicimos planes para viajar juntos, para casarnos, para vivir el uno con el otro. Yo dejaría el boxeo. Ella dejaría el circo. Nos mudaríamos a Madrid, seríamos gente honrada, con casa, hijos, trabajos normales.
Hablamos de eso y luego ella encendió unas velas. El cuerpo se le tiñó de rojo. Me miró, a la luz del fuego y se desnudó. Hicimos el amor otra vez y otra vez llegó la noche y otra vez la vi realizar su poema, su liturgia sagrada sobre el aire, colgando de los trapecios, balanceándose hacia el infinito.
Otra vez fuimos a los cafés y recorrimos la ciudad y nos amamos bailando salvajemente, como animales que descubren el sentido último de la existencia.
Llegó el tercer día. El último día, o la última noche, del circo en Tánger. Yo estaba tranquilo. Jeanne y yo teníamos planes. Ella actuaría esa noche y luego hablaríamos con sus padres. No volvería a ser una nómada con ellos. Iría conmigo a Madrid. Yo hablaría con mi padre, le
pediría dinero, empezaríamos de nuevo en el continente. Seríamos adultos hechos y derechos. Un hombre y una mujer con sueños y esperanzas de hombre y mujer del siglo XX. ¿Por qué queríamos matar lo que había más de sagrado en nosotros? No lo sé. Supongo que el amor era demasiado fuerte. Que sentíamos que la fuerza del amor, que el fuego del amor, si no nos destruiría. Que había que diluirlo con el agua sucia de la mediocridad.
Así que teníamos todos esos planes y yo estaba tranquilo. Jeanne encendió incienso en su tienda y me leyó algunos pasajes de ese libro que llevas. De John Barleycorn, de Jack London. Yo entendí que me hablaba a mí. Que me hablaba de todos esos planes que yo había propuesto. Que me dejaba claro, de alguna forma, que eso no era para ella. Que eso no debía, no podía ser para mí. ¿Por qué no me di cuenta? No lo sé. Sí me di cuenta, supongo, pero no dije nada. Y sí me di cuenta de que todos esos planes de una vida mediocre no los había dicho ni siquiera en serio. Yo, en realidad, era todavía un niño. Mucho más niño que ella. Y solo había pretendido buscar una salvaguarda a una posible existencia en común, diciendo aquello que creía que ella quería escuchar. Aquello que se suponía que yo tenía que desear. En el fondo, mientras escuchaba cómo recitaba pasajes de Jack London, me daba perfecta cuenta de que secretamente deseaba que ella no se fuese conmigo. Que no dejase el circo. Que no me hiciese caso y no me hiciese dejar el boxeo o mis recién descubiertos sueños de aventura, de recorrer el mundo, de navegar, de vivir salvajemente. ¿Por qué le había propuesto vivir en una casa con trabajos normales y vidas supuestamente normales si yo lo que quería era ser como ella? Si yo lo que quería era irme con ella y con su circo a recorrer el mundo…
Decidí que tras el espectáculo de aquella noche se lo diría. Le diría que olvidase todo lo otro. Que no dejase el circo. Que yo iría con ellos. Que encontraría algo que hacer. Que deseaba, que anhelaba ser un hombre libre. ¿Por qué esperé a después del espectáculo? Tampoco lo sé. Lo atribuyo a un deseo de darle una feliz sorpresa. Estaba seguro de que ella lo deseaba tanto como yo.
Entre el humo del incienso ella calló con sus besos toda posibilidad de que yo le dijese nada. Me besó y se desnudó nuevamente. E hicimos el amor una última vez. Supe que era la última vez.
Llegó el espectáculo y ella estaba divina. Realizó su poema en el aire como nunca. Fue su obra maestra. Todo su cuerpo emitía con cada pequeño movimiento versos que rimaban uno con otro, que rompían el ritmo, que creaban cadencias sonoras tristes y melancólicas, luego salvajes y llenas de vida. Finalmente, se aproximó a los trapecios y, en el verso exacto de su gran poema, de la obra maestra que aquella noche realizó con su cuerpo, sentí en mi ser toda la tragedia y la felicidad del amor perdido. El amor, que tiene siempre algo de adiós aunque no queramos. Me miró una última vez, entre el público encontró mi rostro, justo ante de arrojarse al aire. Supe exactamente lo que iba a hacer.
