Mamá trabó la puerta con una estaca, se puso la mochila al hombro con unos pocos enseres, me tironeó del brazo y salimos. La calle estaba cubierta de piedras y vidrios rotos, y el aire olía a neumático quemado. Aún no había amanecido, así que teníamos tiempo de sobra. La distancia desde Luba hasta el puerto era de cincuenta kilómetros –cincuenta y dos en realidad, lo recuerdo bien–, por lo que si andábamos a paso firme durante todo el día y sólo parábamos dos veces para comer y descansar, a las once de la noche podríamos estar en Malabo. Así lo calculó mamá la tarde anterior, mientras miraba con ojos lánguidos los pocos muebles que quedaban en casa. El barco que nos sacaría de la isla zarpaba a las doce de la noche.
Antes de que mamá cerrara la puerta, pude ver la mirada de Vicky y de Isma, mis perros, que pestañearon a modo de despedida. Mamá les había encomendado a los vecinos de la carpintería –una casa de paredes bajas que tiempo después la milicia redujo a cenizas– que les echaran restos de comida a través de la ventana. ¿Pero qué restos, si Felix y Teresah apenas tenían para alimentarse ellos? Mamá se detuvo, se enjugó el sudor y se ajustó la mochila. Allí dentro había metido documentos, una muda de ropa para ella, una bolsa de arroz, frutos secos, agua, pan, dulce de maboque. En mi mochila yo llevaba algo de ropa y cubiertos, aunque después descubrí que en uno de los bolsillos mamá había escondido treinta mil francos y dos pendientes de plata.
Vamos, Nadine, más rápido, me gritaba mamá a cada rato, hasta que se cansó de decírmelo. Era absurdo: no aguantaríamos andar a ese ritmo durante las catorce horas de caminata. Mamá gesticuló y aminoró la marcha. Yo era capaz de descifrar cada una de sus expresiones: cuando tragaba una bocanada de aire y la interrumpía de golpe, significaba que se había dado cuenta de alguna obviedad; cuando torcía la boca hacia la izquierda, se estaba lamentando por un hecho del pasado; cuando se mordía el labio superior como un perro pequinés y levantaba las cejas –un gesto que me daba mucha gracia– era porque estaba planificando qué hacer después. Para mí, la cara de mamá era un mapa, porque me ayudaba a orientarme sobre lo que ocurría en el presente y a adivinar la suerte que tendríamos luego.
Mis pasos cortitos ahora iban a la par de sus zancadas. La mochila ya me pesaba, pero preferí no quejarme porque no quería ponerla nerviosa. Los primeros rayos empezaban a despuntar, y por un momento me creí rodeada de paraíso: aún no hacía calor, el viento era suave, el cielo se veía cobrizo, y era la hora en que los batis empezaban a cantar, con ese canto que aún hoy –hoy que todo es tan lejano en el tiempo pero no en la memoria– es para mí sinónimo de amanecer.
Caminábamos por la vera de la carretera en soledad, y fue entonces cuando me sentí invadida por una felicidad perpetua, momentánea: olvidé a mis perros, olvidé la casa que abandonamos, olvidé el peso de la mochila, olvidé mi jardín y mi libro de duendes; sólo pensaba en el paisaje ante mis ojos y en el calor de la mano de mamá. Esta tierra es mía, me dije; aquí quisiera estar y aquí quisiera morir. Caminamos durante horas sin habernos cruzado con vehículos de la milicia, sin siquiera habernos topado con animales o campesinos. Parecía como si hubieran dejado la isla a nuestra merced. ¿Acaso ya habían evacuado a todos? Tampoco veíamos columnas de humo a lo lejos ni oíamos balazos o estruendos. Todo estaba quieto excepto el cielo, donde el tono cobrizo daba paso al añil, y el añil al celeste.
Esa paz alarmó a mamá: ¿acaso no tendremos ningún contratiempo? ¿Nadie vendrá a robarnos, a matarnos, a violarnos? Esto no lo dijo, tan sólo levantó las cejas y arrugó la frente. A pesar de su angustia yo caminaba feliz, incapaz de pensar que estábamos huyendo.
