La soledad no es una abstracción, es la gente que se va. Se van yendo al principio de a poco, después ya más rápido, como si huyeran de un cataclismo o los persiguiese una maldición. Cuando una mira a su alrededor se dice: quedan poquitos. Y después, al cabo de un rato, cuando se despierta una como de un sueño agitado y vuelve a mirar a un lado y al otro, se dice: estoy sola. Y entonces ya no hay vuelta atrás. Eso es la soledad. La gente que se va. La gente que se va para no volver, mientras una permanece parada en el sitio.
Todavía me acuerdo de los últimos. Ese joven matrimonio de treinta y tantos años que vivía en el edificio de enfrente. He olvidado sus nombres, hace más de diez años de aquello. Iban a tener un hijo, por eso se fueron. Este no es lugar para que crezca un niño, dijeron al unísono como si lo hubiesen estado ensayando en casa previamente antes de soltarlo en plena calle. En verdad, no nos vamos, nos echan, agregaron después, como para excusarse y restarse peso a ellos mismos en el asunto. Es lo que repetía todo el mundo todo el rato en aquella época, hasta que no quedó nadie más para armar la frase. Algo así como un rezo o un lema de nuestra época que terminó convertido en un murmullo, y luego ya en nada, en un recuerdo mudo, en un silencio urbano. Después los vi alejarse como compungidos, como si regresasen de un funeral, y mientras se iban haciendo chiquitos al final de la avenida pensé justamente en eso: son los últimos.
Tampoco es que fuésemos amigos íntimos ni nada por el estilo. Éramos vecinos, y vecinos cordiales, por así decirlo. Nada más. Qué palabra tan exótica, por cierto, tan avejentada, ahora que he dejado de emplearla con frecuencia. Solo se la oigo de vez en cuando a Juanita y a sus amigas cuando me cuentan escenas de su vida cotidiana en el Puente de Vallecas, o cuando la propia Juanita me cuenta alguna de sus peripecias juveniles en el Viejo Santiago. Vecinos, eso éramos. Es decir: nos encontrábamos en el supermercado veinticuatro horas de la gasolinera de Barcaiztegui, frente al robot de la caja registradora; nos saludábamos con un gesto veloz con la mano desde nuestros respectivos balcones; algunas madrugadas me asomaba fugazmente a la ventana para ver si la luz de su salón seguía prendida, y a veces era incluso capaz de distinguir a dos siluetas braceando en mitad de lo que se adivinaba como una disputa, enredadas antes o después del amor, o simplemente ahí paradas frente a la ventana, quizás buscándome a mí también con la mirada en pleno desvelo. En dos ocasiones me invitaron a tomar algo a su casa. Cuando nos encontrábamos por casualidad, en especial en esas tardes de domingo en las que yo salía a pasear a Alberti, nos dirigíamos a la plaza y nos sentábamos en los escalones de piedra para beber unas latas de cerveza y charlar distendidamente hasta que caía la noche sobre nosotros. En fin, esas cosas que se supone que hacen o hacían antes los vecinos, sobre todo cuando son los últimos en un distrito y a veces notan que la soledad les sobreviene como una punzada traicionera.
Es extraño que recuerde esto ahora. Durante los primeros días recorrí todas las calles del barrio gritando con la vana esperanza de que alguien respondiese al otro lado y derribar así el edificio de la soledad que ya entonces empezaba a aprisionarme. Aunque creo que estoy exagerando. Tal vez fue solo la primera tarde y la primera noche. Y en realidad no gritaba, solo hablaba, solo recitaba las calles que atravesaba al pasear con Alberti, con el extraño afán de reconstruir el callejero, como si estuviese rehaciendo el mapa de mi propio territorio como dicen que lo hacían los cartógrafos antiguos: a fuerza de memorizarla con los pies. ¿Cómo olvidar, de todas formas, esa primera noche en que me convertí en la última habitante de ese pedacito de ciudad que me vio crecer? Después me cansé de hablar en voz alta o me quedé afónica, no lo recuerdo bien. Alberti murió, eso sí lo recuerdo, y lo enterré junto a mi madre en un descampado de Moratalaz en el que algunos latinos enterraban a sus seres queridos. El caso es que seguí andando, seguí recorriendo durante semanas de forma obsesiva esas regiones urbanas, después otras más alejadas, pero ahora en silencio y sola. Y así hasta hoy.