Ella había hecho su gran poema. Había descubierto los secretos de la vida. Y aquella noche terminó de enseñarme todo aquello que yo podía aprender de ella. No enseñaba como enseñan los profesores o los gurús. Enseñaba con su cuerpo, con sus besos, con su sexo, con su manera de danzar en el aire, de mirarte por última vez y abandonarte con el corazón lleno de algo. ¿De qué? No lo sé. Pero algo. Algo bello y poderoso. Algo mejor que el amor convencional. Más duro, pero mejor.
Cuando fui a buscarla ella ya se había marchado. La mayor parte de sus cosas seguían ahí, pero no quedaba ni rastro de Jeanne. No quise buscarla. Todo estaba claro. Me quedé con su ejemplar de John Barleycorn y me llevé una de sus velas, que nunca encendí, y uno de sus amuletos. No volví a Tánger. Recorrí el mundo, viví todo lo que sabía que tenía que vivir y escribí. Sí, escribí de todo y tuve en mi vida cada una de las cosas que soñé. Y el amor, amigo, el amor lo conocí solo entonces. Me enamoré en el desierto. Fue un amor loco. Pero fue un amor de verdad.
De todas las personas que conocí después, de todas las mujeres con las que compartí momentos de mi vida, aprendí algo. Pero a ninguna pude amarla de la manera en la que amé a Jeanne. No es que no las amase, es que no las amé como amé a aquella mujer que me enseñó los secretos de la vida.”
El hombre dejó de hablar, se notaba que estaba emocionado y pensé que una lágrima podría llegar a recorrer su mejilla. No lo hizo. En vez de ello, sonrió como sonríen los que están hechos a la vida y la aman por lo que es. Era posible que todo aquello que me había contado fuese un cuento. Pero era un buen cuento. Siempre he respetado a los que saben contar historias.
Se bebió de un trago el café, se puso su sombrero de fieltro marrón y me dio una palmada en la espalda antes de salir a la calle, caminando bajo la lluvia, alejándose entre los coches y las luces de neón y el velo de niebla como una aparición de otro tiempo, de otro mundo, de otra existencia.
Me quedé sentado un rato más en el café, contemplando por la ventana mi propio reflejo en el cristal mezclado con las imágenes de la lluvia cayendo sobre Madrid.
Me levanté, pagué, salí y caminé por las calles pensando en Jeanne, pensando en Tánger, pensando en que yo también quería vivir un amor sublime, un amor salvaje, un amor que me enseñase los secretos de la vida.
Me di cuenta de que era hora de enamorarme en el desierto.
Daniel Rabal Davidov (Madrid, 1998). Narrador, poeta y músico. A la edad de 17 años publicó
su primera novela, llamada Las Brillantes Luces de la Ciudad (Amargord Ediciones, 2016). En octubre del 2017, presentó su primer poemario Cánticos Revolucionarios (Amargord Ediciones, 2017) y en 2018 vio la
luz su tercer libro, la novela Cuervos (Amargord, 2018). Ese mismo año, fue invitado a participar como uno de los representantes de España en el festival internacional de poesía The Americas Poetry Festival of New York (TAPFNY) y se estrenó el documental sobre él: Retrato de un joven artista. En 2021 publica su tercera novela: El Novio de la Muerte, con prólogo de Luis Antonio de Villena.
En 2023 es seleccionado para formar parte de la XXII Generación de Residentes en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores, donde llevará a cabo en el curso 2023-2024 la escritura de una novela.
Magnífico relato Daniel Rabal Davidov ! Enhorabuena, un placer leerlo
Extraordinario relato de corte clásico y aroma a desierto.