—Si te parece bien, me llevo las fotos de los viajes —dice ella desde el comedor—. Este verano las escaneo y te las envío después por correo.
Eduardo deja de introducir libros en cajas por un instante para, en seguida, asentir.
Llevan una semana de desmontaje del piso familiar en el que han convivido los últimos treinta años. En virtud del acuerdo amistoso de divorcio, ambos se vuelven a sus respectivos apartamentos de solteros y ponen en alquiler un piso que nadie aprovecharía, ahora que las tres hijas residen en el extranjero.
Se han tomado este período de vacaciones de sus respectivos trabajos para realizar una distribución y mudanza cariñosa de los sedimentos de una vida en común. El silencio y la pulcritud predominan en todos sus movimientos. Los vecinos no serán conscientes del cambio, hasta la llegada de los nuevos inquilinos, una pareja de jubilados nórdicos.
—Mira esto —le dice ella, mientras se sienta sobre una escalera de librería.
En sus manos, un pequeño marco protege un dibujo al carboncillo. Cuando él se acerca, ella se levanta, se lo entrega y se va a mirar por la ventana. Él se queda de pie, leyendo la dedicatoria.
—Estaba entre las fotos de infancia de las niñas. No sé cómo ha llegado ahí —dice ella sin girarse —, ni cuánto tiempo lleva perdido.
—No recuerdo este retrato. ¿Cuándo lo dibujó?
—Cuando me llevaste a la casa de la playa, a presentarme. Nuestro primer verano. Tú y tu padre bajasteis a daros un baño, y tu madre y yo nos quedamos en la terraza a charlar. A conocernos un poco. Aprovechó la conversación para dibujarme.
—No recuerdo nada de ese día, más allá del calor desesperante y los comentarios de mi padre sobre tus interminables piernas. —Se ríe sin dejar de mirar el retrato—. “No te las acabas nunca unas piernas como esas”, me dijo, mientras nos bañábamos. Siempre fue muy golfo.
—Ambas teníamos la regla —dice ella, sin cambiar de tono, como si no hubiese escuchado la voz de Eduardo—. Me confesó que el tuyo fue un parto difícil y una crianza más difícil aún. Al parecer, tu padre, eternamente encerrado en su estudio, tampoco ayudaba mucho en el día a día de la casa y los niños.
—Siempre gustaste mucho a mi madre. Más de lo que yo o mi hermano hayamos conseguido agradarle nunca. Quédatelo —dice Eduardo mientras le tiende el cuadro.
—No puedo. Quédatelo tú.
—No voy a colgar en mi casa un dibujo dedicado a mi ex.
—No creo que tu novia consagre sus visitas a leer dedicatorias, ni que vaya a sentirse celosa de la belleza vencida de una cincuentona. —Deja el cuadro sobre la escalera—. Guárdalo. Será parte de la herencia de las niñas.
—No tengo ninguna intención de morirme. En el corto plazo, como mínimo.
Eduardo se lleva el retrato a casa. Primero lo reposa sobre la mesa de su escritorio. Después lo traslada al comedor y, más tarde, al suelo del recibidor.
El piso es pequeño, oscuro y desnudo. Como cuando se mudó de joven, solo dispone de una cama para dormir, un escritorio para trabajar, grandes estanterías dónde archivar la documentación de la obra de su padre y los electrodomésticos necesarios para sobrevivir.
No soporta la visión del retrato de una Eulalia tan joven y bella, desafiando con su mirada al espectador. Sabe que esa intimidadora presencia le producirá un enfrentamiento con su pareja actual.
Termina por guardarlo en una bolsa de plástico negra encima de las librerías.
Camino del aeropuerto, antes de volar a Nueva York, Eduardo para en el piso de su anciano padre.
Abre con su propia llave. Deja las maletas en el recibidor. Lo que antes era un hogar familiar, con un patio dedicado al taller del pintor, ahora parece la habitación de un estudiante de Bellas Artes hiperactivo. Caballetes, paletas, telas a medio acabar, tubos de pintura abiertos, multitud de tazas de café sucias y pinceles manchados se esparcen por todo el comedor.
La combinación de olores provenientes de todos esos elementos convierte el ambiente en irrespirable. Eduardo abre una ventana y apaga el equipo de música, dónde Thelonious Monk impartía doctrina a todo volumen.
El padre aparece en el comedor, con sus clásicas bata y zuecos de enfermero, llenos de manchas de todo tipo y origen. Eduardo mira a su alrededor, asombrado por la cantidad de cuadros empezados.
—Cualquiera diría que padeces la prisa del iniciante. ¿Te da tiempo a dormir? —pregunta Eduardo.
—A los noventa, descansar es una necesidad artificial. Lo prioritario es producir —dice su padre mientras pliega sus gafas.
—¿Estás seguro que no quieres acompañarme a Nueva York?
—El tiempo se acaba. No quiero derrocharlo viajando a ningún lugar más allá de la residencia de tu madre.
—Una exposición en el MET bien vale una excepción. De vuelta, podemos ir a visitarle. Vamos directos desde el aeropuerto, y le mostramos el catálogo.
Su padre niega con una mueca.
—Sé que no quieres aceptarlo, pero ella no va a sentir tu ausencia. Además, siempre has dicho que en esta vida todo decepciona menos Nueva York —insiste Eduardo.
—A estas alturas, solo la muerte puede impresionarme.
Eduardo saca el cuadro de una bolsa.
—Mira lo que hemos encontrado en el piso.
Su padre observa en silencio el retrato. Acaricia el marco con los pulgares de ambas manos, como se acarician los pómulos de la mujer amada.
—¿Lo recuerdas?
—Fue la última vez que dibujó —dice después de asentir—. Muy a mi pesar, insistió en regalárselo a tu mujer.
—Nunca te gustó Eulalia. ¿Por qué? Siempre te ha tratado con tanto respeto. Casi devoción.
—Intenta incluirlo en la exposición. Si el comisario se resiste, dile que me llame.
Le devuelve el retrato y sale de la pieza con las manos en los bolsillos de la bata.
Días más tarde, en una residencia de ancianos situada en un acantilado de la Costa Brava, el padre de Eduardo lee a su mujer la crónica de la inauguración de la exposición antológica que le dedica el Metropolitan Museum. En la foto que ilustra el artículo, Eduardo muestra al Alcalde de Nueva York, el retrato que su madre dibujó de su esposa.
—¿Qué te parece, Clara? Ignoran mis mejores cuadros y se centran en tu carboncillo, un divertimento de sobremesa. Siempre sostuve que tú eras el talento, la auténtica artista de la familia. Qué yo debiera haberme dedicado a la casa y tú a la pintura. Una vez más, no me hiciste caso.
Clara no oye. No habla. Apenas ve. Una sonrisa tenue preside su expresión de manera perenne.
—Me la llevo a que le dé el aire por el camino de ronda—le dice el anciano pintor a una enfermera mientras empuja con dificultad la silla.
—Hace mucho viento, Señor Berenguer. La Señora Gallo se puede enfriar. En su estado, no le convienen las corrientes.
—No se preocupe. Siempre nos ha gustado el mar y viajar juntos.
Bajan al mar.
Comentarios sin respuestas