Hay una mancha en el techo. Se parece a la que hay en la almohada. La que decora el techo es pequeña, ovalada, de un color difuso, entre café con leche y mostaza. La de la almohada es más grande, pero también ovalada, de un rosado grisáceo. El jabón la debería haber desterrado hace tiempo, como también la lejía, pero parece que ningún producto tiene la capacidad de borrar su esencia del todo. Siempre vuelve a aparecer, insistente, traspasando la funda, como un espejo donde Leo puede leer el vacío que le espera y le observa desde cada rincón del piso.
Como cada mañana, se ha despertado con la luz del sol, que entra por la ventana sin cortinas ni persianas, porque hace unas semanas decidió deshacerse de ellas. Con las cortinas fue sencillo: bajó el tubo del que colgaba la tela, la embutió en una bolsa de basura y directo al contenedor. Eran casi nuevas y las podría haber reutilizado para otra cosa, pero no las quería ni ver, porque entre su tejido todavía quedaban ecos invisibles de los recuerdos, aromas imperceptibles del pasado, de las conversaciones y las miradas que ahora se habían difuminado en el aire, transformadas en partículas en suspensión que dejaban un regusto amargo que lo impregnaba todo. Durante días había ventilado la casa, pero sabía que aquellas minúsculas hebras seguían allí, imborrables, adheridas al parqué, a las paredes, a cada mueble. Por eso decidió deshacerse también de las persianas. Fue extrayendo los listones uno a uno, rompiendo algunos, dejando que otros se deslizaran poco a poco por los raíles. Pensaba que así podría renovar el dormitorio, borrar aquel eco omnisciente que lo observaba desde cada esquina. Pero no lo consiguió, porque incluso en las escaleras, en el ascensor, en el pequeño trozo de calle que había entre la puerta de entrada y los contenedores podía sentir aquella presencia constante, un aliento invisible que lo rodeaba, que le acariciaba la mejilla, penetraba por los poros de su piel y lo ahogaba, arañándole el corazón y la memoria para dejar fluir los recuerdos.
Con un suspiro, Leo aparta la mirada de la mancha del techo y se fija en la de la almohada. Sabe que quizá ni siquiera está allí, pero la sigue viendo, entre los pliegues de la tela ligeramente arrugada, con el peso específico de una cabeza que ya no existe. Sabe que tendría que levantarse de la cama, coger el teléfono y llamar a alguien: a un amigo, a sus padres… cualquier ser humano que pudiera arrancarlo del colchón, del suelo de este piso por el que lleva días deambulando como una sombra más entre los muebles.
Porque los muebles siguen allí, como casi todo lo demás. Cuando se desprendió de las persianas, las cortinas y las sábanas, se dio cuenta. Aunque comprara nuevas o vaciara el piso hasta que solo quedaran los ladrillos, no serviría de nada. Porque incluso en el corazón de aquel material de construcción que se escondía tras el yeso y la pintura perduraría alguna traza, algún hilo transparente que lo llevaría, como si estuviera recorriendo la réplica emocional del laberinto del Minotauro, hasta el centro mismo del monstruo en el que se había convertido su cerebro. Y allí tendría que enfrentarse a un doble vacío: el del espacio, el agujero que habría dejado por haberlo arrancado todo, y el existencial, aquel vacío más profundo y más extenso que había echado raíces en su interior y se había instalado también en el exterior, expandiendo aquellas diminutas semillas de memoria que se repetían una y otra vez ante sus ojos, estuvieran o no abiertos.
Quizá por eso pierde el tiempo observando la mancha del techo, para no ver todas las demás, para no recorrer con la mirada las marcas reales de Lidia. Pensar su nombre hace que la imagen de la última vez se dibuje en la retina: aquel día en que, al salir de una tienda junto a la oficina, la vio, como si hubiera caído del cielo y estuviera en la esquina contraria por pura casualidad, con las manos en los bolsillos y la mirada fija en la puerta por la que él acababa de salir. Todo pasa como si se tratara de una película muda a cámara lenta: se saludan, ve cómo avanza, cómo las luces de las farolas juegan con su sombra, con los colores del abrigo metalizado, que él odia, pero que ella adora. El semáforo está en verde. Ella cruza. Un hijo de puta decide saltarse el rojo. La enviste. El cráneo contra el suelo. Sangre. Sangre por todas partes.
