Resido en un edificio anodino
frente a un bloque de hormigón gemelo,
durante el día
nos sombreamos mutuamente
como dos monumentos funerarios
tratando de negar la posteridad del otro
y al mitigarse la luz
somos islotes solitarios en un océano insondable.
Pero este inesperado confinamiento
me ha hecho prestar atención al exterior:
los destellos de color siena al atardecer
y el esplendor geométrico de las azoteas,
puntos ciegos del fin del mundo.
También los balcones ofrecen descanso
y engalanan sus modestas tarimas
como cuadros silentes de Méliès
o disparatados entremeses del Siglo de Oro.
Frente a mí, un anciano
baila siguiendo un suave ritmo interno
y abriga el vacío entre sus brazos.
Una muchacha
observa vanidosa a un mensajero,
que prueba a seducirla desde el ciclomotor
como proletarios en un portal de Verona.
En el quinto, un tipo
atisba parapetado entre tiestos
y crucigramas la escena.
Y en el ático
un chiquillo colorea una flota alada
mientras sus padres socializan,
oh cauterio suave,
reconciliaciones y desencuentros.
Las horas caen
blandas
como un tarro de miel por las fachadas.
El anciano
pierde el compás y abandona su ensueño,
el mensajero
parte arrogante como un heraldo entre la gleba
y el tipo solitario del quinto
se masturba sobre unos gladiolos
gritando que también vuole una donna.
Sin embargo,
la ingenuidad y la locura
son estados transitorios
y obrado por el mismo milagro
que produce la nieve a nivel del mar
cada tarde
alguien saca un chelo en un barrio obrero
y toca una suite de Bach.
Al cabo de unas semanas,
la inepcia gubernamental
y la cifra de muertos
se me hizo insoportable,
dejé de prestar atención al exterior
y de querer dar testimonio de ello,
me refugié en mi trabajo,
en arropar a quien me amaba
y en la lectura vehemente de Balzac.
Sé que algún día la desazón remitirá
y volveremos a poblar las calles,
pero hoy,
sólo la cadencia de ese chelo
y el errático vuelo de un avión de estraza
mantienen con vida la esperanza.
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