A eso de las nueve de la mañana, después de tres horas de andar sin parar, le pedí a mamá que descansáramos. Nos alejamos unos metros de la carretera desierta y penetramos el bosque. Nos sentamos bajo un árbol. Mamá sacó unas bananas, la cantimplora, el dulce de maboque y dos rodajas de pan. Eran de los pocos alimentos que aún conservábamos en el desván de casa, donde nos mantuvimos a resguardo durante toda la semana anterior; en su mochila también había una lata de conserva, me hubiese gustado comer de ese pavo, pero mamá untó el maboque sobre un pan y me lo metió en la boca. No podemos descansar mucho, me dijo. Asentí, pero fue ella la que se desplomó boca arriba sobre la hierba y cerró los ojos. Yo no decía nada, me limité a observar su gesto reposado.
Volvimos a la carretera. Sólo podremos hacer dos pausas más, dijo mamá. ¿Y si detuviéramos alguna camioneta que fuera camino al puerto? Me lo pregunté más de una vez, pero si ella no lo había pensado seguramente no era una buena idea.
De una garita que creíamos vacía salió un soldado. Mamá me apretó la mano. Me la estrujó y sentí dolor. No digas nada, no se te ocurra decir nada: esto lo dijo sin separar los dientes. Yo preferí cerrar los ojos. Y no dije nada. El golpeteo de unas botas sobre el asfalto se hizo cada vez más intenso. Quiénes son ustedes, adónde van. La voz era aflautada, como de niño. A Malabo, respondió mamá. ¿Saben que está prohibido circular en toda la isla? ¿Saben que los soldados tienen órdenes de disparar a quien ponga problemas? Y esta niña tan delgada parece que no es de aquí, ¿cómo te llamas? Sí que soy de aquí, pensé, y mamá también es de aquí. Una mano sudorosa me apretó la barbilla. ¿Por qué cierras los ojos, preciosa? Tengo este anillo que puede interesarle, masculló mamá, es de oro, puede quedárselo. Creo que esto también lo dijo entre dientes. Se escuchó una risa. Documentación, dijo la voz aflautada. Se escuchó el ruido de la cremallera de la mochila. Ruido de páginas pasando. Otra vez la risa. La mano de mamá sudaba. Estuve a punto de abrir los ojos pero me contuve a tiempo. Continúen. Y no suban a un jeep por nada del mundo, sigan el camino a pie. Reemprendimos la marcha, ahora con una velocidad que me obligó a trotar. Cuando abrí los ojos, en el dedo anular de mamá había una marca blanquecina que interrumpía el moreno de su piel.
El sol comenzó a golpear con verdadera furia una hora después. Mamá se cubrió la cabeza con un pañuelo, a mí me puso una gorra y me mojó con agua de la cantimplora. A lo lejos vimos un cartel que indicaba el acceso a un pueblo, Alena. Allí quizás alguien pueda ayudarnos, dijo mamá. Al entrar, lo primero que me sorprendió fueron las grietas que se abrían en las calles de tierra seca. Algo inexplicable, porque el pueblo estaba rodeado de húmeda vegetación. Piedras, vidrios rotos, cortinas deshilachadas saludando al viento, el eco de nuestros pasos. Deambulamos un buen rato sin cruzarnos siquiera con un perro. Quizás ya están todos en Malabo esperando nuestro barco, pensé. Deseé alejarme de allí, tirar del brazo de mamá, pero mamá se empecinaba en continuar buscando ayuda en esas calles desiertas.
Del interior de una de las casas abandonadas vi un objeto que me llamó la atención. Me acerqué y entorné la puerta. La madera ardía, las bisagras soltaron un quejido. Desparramados en el suelo de tierra había varios cuadernos. Dejé la mochila, me arrodillé y empecé a hojear. Los trazos sobre los renglones eran erráticos; los colores, abundantes. La letra infantil hablaba de un gato al que le gusta que le acaricien, de la lluvia que hace ruido sobre el techo de chapa. Me senté en el suelo, las páginas se sucedían una tras otra. Todo se hizo lento, hasta el calor, hasta las horas por delante. Entonces oí pasos. Una mano como dibujada con cera apareció de soslayo. La mano me empujó y caí al suelo. Cuando me incorporé, vi una sombra que se escabullía entre las casas de adobe con mi mochila al hombro. Esos pasos de huida se acoplaron al grito de mamá, que lo vio todo desde la calle. Corrió tras el ladrón pero se detuvo enseguida, extenuada. Blasfemó, lloró, habló de unos pendientes, de un fajo de billetes. En mi mochila mamá había escondido casi todo nuestro capital, ¿quizás pensó que los militares no se atreverían a registrarme? Ahora sólo nos quedaban unos pocos francos para gastos extremos –comida, agua, sobornos– en la mochila de mamá. Podría haber llorado igual que ella, pero le extendí la mano y regresamos al camino. Eran las dos de la tarde, teníamos diez horas por delante y ni siquiera habíamos hecho la mitad del trayecto.