Niega con la cabeza para ahuyentar la expresión rota de Lidia, sus ojos abiertos, clavados en él. Sabe que ya no estaba mirándole, pero no se puede desprender de esa sensación, de la superstición absurda que hace que imagine que una parte de Lidia salió de ella para meterse en sus ojos, o en su cabeza, o en el bolsillo, para después separarse de él y colonizar las paredes de casa. Es ridículo. Son los recuerdos los que palpitan aquí, entre las sábanas, en el sofá, en la cocina, incluso entre los platos, cuando los lava. Puede escuchar su voz, «no te olvides de secar los vasos, que luego quedan manchas por culpa del desastre de agua que tenemos en esta ciudad». Nunca son frases épicas o románticas las que llaman a la puerta de su cabeza, son frases cotidianas, con un punto de autoridad en la materia, fueran platos, ropa o trabajo. Siempre cerca, siempre observando, vigilando que todo fuera perfecto, que todo estuviera en su sitio, incluso él. «Ponte bien el cuello de la camisa». «No te olvides de comprar el pan de molde alemán del super, que con el salmón queda perfecto». «¿Por qué me miras así cuando te pregunto dónde has estado? Me preocupo por ti». Preocuparse, ocuparse, ocupar el espacio, las horas libres, el cuerpo, la cama.
Tenían una cotidianidad de metrónomo. A ella le gustaba decir que tenían una vida plácida. A él, le parecía que a veces el aire gris de las rutinas repetidas se estaba enganchando demasiado a la piel. El beso en la comisura de los labios de buena mañana, para demostrar que estaban allí, el uno junto al otro, pero sin demasiada pasión, no fuera que el café no se calentara a tiempo y tuvieran que salir corriendo para llegar a tiempo al trabajo. Al principio lo habían hecho, y tenían que bajar las escaleras con algún botón mal abrochado. Pero pasó el tiempo y los botones se abrochaban a tiempo y las tazas ya estaban en el fregadero antes de salir. Se acostumbraron a la presencia del cuerpo del otro y del cuerpo de madera y tela de los muebles. La vida tranquila, la mano en el hombro mientras miras el correo, una mezcla de saber que estás allí y de saber que te vigilan. Un control sutil pero constante, adherido al movimiento conjunto de la pareja, del caminar por el pasillo, entrando en la cocina cuando hablabas por teléfono o al lavabo cuando estabas tirando de la cadena, con una mirada periférica de todo tu entorno para saber dónde tenías el móvil, si habías utilizado más papel de váter del necesario.
Se incorpora, enfadado consigo mismo por esta especie de juicio que se cuela entre los recuerdos. Duele, tanto una cosa como la otra. Mira de reojo hacia el techo, deseando que en el fondo él solo sea un reflejo de la realidad que hay al otro lado, un boca abajo, como en aquella serie, una vida a la inversa. Quizá allí, donde el techo es en realidad el suelo, la mancha es un resto de café y la vida sigue, no se ha quedado en stand by. Porque eso es lo que él está haciendo ahora, esperar, dejar que los días pasen hasta que algo cambie, pero nada se mueve. Deja el techo y mira hacia el armario. Junto a él se acumulan las cajas de ropa de Lidia. Sobre ellas, como si estuviera esperando que alguien se lo ponga, descansa el abrigo metalizado. Se lo devolvieron tras el accidente, lo limpió y lo dejó colgado de uno de los pomos del armario, hasta que decidió recoger la ropa. La dobló como a ella le gustaba, lo ordenó todo por colores, pero al día siguiente descubrió la ropa en los cajones, las cajas por el suelo y el abrigo dentro, separando las dos partes del armario, como si todo volviera a ser normal. Pero no lo era.
No lo ha comentado con nadie. Imagina que, de noche, como un sonámbulo, deshizo el camino que había hecho durante el día y devolvió a Lidia a su sitio, para que no se fuera. Sabe que tendría que regalar la ropa o quizá quemarla, una especie de exorcismo, como hizo con las cortinas y las persianas del dormitorio, pero intuye que no serviría. La mancha del techo seguiría allí, como la de la almohada, como la marca de su cuerpo en el sofá y su olor en el cojín de terciopelo rojo que ahora él ya no toca, porque es otra puerta, como todo lo que tiene a su alrededor.