He olvidado también sus rostros. Eran bellos en un sentido que apenas puedo recordar y que hoy día no significa gran cosa. Ella y él, dos entes separados, independientes, que sin embargo para mí eran uno solo, como un animal mitológico de dos cabezas que permanece ahí, en la bruma de mi memoria, cada vez más tocado por el olvido, cada vez más difuminado, pero aun así invencible. No, no me lo invento, me descubro diciendo en voz alta cada tanto mientras recorro las avenidas desiertas, existieron de verdad. Y siguieron existiendo al marcharse, como en esos primeros meses en que quisieron mantener, o al menos fingieron desearlo, el contacto conmigo y hasta cierto punto, a través de mí, con esa parte de la ciudad que habían habitado durante tantos años. Llegaron incluso a invitarme en varias ocasiones a esas fiestas que se celebran con tanta frecuencia en las urbanizaciones como a la que acababan de mudarse. Al principio las rechazaba de forma sistemática, más por pereza que por otra cosa. Hasta que un día me animé, supongo que cuando ya estaban cerca de desistir en sus invitaciones.
Era uno de esos sábados de principios del verano en los que la gente, quiero decir la gente que vive en esa clase de sitios, es tan feliz o al menos logra parecerlo de una forma tan convincente. Ella estaba a punto de dar a luz. En el borde de la piscina me dijo el nombre que tenía pensado para el niño. Teníamos la mitad de las piernas sumergidas en el agua y yo sostenía un gin-tonic que él me había preparado con esmero. Hacía años que no bebía uno. Fresco, cítrico, ligero. Ella era rubia, sí, ahora estoy segura, y en esa época llevaba el pelo por los hombros, en una media melena muy elegante. Vestía una blusa blanca con dos o tres botones abiertos, lo que le daba un aire desenvuelto, levemente mundano. Recuerdo ahora de pronto esa impresión perfecta de esbeltez que desprendía pese a estar ya muy gorda, como si en todo momento su estado se adivinara como algo pasajero, un mero accidente de la vida. El ligero tostado de su tez pálida conjugaba con el azul brillante de la piscina hasta volverla casi etérea. Pertenecía a ese lugar de una forma que me es imposible de precisar. Sus amigos, o mejor dicho sus vecinos, aunque en este caso parecían ser ambas cosas al mismo tiempo, trataron de incluirme enseguida en las múltiples conversaciones que se formaban y se deshacían con una fluidez asombrosa. Eran tan distendidas que por un momento pensé que podría confesar un asesinato sin romper el equilibrio de esa jovialidad. Hasta que alguien defendió de pasada las opiniones de ese partido ultra cuyo principal argumento político es que la lotería siempre toca en barrios pobres repletos de inmigrantes. Entonces supe que quizás lo mejor sería seguir ahí, disimulando con mi sonrisa más middle-class y sosteniendo mi gin-tonic como la que sostiene un jarrón lleno de hortensias. Por un momento, hasta deseé convertirme yo misma en uno. Todos se mostraron de acuerdo, por otra parte, en que existía una especie de complot estadístico orquestado por alguna administración pública perfectamente prescindible que propiciaba el desfalco, así que, lejos de romper la armonía, esa simpática salida de tono contribuyó a reforzar aún más ese ambiente relajado de confraternización de clase. Les resultaba muy exótico, por otro lado, que siguiese viviendo en Madrid. Había en ellos, en su interés lascivo quiero decir, una mezcla escabrosa de curiosidad y compasión. Noté que se dirigían a los niños en inglés. Hoy en día, según me ha contado un amigo peruano que trabaja como rider y frecuenta esa clase de urbanizaciones, prácticamente todos los adolescentes hablan entre ellos en inglés, y el español que manejan es pobre, funcional, eso sí, perfectamente comprensible, pero apenas vivo, como una lengua oxidada y artificiosa.
