I.
En la tele decían que saliera, que viajara. No se lo decían solo a ella, pero ella, en este punto de su vida, no quería ni creía que hubiera más mundo que su soledad. Así que, si la psicóloga del programa de la mañana decía que había que salir, relacionarse, conocer otros lugares, otras personas, había que intentarlo. Lo de conocer otras personas lo había oído con la oreja pequeña, lo había escuchado mientras lo negaba con la cabeza, sin atreverse a contradecir a la señora de la pantalla. Ella sabía que no había gente que quisiera conocer; desconocer, si acaso, pero eso intuía que no sería posible. Llevaba marcas de las personas que la habían querido y de las que no, y esas marcas dudaba que fueran a desaparecer.
Después de apilar la taza del desayuno en el fregadero, consultó el día en el calendario. Recomendaban llevar control de los días, incluso llevar una agenda, pero eso para Emilia era demasiado. Era sábado. Los sábados eran días muy especiales desde niña, y para celebrarlo se duchaba, se arreglaba y se ponía perfume. Asearse era una forma de rememorar que hubo otros sábados en los que le importaba verse bien, limpia, radiante, y salir. Hubo otros sábados diferentes, sobre todo recuerda las salidas al campo, las mañanas de bicicleta, los paseos comiendo barquillos. La infancia ha tomado sus recuerdos; después hubo otros sábados con otros momentos, tal vez felices, a veces duda si fueron reales o solo soñados.
Cogió el autobús como una turista en un city tour, pero sin derecho a subir y a bajar a su antojo. Tomó la línea más larga. Le gustaba observar las calles y mirar a las personas sin que ellas se dieran cuenta. Lo hacía muchas veces con la ilusión de encontrar desde allí arriba, tras el cristal, un robo que solo ella viera, una pareja secreta, un beso del que fuera testigo o un antiguo conocido tirado en la calle pidiendo con un vaso de cartón. A veces era mala, le brotaban esos sentimientos obtusos que tiraban por tierra la posible felicidad de los demás, esa que entre unos y otros la habían arrebatado a ella.
La ciudad era un catálogo de recuerdos. Al final de esa avenida estaba Confecciones Gala, a su lado Nupcial, las dos tiendas donde se probó vestidos con la ilusión de verse de blanco. No quiso que nadie le negara ese derecho. Dudaba entre el talle de encaje tipo imperio o el entallado en la cintura con la falda de satén. No pudo consultarlo con su madre, para entonces ya habían muerto los dos en el accidente. Tampoco lo habló con las amigas, ninguna era suficientemente íntima para que influyera en algo así. Realmente, dejó de tener contacto con el mundo desde que comenzó a salir con Paco, el pajarero. Odió ese apodo que apellidaba de forma inherente al hombre con el que compartía sus planes de vida o sus ilusas fantasías. Y más lo odió cuando se dio cuenta de que Paco no podía ser sin sus pájaros; ella no podía ser con los pájaros, y ellos no podía ser juntos de ninguna de las maneras. Ese teorema que tanto le costó admitir le hubiera ahorrado mucha tristeza, pero ahora sí, ahora lo estaba intentando. La psicóloga de la tele la estaba ayudando: tenía que salir, tenía que viajar, tenía que conocer gente.
II.
Vencer los miedos, enfrentarse a todo aquello que nos hizo daño, ser valiente, confiar en ti. Cynthia, la psicóloga, le había insuflado durante esa semana una fuerza con la que se creía capaz de todo. No lo iba a hacer por nadie. Al fin y al cabo, no tenía a nadie por quien hacer nada. Ella. Ella, y solo ella, se lo merecía. Este sábado se había despertado con la ilusión de dar ese salto cualitativo, de mostrar ese arrojo que le hacía ser capaz de viajar, de explorar lugares en los que encontrarse, de cumplir sueños, ¿por qué no?
