En el primer capítulo de su monumental, delicada y gótica Recherche, Marcel Proust, mientras hace acopio de los materiales y motivos que desarrollará impecable e implacablemente a lo largo de novela, refiere esos momentos en que la familia de Marcel, con la intención de distraer al niño hipersensible de las horas de soledad en su cuarto, le regala una linterna mágica: «A mi familia se le había ocurrido, para distraerme aquellas noches que me veían con aspecto más tristón, regalarme una linterna mágica; […] y la linterna, al modo de los primitivos arquitectos y maestros vidrieros de la época gótica, sustituía la opacidad de las paredes por irisaciones impalpables, por sobrenaturales apariciones multicolores, donde se dibujaban las leyendas como en un vitral fugaz y tembloroso» (trad. Pedro Salinas).
Esa misma impresión es la que causa la primera visita a la parisina Saint-Chapelle. Altísimos y tornasolados vitrales se alzan decenas de metros hasta donde los nervios delicados de las bóvedas sostienen la nave. La propia portezuela de acceso a la capilla, precedida de una angosta escalera en zigzag, predispone al visitante a la magia de lo que instantes más tarde lo embargará.
De regreso de la fracasada Séptima Cruzada, Luis IX inaugura lo que se denominan «los buenos
tiempos del señor san Luis», y donde eclosionan los estudios culturales, el gótico, el comercio y
la vida universitaria. Al construir su obra magna, Proust, recién regresado de su personal cruzada en la vida mundana y los barrios elegantes, probablemente tuvo en cuenta ese pálpito y, quién sabe si a modo de expiación, dejó a la posteridad esa catedral luminosa y esbelta que revela tanta primorosa atención por los detalles.
Cruzando el Puente de Notre-Dame, damos con la pequeña y antiquísima iglesia de Saint- Julien-le-Pauvre, consagrada en la actualidad al culto ortodoxo. En lo que fuera su terreno delantero, con las señeras torres de Notre-Dame a la vista, se ha habilitado un delicioso parque lleno de recovecos y bancos tranquilos bajo pérgolas con rosas y árboles centenarios.
La historia de la iglesia, tan lejana de lo rutilante y epidérmico del París de postal, es para mojar pan, pedazos de un pan antiguo, negruzco y sabroso. Destruida la fábrica original por los vikingos en siglo IX, su exigua nave fue utilizada a partir del siglo XIII como lugar de asambleas de los diferentes gremios que poblaban la zona, estación de paso en el Camino de Santiago y espacio donde la universidad medieval impartía alguna de sus materias.
En la calle de Fouarre -paja- residió Dante a principios del siglo XIV, mientras asistía, como posteriormente Petrarca, a clases en la universidad. Los estudiantes escuchaban las lecciones recostados en los montones de paja que cubrían el adoquinado -imaginemos la bulla y los cuartos de vino corriendo por doquier-. El ayuntamiento, en un gesto lleno de consideración, decidió colocar sendas puertas a ambos extremos de la calle para impedir el paso de los carruajes en medio de las clases. En la actualidad, el interior de la iglesia está poblado de iconos, austeros vitrales emplomados y las llamas trémulas de los cirios que alguien, arrodillado, ha colocado como ofrenda o señal de devoción. La letanía de la música sacra ortodoxa, envolvente y acariciadora, se confunde armoniosamente con el férreo doblar de la campana que anuncia el mediodía.
Hay algo que caracteriza a París y que no dejo de observar en las visitas que voy haciendo. Y es el, en apariencia, poco esfuerzo que hace para epatar, para renovar incansablemente cosas que ya funcionan. Por ejemplo, la red de metro, excelente, bien comunicada, rápida, eficaz, pero cuyos vagones y estaciones conservan esa pátina del tiempo que además los vuelve entrañables y próximos. Lo mismo ocurre con alguna de sus magníficas librerías. Una visita a Gilbert Joseph, en el no menos magnífico Bvd. Saint-Michel, lo convence a uno de que lo que hace referencial e ineludible a una librería es, aunque parezca una perogrullada, disponer de un ingente fondo a disposición del comprador. De todo y mucho. Clásico y moderno. Francófono, como no podía ser de otra manera, e internacional. De bolsillo -esas estanterías
con la colección completa de poesía de la editorial Gallimard- o de lujo -esa colección completa de la Pléiade-. Sus habitaciones, austeras, quizá anticuadas si hacemos uso de los cánones decorativos actuales, son un verdadero paraíso para el lector. Viejos anaqueles repletos de libros. Papel y madera. Salgo de allí, hacia la tarde-noche de Saint-Michel con la poesía de Philippe Soupault y la de Joachim du Bellay.
Mientras deambulo estos días por París, advierto la inexistencia de cualquier señal, homenaje de la ciudad al que fue uno de sus mayores poetas cinematográficos, Jean-Luc Godard, fallecido unos días antes. Ingenuo, quizá esperaba alguna muestra de discreto buen gusto, tan propio de los parisinos, en forma de banderola, de cartel, de guiño cómplice en los vagones del metro. Comparo mentalmente este hecho con el funeral popular que Atenas dispensó el año pasado al músico Theodorakis, con el tráfico cortado y gente de todas las edades coreando su canciones a capella en la plaza de la catedral. Tampoco, repasando los canales de la tele al regresar al hotel, veo que programen ninguna de sus películas. Por todas partes Mbappé anunciando diversos modelos de gafas.