Me quedé a dormir allí esa noche, porque al caer la tarde no había opciones de regresar a Madrid en transporte público y todos habían bebido demasiado como para conducir. Me acomodaron en el sofá. Apenas descansé. Me sentía incómoda. Al contrario que ella, yo no pertenecía a ese lugar. Era obvio. Había algo innombrable que me expulsaba continuamente, o que me impedía entrar, y que incluso en las desenvueltas conversaciones del aquel día, entre gin-tonics y risas frívolas al borde de la piscina bajo un sol espléndido, se amontonaba dentro de mí como un viejo rencor del que no lograba desprenderme. Ellos dos, mis antiguos vecinos y un hombre de mediana edad separado, que en algún momento aparentó querer ligar conmigo, y que en la misma medida en que me resultaba atractivo me repugnaba, empezaron a bromear al atardecer con la posibilidad de que me trasladase a vivir allí, a una de esas urbanizaciones, y me convirtiese en una entre ellos, en una vecina, o mejor aún, como ellos mismos decían, en un miembro de su comunidad.
Miento. Miento y no sé por qué. Qué bruja soy. Quizá porque me avergüenza un poco contar la verdad, y prefiero inventarme este cuentito banal. Confieso: esa noche no dormí con mis antiguos vecinos, sino en el apartamento de ese hombre divorciado que me invitó a pasar con la discreción de un experimentado caballero que tiene ante sí una de esas oportunidades que de ponerse a huevo no pueden desperdiciarse. Y yo acepté porque, aunque al principio advertí que desprendía un aura de felicidad fracasada que me daba un poquito de cosa, de repente la posibilidad de su compañía me pareció mucho más alentadora que la idea de dormir con mis viejos vecinos, orillada en un sofá de diseño nórdico como un cuerpo extraño profanando un hogar familiar. Y al cerrar la puerta de su apartamento aquel tipo, que en los espacios comunes me había resultado anodino y un punto ridículo, se me presentó de forma inesperada como alguien realmente encantador. No sabría explicarlo. Me sirvió una copa de whisky escocés con un buen cubito de hielo y puso música. Jazz vocal. Previsible hasta el lugar común, incluso hasta la náusea podríamos decir, pero efectivo, las cosas como son. Llevaba una camisa de lino blanca bastante amplia, como si estuviese tomando el aire en la cubierta de un crucero o fuese el dueño de una plantación. En circunstancias normales, ya digo, me hubiese entrado la risa. Esa noche, por el motivo que sea, no fue así. Quizás favorecida por el efecto que el lugar empezaba a tener en mí. Estuvimos charlando hasta bien entrada la madrugada como dos buenos amigos que no necesitan ponerse al día para retomar una conversación solo interrumpida por las ocupaciones de la vida. Su condición de hombre divorciado le convertía en una pieza desajustada en esa sociedad amniótica de familias ideales. El encanto que desprendía, se me ocurre ahora, residía justamente en esa forma irónica y desenvuelta de encajar su propia derrota.
—Dicen que ya no queda nadie —dijo de forma distraída.
Estábamos sentados en su magnífica terraza, desde donde podía verse la piscina como un centro de gravedad azul. Había plantas por todas partes.
—Bueno —respondí yo al cabo de unos segundos—, tampoco es exactamente así.
—No sé —dijo él como restándole importancia al asunto—, yo apenas voy. Conduzco hasta la oficina dos o tres veces por semana y aparco ahí mismo, en el distrito financiero. A veces como por ahí, en alguna franquicia. En Navidades voy una tarde a pasear por el centro con los niños. Eso es todo.
