Siempre que viajas en tren y ves los rieles oxidados por la ventanilla, te acuerdas del Johnny y de ese segmento de vía en el que colocabais monedas de cinco pesetas que los trenes aplastaban a su paso.
Tu hijo está sentado en el asiento del pasillo con su cuello de avestruz heredado de la madre, los ojos ahogados en la pantalla iridiscente, la cifosis cervical cada vez más pronunciada. Sientes un deseo incontrolable de quitarle el puto móvil, pero no lo haces. «Te vas a quedar chepudo para toda tu vida», te gustaría decirle. Doscientos cincuenta euros os costó el corsé ortopédico que no quiere ponerse. Doscientos cincuenta euros y tú desempleado.
Faltan dos horas y media para llegar a ese pueblo sureño de casas destejadas. «¿Por qué tenemos que ir donde los yayos?», lleva diciendo tu hijo de catorce años desde que tenía siete. Y tú le hablas del concepto de familia, de la importancia de visitar a los mayores, de no dejar solos a los viejos. Le sueltas el discurso como si en realidad te lo estuvieses diciendo a ti mismo, como si trataras de convencer al tipo urbanita sentado en el tren de larga distancia que mira con displicencia los campos y bancales al otro lado de la ventana. «¿Y entonces mamá por qué no viene?», pregunta siempre el niño que ya no es niño. Tu mujer ha decidido claudicar. Ya nunca viaja con vosotros a ver a tu familia. TU familia. Siempre que se refiere a tus padres remarca el determinante posesivo como si lo escribiera en mayúsculas y lo subrayara con un rotulador fosforescente de color amarillo como los que usabais en la universidad para resaltar artículos del Código Civil. Se ampara en el dinero que gana y que tú disfrutas, en la superioridad moral de ser el banco de crédito, el pozo de petróleo de la unidad familiar. «No pinto nada allí —se excusa ella—, mejor vete tú con el niño, que la casa de tus padres es pequeña y no cabemos, que tu madre se pone histérica cuando estamos todos, que a tu padre le quitamos su sillón de echarse la siesta». Tu mujer se excusa y tú la entiendes porque también a ti te gustaría argumentar pretextos que justificaran tu ausencia.
Sin embargo, cada mes y medio aproximadamente compras dos billetes de ida y vuelta en la estación de Atocha. Te desplazas hasta allí caminando veinte minutos desde tu casa en lugar de adquirirlos por Internet porque no te fías ni un pelo del comercio electrónico. Donde estén esas cartulinas rectangulares con su tinta negra que parece impresa con máquina de escribir, que se quiten los cu erres o como se llamen esos dibujitos que te mandan para que te los descargues en el teléfono móvil. Eres un cadáver analógico a punto de descomponerse. Tu hijo siempre dice que lo que no está en Internet, no existe. Tú no estás en Internet, luego no existes. Tu hijo, en cambio, es un animalillo poliédrico que habita demasiados mundos. Lo miras allí sentado con su pulgar ultrasónico saltando de uno a otro. Mundos virtuales ribeteados de rojo, de verde, de azul claro… Te vuelves a acordar del Johnny y por un momento fantaseas con explicarle a tu hijo lo que le pasó. Decirle: «Esto es lo que te puede suceder si haces el gilipollas encima de unas vías». Si el Johnny hubiera muerto a los catorce años en el mundo de hoy, algún imbécil habría grabado su muerte con el teléfono móvil para colgar el vídeo en Internet. Porque lo que no está en Internet no existe. Ni siquiera la muerte.
Giras la cabeza hacia la ventanilla y ves vacas comiendo hierba, vacas que enseguida quedan atrás para dar paso a otras vacas. Las vías son iguales, piensas, son iguales a esas otras donde poníais monedas de cinco pesetas, a veces de diez si no teníais otra cosa. Las colocabais en la vía y esperabais sentados en el descampado fumando y bebiendo hasta que pasaba el tren y aplastaba las monedas. Después buscabais en la oscuridad los pedazos de bronce deformados y el primero que los encontraba se sentía el ganador de algo importante; no recuerdas muy bien de qué. A veces venían las chicas; esas eran las mejores noches. Esmeralda, Isa y, durante la primera o la segunda quincena de agosto, la Rebe, que era prima hermana de Esmeralda. Todos los veranos, los chicos esperabais con ansiedad mal disimulada la llegada de la Rebe, que os parecía que estaba muy buena y que era de lo más cosmopolita porque vivía en la capital, había estado en el Santiago Bernabéu y aseguraba haber visitado los cuatro o cinco Corte Inglés de su ciudad. Con tu infancia rural y las necesidades básicas cubiertas con las dos tiendas del pueblo, no podías entender en aquel momento que una misma localidad pudiera tener varias de esas moles comerciales funcionando simultáneamente.