Se subió a una silla para alcanzar el altillo. Bajó la caja de mantas Mora, la abrió, sacó los membrillos que en su día guardó para el olor, por pura costumbre, y puso la funda de tela de Confecciones Gala sobre la cama. Estaba dando un gran paso, por eso le temblaban las manos y le costaba atinar con la cremallera sin que se enganchara el encaje. No quería romperlo justo hoy que estaba dispuesta a estrenarlo, por fin. Lo extendió. Lucía un poco beis. El blanco inmaculado de la tienda se había mancillado con el paso de los años. Tampoco ella era la joven virgen de cuando lo compró sino una señora premenopaúsica a la que la vida le había arrancado muchos momentos sin retorno. Eso lo sabía, y no estaba dispuesta a dejarse ir como había hecho tantos años metida en el despacho anexo al de su difunto padre, soportando la carga de trabajo para no pensar, para irse borrando, para fundirse con el silencio. La vida se le había ido aporreando una máquina de escribir y girando el carro como una autómata. De esa imagen de secretaria eficiente solo le quedaba la manicura perfecta y sus dedos finos. Hoy sus uñas llevan esmalte marfil a juego con el vestido. El pelo se lo dejará suelto, no consigue ponerse la tiara que compró con el vestido, nunca tuvo gracia para arreglarse esa abundante mata de pelo lacio. Tampoco se pondrá los zapatos. Su falta de agilidad hace que tema los tacones, así que se pondrá los 24 horas, que son los únicos que tolera y sobre los que se siente segura. Total, nadie le mirará los pies. No tiene intención de remangarse el vestido, aunque deberá tener cuidado de no pisárselo, piensa. No ha conseguido abotonarse la hilera infinita de botones forrados, solo algunos de arriba y otros de abajo. Entonces, la hubiera ayudado su madre, si hubiera vivido, de no haber ocurrido aquello tan horrible.
Mira el portarretratos con la foto de la boda de sus padres, que sigue sobre la mesilla donde ella guardaba su ropa interior, que aún conserva. Están guapos y felices. No le cuesta imaginar lo que hoy se alegrarían por ella, por que hubiera dado este paso, aun así, sin ellos, sin nadie. Saca de la cómoda una rebeca de punto en color crudo que a su madre le encantaba llevar sobre los hombros. Los botones son pequeñas perlas que parecen estar hechos para su vestido. Se la pondrá aunque no sea propio llevar chaqueta con el vestido de novia; no es cuestión de ir con la espalda al aire enseñando el sujetador por muy de La Perla que sea, ni aunque sea nuevo. Nuevo y viejo. ¿Se puede llamar «nuevo» a algo que tiene más de veinte años aunque esté sin estrenar? Ni las medias de cristal, ni la liga con el lazo azul. Eso no se molesta ni en sacarlo de la caja de tela en la que lo guardó. Ahí queda, como una reliquia que va en contra de la comodidad. Son adornos íntimos innecesarios, de momento. Suspira y agita la cabeza negando esa precisión, ese pensamiento en el que parece olvidar todas las veces que se juró no volver a entablar contacto humano. Así, tan radical, ha sido durante todos estos años en los que se ha escudado en monosílabos, cuando no se ha hecho la sorda o la loca para evitar cualquier relación social. Decidió que no merecía acercarse a nadie y mucho menos ilusionarse con una vida compartida. Suficiente era vivir con ella misma y sus tormentos como para acarrear con las taras de nadie y, en el peor de los casos, con sus ilusiones. Era nocivo emocionarse, planear, ¿para qué? Se había cansado de llorar y de lamentarse. Que su vida era gris o anodina, o todas esas cosas que decía Cynthia, pues sí, pero mejor darle color ella sola, sin nadie. Eso era lo único que quería, y tal vez, como un exceso, acercarse a todo aquello que quedó pendiente; hoy, tiene más años, otra actitud y se siente lejos de aquella panoli a la que tantas veces engañaron. Igual no fueron tantas, pero suficientes para ella, una mujer sensible a la que nada, absolutamente nada, de lo que le pasó le correspondía. Eso se había dicho tantas veces, hoy también.
III.