—En realidad —empecé entonces a decir mientras él se entretenía haciendo girar en círculos el cubito de hielo en su vaso corto—, solo algunos barrios se han quedado completamente vacíos. Los de clase media, sobre todo. En Chamberí o en el Barrio Salamanca quedan todavía algunos aristócratas viejos que se resisten a marcharse por pura nostalgia y cada vez más multimillonarios extranjeros, sobre todo latinoamericanos, que compran propiedades y se instalan aquí, al menos durante unos meses al año. Luego hay algunos condominios residenciales en Méndez Álvaro o en Chamartín, por ejemplo, habitados por ejecutivos o profesionales que apenas tienen necesidad de salir a la calle.
Dejó de prestar atención al vaso y pasó a mirarme con una media sonrisa burlona, antes de decir:
—Y el centro sigue lleno de turistas, eso también es verdad.
Tenía una barba oscura salpicada por algunas islitas de canas, lo que le daba un desenfadado aire de náufrago que casaba muy bien con aquella atmósfera de confort. Tenía la sensación de que disfrutaba de veras con la conversación, demorando la espera de lo que previsiblemente iba a suceder después, hasta el punto de que todo aquello no parecía para él un medio de conseguir algo, sino ese algo en sí mismo.
—Luego están, por así decirlo, los barrios populares —dije reclinándome un poco hacia delante, como si estuviese tratando de distinguir el movimiento de una sombra alrededor de la piscina—, esos siguen llenos de gente.
Sonrió de nuevo al escucharme, esta vez con una sonrisa completa que le cubrió media cara, y después añadió de forma aparentemente distraída:
—De emigrantes, es eso lo que quieres decir, ¿no?
—Sí, supongo que es eso lo que quería decir.
Las luces de todos los apartamentos estaban apagadas. Éramos los últimos. Permanecimos un rato callados, apurando nuestros vasos en una comunión silenciosa. Debían ser las dos o las tres de la madrugada.
—¿Vamos? —dijo él.
Y fuimos sin necesidad de que yo respondiese nada o confirmase esa proposición, como arrastrada por el peso de la evidencia. O por el peso de la soledad, quién sabe. Una soledad que en el fondo nos igualaba y nos aproximaba hasta formar una precaria comunidad de solitarios que se lamen y se beben y se despedazan el uno al otro con el afán de los que tienen la certeza de que nunca volverán a verse. Fue un encuentro desprovisto de pasión en el que, contra todo pronóstico, reinó una ternura que parecía sincera y que seguramente lo era. Eso fue, como es fácil de imaginar, mucho antes de conocer a Juanita, mucho antes incluso de saber que Juanita existía y respiraba en algún rincón olvidado de nuestro mundo. Aun así, cuando eso ocurrió yo ya hacía mucho tiempo que no dormía con un hombre. Siglos. En mi memoria se habían emborronado olores y sabores. También rugosidades. Pero por encima de todo, lo que había olvidado por completo era esa tristeza sin curvas solo consolada por el accidente o la protuberancia de su propio sexo.
¿Por qué así? Creo que era la soledad, no es difícil de adivinar, la soledad y el aburrimiento, lo que me impulsaba sin remedio hacia otros cuerpos que ejercían sobre mí una atracción magnética, inexplicable, lenitiva. Turistas, enfermeras, maestras, vigilantes de museo, camareras, trabajadoras domésticas, conductoras de autobús, prostitutas. Chinas, peruanas, ecuatorianas, italianas, francesas, colombianas, senegalesas, polacas, árabes y por supuesto españolas. Amantes fugaces que acumulaba con desesperación y olvidaba con método el día después. No quedaba en mi cuerpo el recuerdo de otros cuerpos —nunca queda, siempre se desvanece su rastro—, solo la huella confusa de esas tardes o noches, o de esas mañanas, y de las palabras que circundaron esos momentos de efímera compañía. Todas ellas, cada una a su manera, contribuyeron a incendiar las últimas habitaciones de mi sangre. Como la ciudad desierta, esas habitaciones lucen ahora despobladas, y solo el tiempo las separa del progresivo derrumbe que a larga es el olvido, porque solo la presencia de los cuerpos impide que la ciudad se convierta en ruina con el paso de los días. Y había en ese deseo implacable —ahora lo sé, ahora lo entiendo— una forma de comunión extrema, de abalanzarme sobre las otras y de agarrarles por las solapas para reclamarles que siguieran ahí, en algún sitio, pero presentes, después de todo, con la desesperación atropellada y un poco torpe de un animal herido e hipersexualizado.