Tu hijo levanta la vista y recoloca su cuello aflamencado para preguntarte: «¿Cuánto queda para llegar?». El chico tiene ya catorce años y un teléfono móvil donde puede consultar la hora y hacer el cálculo mental como cuando de pequeño le ponían en el colegio problemas del tipo: «Si Pedrito salió de Barcelona a las nueve y el viaje dura cinco horas, ¿cuánto falta para que Pedrito llegue a su destino si lleva una hora de viaje?». Pero los hijos siempre hacen esa pregunta a sus padres, tengan la edad que tengan, y los padres siempre contestáis lo mismo: «Falta poco».
La Rebe había visitado los cuatro o cinco Corte Inglés que había por entonces en la capital y fue precisamente en una de esas fortificaciones del consumismo donde la volviste a ver, treinta años después, limpiando los retretes del aseo de caballeros. La recordabas morena, pero llevaba el pelo teñido de rubio con las raíces oscuras apuntaladas en la coronilla. Te acordaste de ella con catorce años hablando de sus compras en ese mismo centro comercial y quizás por eso te sorprendió aún más verla allí fregona en mano. No tienes muy claro si el destino quiso decirte algo con eso, pero te largaste sin hablar con ella después de mirarla durante un rato largo mientras fingías frotarte las manos en el lavabo.
Eso fue hace un par de años, pero en el verano del 94 la Rebe era una adolescente morena que pronunciaba todas las eses de las palabras y que lucía bañadores y camisetas comprados en grandes superficies y no en tiendas de pueblo donde uno podía encontrar chaquetas, bolígrafos y destornilladores en el mismo establecimiento. Era la chica guapa que todos queríais, pero que solo tenía ojos para el Johnny.
Tu madre te llama a mitad de viaje, como hace siempre; interrumpe de forma abrupta tu recuerdo. Te pregunta por dónde vais. Quizás teme que hayas cambiado de idea mientras recuerda lo que ve en tus ojos y en los ojos del nieto cada vez que atravesáis la puerta de goznes chirriantes y entráis en esa casa donde todas las cosas que se rompen permanecen rotas. La taza del retrete, rota. La lámpara del salón, rota. La jarra de servir el agua, rota. «Vamos de camino, según lo previsto», respondes a tu madre. Entonces ella se queda tranquila. Antes de colgar, tu madre añade algo sobre la temperatura, su clásico pronóstico del tiempo. «En el pueblo siempre hace calor, madre», le respondes. Y después finalizas la llamada y la imaginas vestida de negro frente a la ventana de la salita, esperando vuestra llegada sin separar la vista de la calle, aunque todavía falten un par de horas para que el ferrocarril arribe a esa estación polvorienta tan parecida al decorado de cartón piedra de una película del Oeste.
La Rebe solo tenía ojos para el Johnny. El resto os conformabais con mirarla mientras tomaba el sol en los Chorros, acopiando imágenes de muslos y pliegues para recrearlas más tarde en la soledad de vuestros catres crepitantes. Siempre te preguntaste qué hizo el Johnny con la Rebe detrás de San Antonio, el mismo templo donde se oficiaría el funeral dos días más tarde. El Gordo los vio, al menos eso dijo, pero quién puede fiarse de un rufián que acabaría en la cárcel por robar farmacias. «¿Qué es lo que hicisteis?», le preguntaste esa noche, aquella noche. Pero la pregunta quedó aplastada en el descampado como las monedas que nunca recogisteis.
Necesitas ir al retrete. Te levantas y le dices a tu hijo: «Voy al baño». El chaval ni se inmuta, apenas mueve una ceja en señal de aprobación, de entendimiento, mientras sus ojos enrojecidos absorben las luces de la pantalla. Caminas por el pasillo entre butacas ocupadas por hombres roncadores, bellas durmientes, madres amamantadoras, adolescentes con smartphones, parejas enamoradas, hombres de negocios con cara de corredores de bolsa que en realidad dirigen empresas unipersonales a punto de quebrar. Te fijas en una familia formada por un padre, una madre y un niño de siete u ocho años. Juegan a las cartas. Ríen. También vosotros jugabais a las cartas y reíais hace algunos años.
Vuelves a tu asiento. Tu hijo sigue igual, quizás con el cuerpo contrahecho aún más encogido. Te sientas. Miras por la ventana. Ya no hay vacas al otro lado. La tierra muerta no se puede comer.