De vuelta en el camino sentí sed. Para nuestra suerte, las lluvias habían sido generosas esos meses y las acequias desbordaban. Llenamos la cantimplora, nos mojamos la cabeza y continuamos. Nuevamente, el camino me devolvía a un estado de esperanza. Para entonces parecía ser yo quien arrastraba a mamá. Su mano temblaba a ratos. Sin mochila que acarrear, me sentía leve. Olvidé enseguida el dinero robado y los pendientes de plata.
Caminamos otras dos horas sin decirnos nada, sin hacer ruido al respirar, sólo se oía el deslizar de nuestras suelas. Ahora mis pasos iban acompasados a los de mamá. Volvimos a detenernos bajo un árbol. Bebimos. Comimos fruta. Al regresar al camino, a lo lejos sonaron dos o tres disparos. Fue extraño no haberlos oído durante todo ese día; después del alzamiento de un mes atrás, los tiroteos y las explosiones eran cotidianos. Además, cada día una casa incendiada, algún conocido ejecutado, o, peor aún, detenido: todos preferían la muerte antes que ser llevados a un centro de torturas, incluso mamá, incluso yo. Decidimos huir cuando los rebeldes parecían haber tomado el poder. Entonces la situación se calmó, pero todos sabían que era una falsa calma, porque en cualquier momento las milicias del gobierno volverían a la carga. Mamá no tardó un segundo en decidir que al primer atisbo de paz nos largaríamos de la isla.
Dos, tres, cinco disparos más. Mamá se agarró de mi brazo, invadida por el pánico. Saltamos una acequia para buscar un escondite. En el movimiento la mochila se le zafó del hombro y cayó al agua. Gritó y volvió a blasfemar. Allí dentro había pan, mantequilla, algunas latas y el resto del dinero que nos quedaba. Cogí la mochila justo antes de que fuera arrastrada por la corriente. El pan quedó empapado, también el dinero. Mamá me dirigió una mirada breve pero dulce. Vamos, Nadine, esperemos detrás de ese arbusto, sugirió.
El ruido de las balas se fue atenuando hasta desaparecer. En esa espera, la sombra del arbusto dejaba pasar una luz ocre que caía sobre el rostro de mamá, sobre sus labios apretados, su nariz inquieta y las arrugas de su frente. Era una expresión de desolación, lo supe entonces y aún hoy lo sé, cuántas veces me habré visto yo misma ante el espejo con ese gesto en la cara, años después. Mamá se lamentaba por su soledad, lo supe entonces, sentía congoja por no tener un hombro sobre el que llorar o descansar. Cuántas veces deseé que mamá se casara con Gracia, la vecina que las milicias se habían llevado dos semanas atrás. Gracia era la mejor amiga de mamá, ¿por qué no casarse con ella? Es mejor tener dos madres que un solo padre.
El sol continuaba cayendo y volvimos al camino. Ahora nuestro andar era pesado, viscoso. Miré a mamá: las comisuras de sus labios apuntaban hacia abajo, como derritiéndose.