Cuando al amanecer salí al jardín de la urbanización y me asomé a la piscina intocada, esta se me presentó como una fina capa de imposible escarcha en su punto de quiebre. Entonces, no sé por qué, me acordé otra vez de mi madre. Me acordé de mi madre cuando estaba muriéndose en uno de esos hospitales públicos que el sentido de nuestra época ha convertido en inmensos morideros. Y en cómo le agarraba las manos mientras se moría, esas manos todavía vivas que me apretaban cada vez menos, y que fueron abriéndose hasta soltarse del todo, mientras yo le prometía que me quedaría en la ciudad, que me quedaría en Madrid, pasara lo que pasara, y a ella se le prendía en la boca esa frágil sonrisa con la que se le cerraron los ojos.
No había prácticamente nadie en las calles anchas que rodeaban a la urbanización. Un par de hombres de mediana edad haciendo footing, el rumor liviano de la moto eléctrica de un rider transportando el desayuno de alguien y esos melancólicos polacos con la cabeza afeitada que se morían de sueño en las garitas de vigilancia del exterior de cada finca. Poco más. Caminar por ahí, sin repartir nada y sin hacer deporte, hizo que me sintiera de pronto como una amenaza para el orden público. Una perra abandonada en medio de la autopista. Eso era. Detrás de la aséptica capa urbana podía intuirse todavía la llanura, el polvo de los pueblos abandonados del desierto español flotando en el aire.
En el autobús de regreso a Madrid —un autobús vacío, fantasmal— me eché a llorar. No eran ni las once de la mañana y el sol brillaba ya en lo alto abrasando el paisaje seco y suavemente ondulado como un Dios cruel. Faltaban aún un par de horas para que esa ruta se llenase de filipinas y bolivianas desplazándose en sentido contrario, cargadas con bolsas de deporte donde guardaban bragas y cofias, y quizás, en algún caso, una novela de amor.
La ciudad, me pareció entonces al volver, había empezado a desdibujarse en mi ausencia. En aquella época todavía creía que si yo no estaba ahí para mirar a esos edificios en los que no vivía nadie, estos se derrumbarían sin remedio, y que si yo no andaba por esas calles por las que nadie andaba ya, estas empezarían a borrarse lentamente hasta que la ciudad despareciese por completo.
Aitor Romero Ortega nació en Barcelona en 1985. Estudió Ingeniería Industrial entre Barcelona y Lyon. Desde 2012 vive en Madrid. Ha obtenido una mención en la categoría de poesía experimental en el I Premio de Literatura Joan Brossa de la Universidad de La Habana y también es autor del poemario Avenidas de la Ciudad Desierta, inédito.
En 2015 publicó Deflagración, que fue seleccionada como finalista del Festival de Primera Novela de la ciudad francesa de Chambéry, en la categoría de lengua española.
Ha colaborado, con crónicas y ensayos, en revistas culturales y de viajes tan prestigiosas como Altaïr Magazine, Negratinta o Culturamas. Fantasmas de la ciudad es su primer libro de cuentos. En 2023 publicó El arte de escribir de pie, ocho crónicas sobre la idea del gran viaje vital y las distintas tipologías del viajero posmoderno.
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