Este es el último año en el que seré más joven que mi padre: el próximo 22 de enero tendré su edad y, a partir de entonces, cada mañana seré un poquito más viejo.
En todos mis cumpleaños recuerdo el último que compartimos. Recuerdo la noche anterior, porque entré a casa y mi madre lloraba y él me dijo en un tono que oscilaba entre sorpresivo y divertido —aunque era pura pose, claro, claro que estaba asustado— que se le habían hinchado las piernas. Recuerdo especialmente el día siguiente, porque era sábado y era 15 de enero y cumplía quince y jugábamos contra La Salle, que era nuestro gran rival porque Paterna nunca ganaba a La Salle (aunque nosotros sí que les ganábamos). Recuerdo que se puso unas babuchas de andar por casa porque no le cabían otros zapatos y que fuimos los tres —él y mi madre a verme, yo a jugar—. Recuerdo que les ganamos de paliza, aunque no sé de cuánto porque entonces ni mirábamos las actas ni nos importaba, y que metí un porrón de puntos, aunque no sé cuántos porque entonces ni mirábamos las actas ni nos importaba. El mes pasado intenté conseguir aquella acta, porque ahora sí me importa, porque es uno de los documentos de mi vida: fue el último partido que me vio jugar, y está bien que así fuera porque creo que fue el mejor. Afortunadamente, supongo, no la pude localizar. Recuerdo que robé un balón a un rival cuando venía en contraataque, solo contra mí, y ya agarraba fuerte la pelota para entrar a canasta. Recuerdo que lo robé de potra, porque en realidad lo que quería era hacerle falta para que no anotara tan fácil; creo que incluso cerré los ojos y, cuando los abrí, el balón estaba en mi poder. Recuerdo otro momento del partido en el que encesté y me hicieron personal y, mientras me concentraba en la línea de tiros libres, escuché un silbido y supe que el silbido era de mi padre y me giré a mirar las gradas y miré exactamente donde él estaba y me hizo ok con el dedo pulgar y me puse nervioso y fallé el tiro libre y supongo que fue entonces cuando me di cuenta de que el asunto era más grave de lo que pensaba, de que no siempre iba a funcionar lo de cerrar los ojos e intentar hacer falta y que, a pesar de todo, saliera bien. Menos de un mes después murió y yo tardé en comprender que ese pulgar levantado no se refería solo a aquel partido, que había empezado a despedirse y esa era su manera de decirme que me quería, que estaba orgulloso de mí.
Tal vez por estos recuerdos siempre he sido bastante reacio a celebrar mi cumpleaños. Tal vez no.
El año que viene tendré la edad de mi padre y será un año raro. Cuando era adolescente solía jugar en las boyas de la playa, a unos cien metros de la orilla: me ponía delante de ellas, en la zona de baño, miraba al horizonte y me sentía seguro al verlas a mano, de reojo. Las pasaba por debajo, me salía de la zona de baño, miraba al horizonte y me entraba una especie de vértigo. Ya no había red, ya no había nada a lo que agarrarse a no ser que retrocediera, que mirara hacia atrás. El tiempo no permite ese Ctrl+Z, así que dentro de unos meses ya no podré retroceder, ya no podré agarrarme a las boyas y seguro que me cago de miedo y seguro que me entran dudas de si sabré nadar y seguro que resuenan en mí las palabras de Gistau en aquel artículo tan bonito que escribió cuando nació su hijo: «Mi hijo no ha de ser lo que yo fui: un adolescente enfadado con el mundo porque se le murió el padre demasiado pronto».
Nunca tuve nada claro que fuera a ser padre. Nunca tuve nada claro que se pudiera ser padre con esta forma tan lejana y tan ausente y tan injusta que tengo de querer, que parece que te olvido, que no me interesas, que no te llamo, que no me importas, y sin embargo en realidad te quiero tanto y pienso en ti y si hace falta voy, y si hace falta llamo, pero uno no debería ir solo cuando hace falta. De pronto, un día, tu hermana tiene hijos y descubres un tipo de amor muy difícil de explicar, que no es etéreo como los demás; que es, al menos, gaseoso: se te mete por todos los poros y se concentra en el estómago y va subiendo por el pecho e inunda todo tu cuerpo y se concreta y casi lo puedes tocar, casi puedes abrir fuerte la boca y tragarlo, saborearlo. Un sobrino es como un hijo, aunque a tiempo parcial, y con ellos uno ya descubre lo que es querer a un hijo y lo que es amar de verdad, y que todas esas imágenes que inventaron e inventan los poetas no van dedicadas a la persona amada, sino a sus hijos y a sus sobrinos.