Después de unas horas imprecisas, el cielo recuperaba el mismo color que a la mañana, si bien no volví a sentir la emoción de entonces; no sentí nada, de hecho. A lo lejos escuchamos un rugido. De la carretera brotó un punto marrón que creció hasta convertirse en un jeep. Las dos nos volteamos para buscar un escondite, pero en esa parte del bosque no había árboles, arbustos ni acequias, sólo llanura y pastos. El jeep nos hizo señales con las luces y nos mantuvimos firmes. Frenó apenas a unos metros. Sólo había un soldado en el vehículo; más bien era un suboficial o alguien de un rango mayor. Se bajó y nos preguntó qué mierda hacíamos caminando por allí. Nos quedamos sin palabras, cogidas de la mano, sudadas. Esta vez no cerré los ojos. El hombre repitió la misma pregunta, acentuando ahora la palabra mierda. Vamos a Malabo; fui yo quien respondió. El hombre se hincó y me sobó el mentón. Pero qué niña tan guapa, ¿acaso no eres de aquí? Esa mano pinchaba. Mamá tiró de mi brazo y me apartó de él. ¿Sabe usted, señora, que está prohibido circular por toda la isla? ¿Es usted imbécil? Mamá intentó articular alguna palabra, pero no pudo. Aún le quedan siete horas a pie hasta Malabo, dijo, y sonrió. Estás loca si crees que puedes llegar a tiempo arrastrando a una niña. Desde ese momento y hasta el final no dejó de tutearla. Yo te llevaré, concluyó, dirigiéndose sólo a mamá.
Esa frase no era un favor. Era una orden.
Subimos al vehículo. El militar giró en U y enfiló hacia Malabo. Deberíamos habernos alegrado por la inesperada ayuda, pero ambas sabíamos –yo tan bien como mamá– que en esta isla nada se hace sin retribución.
El coche avanzó varios kilómetros a gran velocidad, y en el fondo yo me alegré de no tener que caminar todo ese trayecto. El cielo se tornaba granate. El sol era devorado por la línea recta allá a lo lejos. Mamá torció la boca hacia la derecha y levantó las cejas: era el gesto que indicaba incertidumbre, sí, pero también contención. El militar seguía conduciendo en silencio, y a esa velocidad en poco tiempo llegaríamos al puerto. Allí podríamos comer las provisiones que aún había en la mochila, comprar víveres con el dinero mojado y descansar antes de emprender el viaje al continente.
El militar frenó de golpe. Mamá me clavó las uñas en la mano, debería haber sido yo la que reaccionara así. El jeep se desvió por un sendero polvoriento. Mamá hizo el ademán de preguntarle adónde nos llevaba, pero no dijo nada.
Detuvo el coche en medio de la llanura, abrió la guantera, le dio un trago a una petaca y salió. Sentí escalofríos. El hombre abrió la puerta de mamá, le tiró de la mano y la arrojó fuera del coche. Yo grité mamá, mamá. Mamá gritó Nadine, Nadine. No lloramos. El soldado, capitán o lo que fuera ese tipo trabó las cuatro puertas del vehículo. Intenté abrirla de todos modos. ¿Pero qué podía hacer de haber conseguido salir? Le ató las manos y la tiró sobre la hierba seca. No había árboles en esa parte de la isla, nada que me impidiera ser testigo del momento a continuación. Mamá soltó un grito largo y ahogado. El hombre se hincó sobre ella y le propinó varias bofetadas con el dorso de la mano. Grité, y el grito parecía no salir por ninguna hendija del vehículo. El militar le quitó los pantalones a mamá y la puso boca abajo. Mamá no tenía fuerzas para defenderse. Yo nunca cerré los ojos.
No recuerdo la cara de ese hombre, sí recuerdo que mamá empezó a morder la tierra, arrancaba trozos de hierba y no los escupía, se los tragaba. El militar jadeó y se tumbó sobre el cuerpo de mamá como quien se echa en un catre. Se levantó, se ajustó el cinturón y se acercó de nuevo al jeep. Abrió la puerta y me tiró hacia fuera del vehículo con la misma fuerza con la que sacó a mamá. Di un par de vueltas sobre la tierra, pero no lloré ni dije nada. Mamá me abrazó sollozando. Yo la abracé, mi respiración era pausada. El hombre entró en la parte trasera del coche, cogió la mochila y nos la arrojó. Nos miró y le dio un trago a su bebida. Regresó al vehículo, nos tiró una cantimplora y se largó. El fiero rugir del motor se fue desvaneciendo lentamente. Mamá aún tenía restos de hierba pegados a la boca.
La noche ya nos aplastaba, había que regresar de inmediato a la carretera. Cogí la mano de mamá y tiré de ella. No me miró, no la miré, no hablamos y no volveríamos a hablar hasta dentro de unas horas. Mamá se restregó el brazo por la boca, hurgó en la mochila y extrajo una linterna. Nunca había visto que en casa tuviéramos linterna. El haz de luz temblaba al ritmo de su pulso desesperado. La miré, pero la oscuridad no me permitió descifrar los gestos de su cara; puesto que no podía verlos, los imaginé: labios temblando, dientes apretados, ojos bien abiertos, cejas hacia arriba. Sus pasos eran quebradizos sobre el asfalto. No había ruidos amenazadores, o creíamos no escucharlos. Caminamos otras dos horas de esa guisa, empujadas por misteriosos engranajes internos.