Con desgana, se levanta por fin y va hacia el cuarto de baño. Una hilera de pequeños frascos de perfume le saludan desde el espejo. Lidia los coleccionaba. Y allí están, impasibles, ajenos a la pérdida, ignorando que nunca más habrá una mano que los acaricie, recitando cada uno de sus nombres, decidiendo cuál ponerse. Probablemente tampoco lo sepan, pero cada uno de ellos tiene asociado un aroma y también una historia. Iban a los mercadillos de viejo a la búsqueda y captura de uno de aquellos pequeños tesoros y él siempre encontraba algo más, algún objeto al que adjudicar alguna utilidad absurda, como aquel pato de cerámica descascarillado que habían aprovechado como jabonera porque alguien le había abierto la tripa y en el agujero que había quedado cabía perfectamente una pastilla de jabón. A Lidia no le gustaba mucho, pero reconocía que así el lavabo tenía el toque personal de Leo.
¿Quién coño otorgó a los objetos la capacidad de guardar en su interior toda una vida? Todo lo que hay a su alrededor está lleno de discusiones y de reconciliaciones, de la forma en que ella movía la cucharilla de café o de las bolsas de té sobre el mármol, dejando un pequeño cerco oscuro que ella limpiaba con rabia, como si hubiera partes de la casa que podían ser vividas, pero sin dejar marca. Marcas, recordatorios en forma de sombras que la pintura había absorbido y que ahora le devuelven la mirada desde un pasado condensado entre los poros de lo inanimado. Como la que siente que, en este preciso momento, le observa desde una distancia cercana. Proviene del reflejo del espejo, que tiene la llave para abrir en canal la cotidianidad más íntima. Este maldito espejo que le ofrece la superposición de todas las imágenes del cuerpo desnudo de Lidia que tantas veces había contemplado mientras se afeitaba, ella sentada en una de las esquinas de la bañera, poniéndose crema hidratante con la atención dividida entre sus propios movimientos y los de Leo. Una imagen borrosa que no consigue que desaparezca del todo, sino que se vuelve intermitente, como un faro que le avisa de la colisión que está a punto de provocar entre sus neuronas.
Le asaltan dos ráfagas de imágenes contrapuestas, dos fantasmas que le clavan las garras en el pecho, en el estómago, penetrando de manera devastadora, desgarrándolo por dentro y por fuera, en direcciones opuestas, el principio y el final, las dos caras de la moneda. El primer bombardeo es de las veces que hicieron el amor sobre el mármol frío, intentando imitar a los amantes de las películas contra las paredes, resbalando, acabando siempre enredados entre toallas, riendo, maldiciendo a los guionistas que imaginaban malabarismos imposibles para el sexo.
El eco de la risa de Lidia resuena contra los azulejos y explota en el cerebro de Leo, que deja que llegue el segundo bombardeo, el momento en que empezaron las discusiones, la sensación extraña de que alguna cosa se había roto en aquella tela tan perfecta que habían cosido entre los dos. Recuerda el agua cayendo sobre su cabeza, caliente, el jabón bajando por los ojos, por el cuello, y el sonido de la puerta al abrirse. La sombra de Lidia.
—¿Por qué tardas tanto? ¿Qué haces? —había preguntado, descorriendo la cortina, observando con desconfianza sus manos.
—Me estoy duchando. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
Pero sabía por qué lo preguntaba. Una vez lo había pillado desfogándose y se había escandalizado, indignada, dolida porque ella no era suficiente, porque si lo hacía él solito, quizá lo hacía con otra. Las sospechas habían empezado una mañana, cuando la cama había dejado de ser un juego y había pasado a ser un horario marcado en el calendario, día fijo, hora fija.
Y la imagen de la Lidia del cuarto de baño se mezcla con la imagen de aquel día, su cuerpo desnudo, sentada a horcajadas sobre su tripa, el pelo ligeramente despeinado y un gesto infantil en la sonrisa, como de niña enfadada porque no le han comprado el helado que quería.
—¿Piensas participar o tengo que hacerlo todo yo sola?
—Me acabo de despertar, Lidia, un poco de paciencia, que esto a veces no es automático —había dicho, entre despreocupado y juguetón. Pero ella no estaba para juegos.
—¿Me quieres explicar por qué hoy está tan vaga? ¿Ayer la utilizaste o es que ya no te interesa lo que ves?