En la parada, la gente la mira sorprendida. Ella, con esa indiferencia tan aprendida, agarra su bolso de asa con las dos manos y espera la llegada del autobús. Está ilusionada por caminar por el Retiro arrastrando la cola nupcial, como si fuera hacia un altar en el que no la esperara nadie, o no Paco, ni sus pájaros ni sus taras. Solo piensa en eso, las miradas y las risas de los adolescentes no le importan. Ella también se rio alguna vez así, no lo recuerda, pero es algo propio de la edad. También, aunque parezca mentira fue joven, ella se reía de todo, ¿o no? No recuerda un día en concreto, pero lo hizo. Era algo muy parecido a la felicidad. Cree o puede que lo haya soñado, tampoco tiene muy claro si alguna vez fue feliz. A estas alturas, no va a hacer un drama de unos púberes que se cachondean en su cara, ni de unas señoras que la miran con envidia. Al final, todo es envidia. Ella lo sabe, por eso dejó de contar, de mostrase, de compartir nada de lo que le ocurría. La gente tiene envidia hasta de la soledad. El autobusero se sorprende, casi se asusta. Una octogenaria dice que nunca ha visto una novia en un autobús. Otra dice que ella tampoco, pero que desde que la gente se casa por lo civil todo ha perdido mucho. Y eso si se casan, responde otra que lleva una criatura con pinta de ser su nieta encima de las piernas. Dios bendito, qué nos queda por ver.
Emilia va agarrada a la barra. Nadie le cede el sitio. No es suficientemente mayor ni está embarazada. Le hubiera gustado tener hijos. Uno al menos, como decía su madre, uno de muestra. Para eso había que quererse, como sus padres. Traer hijos al mundo porque sí nunca entró en sus planes. Ni en los de Paco, él con tener unas aves de aquí y otras adoptadas, como decía él, era suficiente.
Una señora le pisa la cola del vestido con un carro de la compra. Emilia le atraviesa con la mirada. No pronuncia una palabra. No se ponga así, qué mala leche. Ni que hubiera hablado. Ni que le hubiera empujado el carro y empotrado la lechuga larga y las dos barras sobresalientes contra la puerta. Algún día tendría que salir a dar a cada uno lo que se merece, lo piensa sin quebrar el gesto. A esa señora, un empujón, como mínimo, pero Cynthia lo ha dicho claro: visualizar el objetivo y obviar el resto. No sonríe, pero trata de mostrarse serena al bajar del bus. Camina por el paseo de Coches causando admiración. Algunas personas la siguen, tal vez esperando que vaya a reunirse con alguien, aunque la mayoría lo hacen por pura mofa. Ella está feliz, a su manera. Al fin ha estrenado el vestido. Si Paco lo supiera, qué pensaría. Qué importa. No llegó a decirle que lo tenía encargado, que le faltaban varias pruebas. Quería sorprenderlo.
Nunca fueron al lago. Ella tenía ilusión por remar hasta el centro y allí en el medio, delante y lejos de todos, se besarían. Espera su turno. Cuidado con la cola, dice con sorna el encargado del embarcadero. Emilia se evade tanto en su silencio que apenas escucha el tono de broma. Rema hasta alejarse de todas las orillas. No lleva la ropa adecuada, le cuesta remar. Hace un día precioso, eso sí. Una vez en el lugar del tantas veces imaginado beso, suelta los remos y saca un minimisal con el canto dorado que tenía dentro el bolso de su madre. Lo abre por la cinta roja y finge leer como esas intelectuales de las revistas. Las letras son demasiado pequeñas. Tampoco le interesa lo que ponga. Ha rezado tanto para nada que no quiere oír misas ni oraciones. El sol le da en la cara y cierra los ojos. Teme que las carpas gigantes puedan saltar a la barca. Unos extranjeros se dirigen a ella, reman aproximándose. Le caen unas gotas sobre la cabeza. No se inmuta. Si algo ha aprendido ha sido a dominar la impasibilidad. Son muchos años de ejercitarse en la nada.
IV.