Era cuestión de tiempo que sintiéramos hambre, frío, dolor en huesos y músculos. Estaba a punto de desplomarme, pero fue mamá la primera que se derrumbó. Allí, en medio del arcén, sus engranajes dejaron de girar. Nada nos dijimos, sólo oíamos el arrullar de los árboles. Iba a abrazarla, a cobijarme en su pecho, a permitir que la noche decidiera nuestro destino. Pero antes de tumbarme levanté la vista. Allá a lo lejos distinguí una hilera de luces que recortaba la noche, que temblaban como un llanto.
Malabo.
Malabo, mamá, Malabo: debería haber sido un grito, pero apenas me salió un susurro.
Tironeé de su mano, ella se alzó a duras penas y entornó los ojos. No hablamos, no nos miramos, no recogí la linterna que dejé encendida en medio de la carretera. La imagen de aquellas luces nos llenó de fervor, la oscuridad era tal que creímos ya no ser cuerpos, sólo éramos deseo, sólo éramos dos manos aferradas. Junto al camino surgió un cartel destrozado a balazos: Bienvenidos a Malabo. El puerto, la puerta, el fin y el principio. El movimiento: decenas de personas, todos echados sobre la acera de la calle principal, rodeados de bolsas, paquetes, mochilas, bebés, niños, moscas, perros, ratas. Cientos de personas de ojos acristalados. Las luces vagas volvieron a corporizar a mamá. La vi justo cuando se mordía el labio superior y elevaba las cejas. Perro pequinés. Y entonces corrimos, por primera vez corrimos; no estábamos agotadas, no estábamos hambrientas, nada nos dolía. Ahí el puerto. Olor a madera quemada, a queroseno, a pescado podrido. La sal del océano que se pega en los labios.
Mamá abordó a la primera persona con aspecto de marino, un hombre de piel color petróleo, gran barriga, larga barba blanca. Lo cogió del brazo, con suavidad primero, con desespero luego, sin decir nada. El supuesto marino miró a mamá, me miró a mí. Miró el muelle, que estaba vacío. Nos señaló el reloj de la iglesia: eran las doce y treinta de la noche.
Ningún barco.
Ninguno, repitió el supuesto marino. Hasta dentro de un mes. O quizás nunca. Quién sabe si otro país tendrá ganas de ayudarnos.
Mamá se dejó caer sobre la madera del muelle y se hizo un ovillo. No lloró porque no tenía con qué llorar, sólo repetía ay, ay cual letanía, en voz casi inaudible. Yo me arrodillé. La abrigué con mis bracitos, dispuesta, ahora sí, a unirme a su desconsuelo.
Pero antes di un respingo y levanté la cabeza, como si algo me molestara, o como si alguien me hubiese llamado. A unos metros, una niña tan delgada y tan caoba como yo le apretaba la mano a una mujer de ojos ausentes, las dos también derrumbadas sobre la madera del muelle. Era una niña enjuta, aunque se veía sólida. Tenía los pelos revueltos, negros, juntados a mechones. Me emocionó el vigor de sus ojos. Me levanté de un salto. Ella hizo lo mismo. No movimos ni un músculo de la cara, sólo nos limitamos a observarnos. La niña cogió de las axilas a la mujer a su lado e intentó alzarla. Yo hice lo mismo con mamá. En simultáneo, ayudamos a las dos mujeres a levantarse. Ella le dijo “vamos, vamos” a la suya, yo también arengué a la mía con palabras que hoy no consigo recordar. Nuestros pasos resonaron sobre la madera del muelle. La noche no podía ser más oscura, y sin embargo nos adentramos otra vez en las entrañas de la isla, de esa isla-mundo de la que jamás consiguieron despojarnos.
El cuento «Mundo» forma parte del libro Insular, de Franco Chiaravalloti.
Reseña de Insular publicada en Kopek.
Lee el cuento del mes de diciembre: «L’aigua encara és freda», de Dani Vilaró.
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