—No digas tonterías. Estuvimos todo el día juntos y sabes perfectamente que me vuelves loco.
Pero no se lo creyó. Siempre había sido un poco desconfiada, pero con los años la cosa se había descontrolado. Había llegado a ver tantas veces aquel maldito abrigo metalizado por la calle que Leo se había planteado que tal vez lo hacía conscientemente, para que él la viera, para que comprendiera que se preocupaba, que se ocupaba, que lo tenía presente. Mierda de abrigo. Mierda de coche. Mierda todo.
Las imágenes se amontonan sin criterio, hacen que la quiera y la odie, que la eche de menos y la quiera borrar. La quiere borrar, ¡joder! Se mira en el espejo, se concentra en él, intentando que los ecos desaparezcan, que los sentimientos se apaguen, pero los frascos están allí, observándolo, desafiándolo. Barre los perfumes de un manotazo. Puede reproducir la voz de Lidia, su mirada reprobatoria. La ve a su lado, puede notar sus dedos sobre el hombro. Con rabia, da un puñetazo al espejo mientras deja que el dolor se concentre en el cuello y salga disparado en forma de grito. Un grito que lo hiere y lo rompe.
Mira su mano. Los nudillos rojos. Los cristales por el suelo, el líquido concentrado mezclándose con la sangre que le gotea por los dedos, fundiendo su esencia con la de ella, con la de sus historias. Un reflejo de lo que cree que le ha pasado al piso, a su cabeza, a su cuerpo: ella se ha colado bajo la piel de todas las partes de su vida. Está en todas partes. Y no podrá olvidarla, no podrá dejar de echarla de menos ni de imaginarla vigilando sus movimientos mientras siga allí, mezclada con su sangre, entre los rincones más profundos de su ser, goteando recuerdos por cada poro.
Coge uno de los cristales y observa su punta afilada y su carne. Es una idea que nunca se le había pasado por la cabeza, pero ahora que ve el líquido expandiéndose por las junturas, tiñendo de rojo el blanco, impregnando el lavabo con todos los aromas de Lidia y su propia esencia, que sigue goteando entre los nudillos, lo ha visto claro. Necesita deshacerse de ella. De su presencia evocadora. De todo lo que le hace y le hizo sufrir.
Nunca lo ha intentado, así que decide probar primero con un dedo. Con la punta del cristal hace una incisión. Arde. Pero es soportable.
Lo prueba con otro dedo. Sangra un poco, pero no duele.
Entonces descubre que la piel de uno de los laterales de la herida que se ha hecho está ligeramente levantada, como cuando dejas una pequeña marca en el papel celo para no tener que pelearte con aquel círculo infernal antes de encontrar el lugar del que tirar. Sonríe. Es un símil curioso, pero le ha hecho pensar en algo. No quiere morir. Tampoco quiere matarse. Pero necesita deshacerse de ella. No solo de Lidia, sino de todo lo que de ella hay en él.
Y lo hace.
Con cuidado, deja que la punta de la uña se sitúe sobre la fisura, y al darse cuenta de que el dolor sigue sin aparecer, presiona para atrapar la cutícula y estirar.
Siente una especie de escozor, pero es tolerable, mucho más que la mezcla de vacío y angustia que lleva asediando su interior desde hace días.
Por eso, como si la piel fuera la de una mandarina, empieza a tirar de ella. Se desnuda las manos y los brazos. Hay pliegues que cuestan más que otros y debe realizar una nueva incisión para que los dedos puedan pinzar con precisión y seguir el proceso.
Sangra. Pero no como había imaginado. Como si lo que hubiera bajo la dermis fuera una gasa, ve como esta capa que le cubre el cuerpo se va impregnando de rojo, pero sin traspasar. Quizá por eso no duele. Quizá lo que le ha estado haciendo compañía todo este tiempo era una piel ajena, extraña a su persona. Un vestido de Lidia que se tiene que arrancar para volver a ser él, para aprender a ser sin ella.
El vello, las pecas, las cicatrices… Todo va cayendo en tiras al suelo. La piel muerta se impregna de los aromas que continúan empapando los azulejos, absorbiendo cada una de las fragancias y las historias. Al ver esto piensa que quizá podría hacer lo mismo con el resto de la casa, para capturar los recuerdos desperdigados, para tejer una red de él y así atraparla a ella, encerrarla y tirar la llave.