Qué manía tiene la gente de dar de comer a las palomas. No entiende esa afición por cebar a esos bichos. Siempre ha pensado que mejor harían con guardar todos esos bollos y hacer sopas, o dárselo a quienes realmente pasan hambre. Esas ratas con alas están gordas de tanto comer. Una de ellas está terminando con una bolsa de gusanitos. La gula es un pecado detestable. Esa alimaña apenas puede moverse, es pura ansia de no dejar ni una miga. Se arremanga el vestido. Lo recoge a un lado; al otro, el bolso. Se le ven unos calcetines de color marrón claro a juego con los zapatos, de cordones, suela de goma, ideales para ese chute con rabia. No lo consigue, pero ante el fracaso camina deprisa detrás de otra, y de otra. Unos niños de seis o siete años que están jugando con un balón la siguen; parece una mujer divertida, quieren jugar con ella. Los padres llaman a sus hijos, les dicen que no sigan a esa novia, otros dicen novia loca; otros, cosas peores. Entre patadas y palomas que levantan medio vuelo, sale del parque.
Ella no lo sabe, pero ya es famosa. En unos minutos se convierte en viral. Una mujer instagrameable, de la que se quiere saber su historia. Mientras ojea unos libros en la Cuesta Moyano siente que la observan. El librero trata de aconsejarla alguna novela sin haber pedido ayuda. Da la sensación de que es una mujer que está a punto de salir en los medios. El librero de la Cuesta se cuela en alguna de las fotos. Le aconseja Sonriendo, un ensayo de un autor checo impronunciable. Ella toma el libro con las manos sin hacer apenas un gesto.
Hashtag: Leer es sexy. #LeerEsSexy. A los pocos minutos cientos de publicaciones de una mujer que nadie conoce bombardean las redes. #EllaEsSexy. ¿Quién es ella? Gente que en ese mismo momento postea su foto. #Madrid #Moyano #Retiro #SeHaPerdidoUnaNovia #NoviaBuscaPareja. Al rato se empiezan a subir storys #QuiénEsElla? #FeaPeroDivina. Se van sumando fotos del bus, de la parada, caminando por la calle, esperando en un semáforo, selfis robados. Hay más gente de la que podría pensarse que tiene una foto de Emilia. Ella permanece al margen del impacto que está causando, posa sin querer con el título que le ha recomendado el librero. Sonriendo. Digamos que es un consejo subliminal. Ella hojea sus páginas ajena a la intención de broma o de sorna. Los fotógrafos improvisados amplían con sus dedos el objetivo. ¿Qué libro lee? ¿Quién es? ¿Se va a casar? ¿Es un gancho publicitario? De repente, nota que la gente la rodea con sus móviles. Deja el libro en un montón y sale caminado a prisa mirando hacia el frente sin responder a las imprecaciones ni a quienes le chistan como si la conocieran.
Coge el primer autobús que pasa a su lado. Tiene la suerte de sentarse justo a la entrada. Está agotada del paseo, del remo, de haber viajado tanto, de haber visto tanta gente. Sigue el asombro en cada parada. Cada viajero le dedica una mirada, algunos una sonrisa, los que ya saben de su existencia sacan el móvil tratando de robar una foto para unirse a esa marea de imágenes que invade Instagram, Twitter y Facebook.
Emilia cierra los ojos. Imagina que es observada por lo del vestido. La gente está a deseo de comentar la vida de otros ignorando la suya. Ella no se fija siquiera en cómo visten los demás. Para una vez que se ha puesto el vestido… Si sus padres la vieran así, tan segura de sí misma, se sentirían orgullosos. Su vida no ha sido igual desde que ellos faltan. Nadie tiene derecho a poner un explosivo, a matar nadie sin razón. Ellos no tenían la culpa de nada. Solo estaban allí de vacaciones, comprando algún souvenir para ella, seguro. Durante años le consoló creer que estarían pensando en ella. No tiene ninguna importancia, pero ha querido quedarse con eso que le dijo alguien de aquel viaje organizado, alguien que tuvo mejor suerte. Ellos eran lo único que tenía. Paco, el pajarero, nunca fue de ella del todo. Nunca fue, pero durante un tiempo fue el único, lo único.
V.
–Buenos días, Paco, bienvenido al programa. Gracias por ponerte en contacto conmigo. Entonces, ¿tú conoces a Emilia? Cuéntanos algo de esta mujer que ha revolucionado las redes. ¿Cómo te enterarse de todo esto que estaba pasando?