La primera vez que quise visitar el cementerio de Montparnasse, habían cerrado. Debo decir que me costó encontrarlo, dado su discreto y perfecto encaje entre los bulevares y calles del barrio, y cuando por entonces no se estilaba el uso de aplicaciones como Google Maps. Como no quería marchar aquella vez sin rendir visita al ahijado del general Aupick, volví al día siguiente para zanjar, nunca mejor dicho, el asunto.
Esta vez, los años pasan, más tranquilo y, sobre todo, armado con la brújula digital, di fácilmente con el remanso antiguo y nostálgico del cementerio. Me acerqué a las tumbas de Sartre y Beauvoir, a la del maestro impecable Baudelaire, a la del gran saxofonista literario Cortázar. Me asomé a los panteones semiabiertos, cubiertos de guirnaldas ajadas de hojas secas, cirios desmochados, candelabros torcidos. Un aliento podrido emergía de todo aquello, y una honda tristeza, irreparable, humana, me iba invadiendo mientras leía en las paredes de las pequeñas mansiones nombres, fechas y circunstancias de sus habitantes. Criaturas muertas a los seis años en 1823, ancianas con apellidos llenos de elegantes resonancias que habían nacido y conocido la Revolución Francesa. Me refresqué la cara en una de las fuentes, me senté en un banco y fumé un cigarrillo observando ese especial ir y venir del viento cuando
sobrevuela espacios sagrados o así considerados por la cultura y la costumbre, y desordena las hojas de los árboles.
«Mille pensers domaient, chrysalides funèbres, / Frémissant doucement dans les lourdes ténèbres, / Qui dégagent leur aile et prennent leur essor, / Teintés d’azur, glacés de rose, lamés d’or» (Ch. Baudelaire, «Le flacon»).
De regreso al hotel, ya de noche, alguien, desde dentro, con un tierno reproche me recuerda
que hoy hace catorce años que falleció mi padre. La mañana despierta fresca y luminosa. Deambulo por Montmartre cumpliendo religiosamente la tabla de ejercicios cardiovasculares que supone ascender al Sacré Coeur. No deja de sorprenderme la habilidad del ser humano para convertir en negocio lo que alguna vez fue, quizá, acto espontáneo de alguien: por todas partes vendedores ambulantes de candados
como los que abigarran los miradores desde donde se contempla la ciudad. Tras visitar el Georges Pompidu, reafirmar mi fe en Kandinsky, Picasso y Delaunay, y enamorarme de Natalia Goncharova, bajo a comer a un bistrot del Barrio Latino. Sopa, pollo asado, copa de vino de la casa y café.
Tras una nueva visita a la librería del Bvd. Saint-Michele, decido que no quiero dejar pasar la ocasión de beber una buena copa de burdeos en uno de los cafés que bordean la zona. Un rato más tarde, densa la sangre como rubí, me acerco la verdura incomparable de los Jardinesde Luxemburgo.
Se ha hecho tarde para visitar la casa de Balzac en Paissy, que tendré que dejar para mejor ocasión. Horas más tarde, en un vagón de la línea Étoile-Nation (conocida, entre los lectores de poesía, por el filete de Gil Biedma con su pareja de entonces), y camino de la Tour Eiffel, buscaré fugazmente con los ojos la mansión de Honoré entre los sólidos edificios burgueses que pueblan los aledaños del Sena. La Tour Eiffel, maravillosa, espectacular ofrenda del culto positivista, apuntando al cielo azul cobalto su aguja armada con toneladas de hierro y que parece, iluminada así, un ensueño brotado de la mente de Jules Verne.
El plan al volver a visitarla es el de siempre. Comprar un par de botellines de cerveza y sentarme a observar ora la torre, ora el paso de la gente. Pero constato que parte de aquel encanto naif que tenía el entorno con el libre deambular de las personas, las atracciones de caballitos, las parejas de enamorados, los vendedores con su negocio, ha desaparecido en su práctica totalidad. Han erigido vallas en el perímetro con estrictos controles de acceso, desvaneciendo, de ese modo, parte de su magia espontánea. Proliferan los bicitaxis que invaden con música de Bollywood y luces cegadoras las avenidas que rodean la torre. En efecto, la forma de una ciudad cambia más rápido que el corazón de un mortal.
Ya de regreso a casa, cumplo con otro ritual tras los viajes. Abro una cerveza y desde el balcón contemplo la ciudad, mi ciudad, mientras los paseos, las imágenes, las intuiciones reposan y descienden a ese lugar donde irán a juntarse con las otras imágenes, intuiciones y paseos atesorados con el paso de los años y que emergerán, quién sabe cuándo, a la mitad de un sueño, mientras leemos algo que no tiene nada que ver o arrastrando sus guirnaldas ajadas en los ojos entreabiertos de alguien muy lejano y que no nos conoce.
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