Piensas en tu madre y apostarías un brazo a que eres capaz de anticipar las cuatro frases que dirá cuando os reciba en el vestíbulo. También las que no dirá. No te preguntará por Sonia. Hace años que no lo hace. Sí te preguntará por el trabajo. Tu mentirás y ella sabrá que mientes. Al nieto le ofrecerá mantecados y después le dirá: «Vente, vente, que te he preparao la habitación del tío José Luis para que dejes tus cosas». La habitación del tío José Luis convertida en una cápsula del tiempo a la que solo se le cambian las sábanas de vez en cuando. Tu padre estará sentado en la butaca con el mando a distancia en la mano. Se levantará con lentitud, como cargando una losa pesada sobre la espalda. Os dará un golpecito en el brazo a cada uno. Os preguntará si queréis mantecados. Le diréis que no, pero él los traerá de la cocina de todos modos y se comerá tres o cuatro sentado en la butaca hasta que tu madre se dé cuenta y le quite la bolsa de las manos. Después le gritará, le llamará gordo y le dirá que los mantecados son para el niño, aunque al niño que ya no es niño no le gusten nada esos bollos secos que se atoran en la garganta. Tu hijo se sentará en una silla paticoja, hundirá los ojos en el ciberabismo y volverá a preguntarse por la necesidad de estar en ese lugar.
Faltan treinta minutos para llegar al apeadero del pueblo. Antes de bajaros, el descampado se proyectará al otro lado como una rápida secuencia de cine mudo. De un tiempo a esta parte, el acceso a las vías está tapiado. Tal vez las monedas deformadas estén aún desperdigadas entre las ortigas, entre los raíles cien mil veces transitados. Dentro de unos minutos mirarás por la ventana, verás el descampado con su banco de piedra lleno de grafitis y volverás una vez más a esa noche, a ese verano, a ese año, a esa vida.
El Johnny llegó a oscuras por el camino de San Antonio oliendo a gloria bendita. Le odiaste. Llevaba en la mano una botella de Chivas robada de la tienda de Paco. Así era él. «Puestos a robar, yo no me arriesgo por una mierda de whisky», decía. La Rebe y el Johnny detrás de San Antonio. El Gordo los vio, eso dijo. Te preguntas qué habría pasado si el Johnny no hubiera muerto aquella noche. Habría triunfado en el amor y en los negocios, estás seguro. Los imaginas a los dos juntos, casados, viviendo en un adosado a las afueras de la capital. Una avenida amplia con árboles plantados al tresbolillo. Dos hijos, un niño y una niña, escolarizados en un colegio de pago. Un perro de raza ladrando a las visitas. Un BMW aparcado en el garaje. La Rebe con su melena negra entrando en el Corte Inglés a comprar perfumes y camisas. La Rebe de los aseos de caballeros convertida en un holograma de un mundo inexistente.
Miras la hora en la pantalla chispeante de tu hijo. Él se revuelve en el asiento, te mira de reojo, incómodo, creyendo que tratas de espiar sus corazones basculantes engrosando las fotos de un cantante de reguetón. Al otro lado del cristal, la escena adquiere el volumen de las pesadillas cuando revientan contra la luz de la mañana. «¡Maricas de mierda!», gritaba aquella noche el Johnny caminando eufórico por las vías; faltaban ocho minutos para el tren de las 23:14. El Gordo comiendo patatas fritas de una bolsa grande de Matutano. La pandilla reducida aquella noche a vosotros tres: el Gordo, el Johnny y tú. El calor líquido de agosto. La oscuridad clareada con penuria por la luna menguante. El ruido de la máquina acercándose, adelantándose seis minutos a la hora acostumbrada. El cordón de la zapatilla enganchado en un raíl. La sangre del Johnny mezclada con los cristales rotos del whisky escocés. El dolor dental de una esquirla clavándose en tu pierna. La esquela del Johnny en el periódico local. Un viejo en la puerta de San Antonio repitiendo: «No tenían otro sitio mejor donde jugar esos críos del demonio». La Rebe llorando sobre tu hombro, sus tetas pequeñas, a medio desarrollar, encajadas en tu abdomen. Tu pene adolescente creciendo, creciendo, y tú sintiendo el ardor de la vileza como un vómito atascado. La espadaña de San Antonio recortada sobre un cielo demasiado blanco. Tu madre llorando. Tu madre diciendo: «Mi niño, mi niño…». Las viejas del pueblo abrazando a tu madre. Los viejos del pueblo abrazando a tu padre. La habitación del tío José Luis convertida en una cápsula del tiempo donde tu hijo duerme a veces entre pósteres de los 90 de color sepia. El sempiterno luto de tu madre. La losa del cementerio con el epitafio litografiado: «José Luis González López, alias Johnny, 1980 – 1994».
Mayte Blasco (Madrid, 1979) es bibliotecaria de profesión. La mayor parte de su trayectoria la ha desarrollado en la Biblioteca Nacional de España. Durante los años 2013-2015 vivió en Santiago de Chile, donde también se dedicó a la actividad bibliotecaria. En su faceta de escritora, ha publicado dos novelas: Las vidas que pudimos vivir (2015) y La extrañeza de la lluvia (2021). También es autora del libro de cuentos Jaulas de hormigón (2021), que fue finalista en 2022 del Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España. Recientemente ha publicado La mejor familia del mundo, su segundo volumen de cuentos, al que pertenece «Monedas en el descampado».
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