–Gracias, gracias a ti por recibirme. Pues, la cosa fue así, me pasaron sus fotos unos amigos, dicen que las habían visto en Facebook. Yo no tengo cosas de esas. No me lo podía creer. Digo, pero ¿qué ventolera le ha dado a esta mujer? Mis amigos me dijeron, mira, Paco, tú eres el único que sabes algo de esta mujer. Al verlas pensé en contactar con ella, no sabía qué hacer, primero llamé a su casa, y nada, y después vi el teléfono del programa, que siempre lo tengo puesto en la tienda, y por eso estoy aquí.
–Gracias, Paco, eres muy amable. Entonces, cuéntanos ¿quién es ella?
–Ella es Emilia. Nos conocimos hace más de veinte años, más… Vino a la tienda a comprar un canario para su padre. Hablando, hablando, que si los cuidados, que si la jaula, hablando las cosas de las mascotas y de la vida, nada raro; así, de una cosa a otra, empezamos a salir algún día, a pasear, al cine; lo normal. Ella se empeñó en ser mi novia, está mal que lo diga, pero se empeñó, así que en cierto modo fuimos novios. Yo no quería compromisos, tampoco ahora, ¡eh! Era una mujer muy difícil, una chica un poco rara, con obsesiones. No quería adaptarse a nada. Una niña mimada. Hija única, con dinerito, consentida. Hija de un notario, no digo más. Ya estaba un poco atarantada hasta que tuvo la mala suerte de que murieron sus padres en un accidente, un atentado en Turquía o por ahí. Desde entonces fue un no parar. Cada día más triste, más sensible y además de eso, cada día más pirada, si te digo la verdad.
–¿Fuisteis novios durante mucho tiempo? ¿Qué relación teníais?
–Relación, relación, pues es lo que te digo, quedar de vez en cuando, venía a verme a la tienda, hablábamos por teléfono, sobre todo desde que se quedó sola. Daba pena. Yo era lo único que tenía. Un día la invité a quedarse en casa hasta que se encontrara mejor, sin compromisos, ¡eh! Una tarde duró. No le gustó mi casa, ni donde vivía ni nada. Encima con quejas a mí, precisamente ella que no sabía freír ni un huevo. Además, yo soy muy mío también, lo reconozco.
–¿Pero seguisteis siendo amigos, al menos? ¿Os veíais de vez en cuando?
–A ver, que yo soy un hombre libre, independiente. No era cuestión de perseguirla. No necesito a nadie. Yo con mis mascotas, mis plantas, todo eso es mi vida. No necesito más. No quise comprometerme, además ella se encerró, no volvió a coger el teléfono, no abría la puerta de su casa. Pregunté a los vecinos, dicen que no salía y que si se cruzaban con ella ni palabra. Lo de los padres la volvió más cerrada, medio loca, una pena. Eso y más podría contar, pero son cosas nuestras, quería aclarar eso de quién es ella, quién es ella, todo el mundo hablando de esta Emilia; pues eso, para que la gente sepa. Ella es una mujer con sus cosas, no es para reírse de ella, ni para hacer tanto mundo. Esto te cuento, Cynthia, ya si quieren más, pues hablaremos en otros programas, por la mañana estoy más libre…
VI.
Emilia no da crédito. En el programa de la mañana hablan de una mujer misteriosa. La mujer misteriosa es ella. Se ha hecho famosa sin saber por qué. No entiende qué importancia tienen sus fotos, ni por qué se las han hecho. Está rabiosa. Le gustaría decirle a Cynthia que solo hizo lo que ella le animó a hacer: arreglarse, salir, viajar, aunque fuera por Madrid, Madrid es muy grande, para qué irse más lejos. Otra decepción más. No puede contar con nadie. Ya se lo decía su madre, no te puedes fiar de la gente. Alguien va a hablar de ella. Alguien que, dicen, la conoce bien.
No se atreverá.
Sí, se ha atrevido.