Y, a pesar de todo, cuando iba a venir Kenia todavía tenía dudas de si podría: por mi amar distanciado, por mi temor a que en un futuro sea una adolescente enfadada con el mundo; pero llegó y desaparecieron las dudas, aunque en realidad no: las dudas se mantuvieron y sobre ellas aparecieron certezas mucho más poderosas. Tener un hijo, en cierto modo, es echarle un pulso al tiempo. Es volver a nacer.
Dentro de una semana seremos dos más. Lia y Candela completarán el quinteto titular de una alineación que nunca soñé y que me consagra como el General Manager del año, posiblemente de la década, tal vez del siglo. De la historia, por qué no. Dentro de una semana vendrán Candela y Lia, que todavía no conocen ni al viento, y sé que en algún momento pensaré en que falta poco para que sea más viejo que mi padre y cruzaré las boyas y cerraré los ojos para hacer una falta personal y, cuando los abra, tendré el balón en las manos sin saber cómo, cuando los abra nadie me dirá que la pelota está en mi poder porque la robó Mire para mí, porque la puso ahí mi familia, porque me la dieron mis amigos, porque soy el tipo más afortunado del mundo.
Así pues, recorro el camino que recorrieron mis abuelos paternos en 1952. No exactamente el mismo, porque mi abuela llevaba en su vientre a un niño —mi padre— y a una niña —mi tía Amparo—, porque para ellos eran los primeros y no los segundos, porque eran otros tiempos y se sabía un poco menos de todo y seguramente tenían más miedo. Recorro el camino que recorrieron mis padres en 1982. No exactamente el mismo, porque ellos construyeron una familia numerosa en orden, de uno en uno, sin ser tan impacientes; porque soy mucho más viejo de lo que ellos eran entonces, casi más viejo ya que mi padre. Recorro un camino marcado por las huellas de mis abuelos y de mis padres y eso me hace sentir seguro, me hace sentir orgulloso. Recorro un camino marcado por las huellas de mis abuelos y de mis padres de la mano de Mire, de la mano de Kenia, sabiendo que en breve no tendré suficientes manos y no nos quedará más remedio que abrazarnos.
No sé cómo habría sido mi vida si mi padre siguiera aquí. Más fácil, seguro. Diferente. Habría sido una persona mejor. Sé que echo de menos esta época en la que un hijo ya no es un hijo y un padre ya no es un padre, en la que el trato cambia y se hace más cercano, más real; en la que comprendes que ser padre es no saber nada, es dudar de todo e intentar que no se note, porque hay unos enanos que te miran como si fueras Superman. Esta época en la que descubres que ser padre es tener miedo y abrazas a los tuyos e intentas devolver tantas cosas. Cómo no echar de menos no poder compartir con él todo lo que se está perdiendo y tanto habría disfrutado.
Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad.
A veces me siento culpable por ser feliz. Como si no lo mereciera, como si no me correspondiera. Como si serlo equivaliese a olvidarme de todos los que se fueron. Sé que no es así, sé también que es inevitable y que es un sentimiento muy común. Que la mejor manera de honrarlos es seguir siéndolo, aunque muchas veces no dependa de uno mismo. En estos momentos lo único que pido es que Lia y Candela nazcan sanas y crezcan seguras. Que Kenia, Candela y Lia sean buenas, que sean valientes: que se parezcan a su madre. Que sean lo que ellas quieran.
Y que naden con su padre, que naden más allá de las boyas y no tengan miedo. Que el miedo se quede solo conmigo.
(Candela y Lia nacieron sanas y fuertes el 17 de julio de 2020, en un parto natural que se complicó en el último momento, cuando ellas ya habían salido, y nos hizo tener miedo, nos hizo tragar saliva durante dos horas. Lia y Candela nacieron en un intervalo de quince minutos y son tan parecidas y tan distintas como puede serlo cualquier pareja de hermanas: Lia es tranquila, tímida, reflexiva, un tanto temerosa; Candela es valiente, casi temeraria, cariñosa y risueña. Mire y yo seguimos intentando abrirnos paso entre la maleza con la inmensa fortuna de encontrarnos, muchas veces, con las plantas ya cortadas a nuestro paso. Con la inmensa fortuna de habernos encontrado y haber juntado las manos hasta que se llenen de arrugas, hasta que seamos más viejos que nuestros padres, hasta que ya no podamos besarlas y tengan que venir a separárnoslas.)
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