Con dificultad, se levanta y sigue tirando, dejando que los trozos de su envoltorio caigan por el pasillo, por la sala, hasta llegar al dormitorio. Se sienta en la cama y empieza a estirar la piel del pie. Se entretiene en la curva del tobillo, fina y de difícil acceso, y sigue hacia arriba, por los gemelos, las rodillas, los muslos. Al llegar a los genitales duda por un instante, pero sabe que lo tiene que hacer. Si hay algún lugar de su cuerpo en el que se acumulan recuerdos de Lidia es allí. Cierra los ojos para evitar el sentimiento de aprensión que siempre lo asalta cuando piensa en las operaciones que tienen que ver con la entrepierna y, como si se estuviera depilando, arranca de un tirón. Pero no se va solo el vello, sino toda la piel.
En carne viva, se tumba en su lado de la cama y observa la forma de la almohada, la mancha ovalada que continua allí, reflejo de un cuerpo que ya no pesa, que ya no respira, que ya no existe. Siente como vuelve el dolor, pero no por las heridas. Es el corazón. Sabe que no puede llegar a él, que arrancárselo sería excesivo. Así que hace una incisión en la clavícula izquierda y tira de la piel para deshacerse de la coraza que le protege los latidos. Espera que, de esta manera, el corazón pueda respirar aire nuevo y borrarla de sus venas.
Agotado, teñido de rojo, Leo se queda dormido junto a la sombra de Lidia, que sigue observándolo desde la ropa que hay en el armario, desde los cristales rotos del suelo, desde las fotos que duermen en los álbumes y que él no ha tirado.
A la mañana siguiente, Leo despierta tras diez horas durmiendo. El sol entra por la ventana y se pregunta por qué no ha bajado las persianas. Es domingo y tiene todo el día por delante. Podría ir a dar una vuelta por el parque, tomarse un café en alguna terraza y disfrutar del sol.
Bosteza y estira los brazos. Y entonces se da cuenta. Hay algo a su lado. Y sabe que es algo y no alguien, porque su tacto es extraño y frío.
Cuando ve lo que es, se aparta/se estremece/se sobresalta/se aparta con recelo. Sobre las sábanas hay una especie de corteza fina, una capa de piel, como si una serpiente con forma de mujer hubiera estado allí y se hubiera evaporado, dejando solo la carcasa. Se acerca un poco y descubre que parece hecha de retales, como si la propietaria de la membrana la hubiera ido perdiendo a trozos, como si en vez de dermis hubiera sido una cáscara de huevo y la hubiera roto a pequeños golpes para nacer de nuevo.
No recuerda nada. No entiende cómo ha llegado hasta allí, pero decide que ya lo tirará a la basura. Se encoge de hombros, bosteza y se incorpora. Es entonces cuando lo nota. De reojo ve cómo la piel también se incorpora, se acerca a él. Leo quiere huir, levantarse, pero no puede. Las manos de la piel le han cogido el brazo, puede notar cómo lo mira con ojos que no son ojos y abre la boca.
—No te muevas —dice, y las imágenes y los recuerdos vuelven, lo atropellan, lo dejan asombrado. Es su voz, la voz de Lidia.
—Suéltame —pide por fin, cuando la piel que hay junto a él ya se ha acoplado en un abrazo que lo estremece.
—Nunca. Si te quieres deshacer de mí, tendrás que cortar más profundo. Y nunca te atreves.
Inés Macpherson (Barcelona, 1982) es licenciada en Filosofía, trabaja en el mundo editorial como freelance y colabora en La Vanguardia, donde habla de libros en el suplemento Culturas. Es narradora oral, conductora de clubs de lectura y profesora de l’Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonés. Recibió el premio revelación en catalán 2021 otorgado por el Festival 42 (Festival de gèneres fantàstics de Barcelona). Ha publicado relatos en diversas antologías, como Extraordinàries. Noves autores de l’insòlit (Males Herbes, 2020), Paper Cremat. 10 contes per a 100 anys de Ray Bradbury (Apostroph, 2020) o La ciutat invisible. Vuit relats ucrònics barcelonins (Sfabula Editorial, 2022), entre otras. También ha publicado dos novelas, la última con la editorial Spècula, Els fils del mar.
Comentarios sin respuestas