Paco, el pajarero, en la televisión. Se ha quedado calvo. Parece que tuviera más de sesenta años. Qué poca vergüenza, salir a dar qué hablar. Ahora es Cynthia la que habla con ese indeseable. Emilia rabia por dentro y por fuera. No se empeñó en ser su novia ni nada. Ella estaba a gusto con él, quería tener una relación normal, como otras parejas. Qué fácil es mentir. Pero ella no va a entrar a juicios, ni va a ir a los programas a contar lo que él hizo. Atarantada, lo dice él. Es un ser despreciable. ¿A que no le cuenta a Cynthia cómo vive?, piensa. Tampoco contará lo que les hace a sus pájaros. Aquella casa era una casa de locos. No duró una tarde, claro, como para durar más…, fue la peor tarde de su vida, después de la noticia del atentado, claro, esa fue aún peor.
Mira la pantalla con odio. Qué freír ni que nada, si no come huevos, solo alpiste, chía, cereales, solo picotea pan y pipas como sus pájaros. Todos comen lo mismo en esa casa. ¿A que no le cuenta a Cynthia lo que es vivir independiente? Independiente es tener los loros o los agapornis o los periquitos o toda esa fauna suelta por la casa. Él sí está atarantado, se cree que está en el Amazonas. «Ellos necesitan ser libres, mi amor». Aquella vez le dijo «mi amor» mientras acariciaba a una ninfa blanca, con deseo, con lujuria, incluso, dándole besos en el pico, acercándosela al pecho para acunarla. Emilia recuerda aquella humillación. También recuerda que gritó al entrar en aquella casa. Sabía que tenía mascotas, o pájaros, lo normal de un pajarero, pero imaginaba que estarían en jaulas grandes, que tendría un aquarium en el salón, tal vez unos hámsters dando vueltas en una rueda, pero ¿había necesidad de tanta libertad? Apaga la televisión. Tiene que ir a contárselo a sus padres. No se aguanta las ganas de llorar.
VII.
Sale de casa con lo que lleva puesto. Coge las gafas de sol. Se ata el pelo. Se pone el sombrero de su padre. Por un momento es consciente de que hay gente que puede llegar a reconocerla. Espera en el portal y en cuanto ve pasar un taxi sale deprisa, levanta la mano. Pide que la lleve al cementerio. Cierra los ojos. No le importa que dé rodeo, lo que no quiere es ser reconocida, ni que el taxista le hable del tiempo, o, peor, que le hable de ella misma. En la radio suena El cóndor pasa. El taxista lo silba. Ella ya no puede más, llora. El mundo se ha vuelto contra ella. Nada tiene sentido. El taxista le pregunta si se encuentra bien, si necesita algo. Abre las ventanillas por si la calma el aire. Emilia no pronuncia palabra, algún hipido que trata de tapar tras el pañuelo.
Por fin, llegan al cementerio. Al entrar siente que está en paz. Deja de llorar, el silencio la reconforta. Camina hasta el patio de san Francisco donde está la tumba de sus padres. Coloca el sombrero sobre la cruz. Ha salido tan deprisa que no lleva ni unas flores. Al ver sus nombres y la foto que hizo poner en la lápida no puede evitar abrazarse. Con palabras casi inaudibles gimotea todo lo que le ha pasado. Cuenta su versión de esa pesadilla que cree no resistir. Parece escuchar que no tiene sentido volver. Tienen razón, será mejor así. Se tumba sobre el mármol mirando al cielo con su abrigo beis y sus zapatos 24 horas; entre sus manos, agarra fuerte el asa del bolso, que aún tiene el misal, y de memoria comienza a rezar todo lo que recuerda.
Ana Santamaría Núñez, nacida en Burgos en 1970 se recuerda escribiendo desde
siempre. Licenciada en Derecho y graduada en Estudios Hispánicos, en 2018 mereció el
prestigioso premio Cosecha Eñe de relato.
Colaboró en la antología De la solastalgia, ocho relatos naturales (Comba,
2021) y en 2023 se publicó su libro de relatos Libres (Editorial Comba).
Otras narraciones suyas han sido seleccionadas e incluidas en distintas
antologías, además de aparecer en revistas y blogs literarios.
Actualmente imparte clases de Creación Literaria y tutoriza proyectos literarios.
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