I
Adentrado en “Le gibet” de Gaspard de la nuit, a las once de la noche oyó su celular emocionado, convencido de que al fin Nestora le había enviado la dirección. Se puso los lentes, que durante la audición guardaba en el bolsillo de pecho de su camisa, y sacó el celular del bolsillo de sus pantalones. El mensaje lo desinfló: era el oftalmólogo, confirmándole la cita del miércoles. Ya en la anterior le había advertido que por sus elevadas dioptrías corría el riesgo de sufrir desprendimiento de retina. Devolvió los lentes y el celular a los respectivos bolsillos y no le contestó.
Miope, fumador, aficionado a la música y proclive a la divagación (sobre todo cuando escuchaba música), Ambrosio consideraba la miopía no como una falencia, sino desde una de sus pocas ventajas, a saber, la detallada perspectiva que los objetos ofrecían a un miope cuando los observaba de cerca. Sus dioptrías de ocho y siete y medio estaban como para pintar miniaturas o restaurar telas de valor histórico. Pero sus dedos eran torpes, y mejor se entretenía admirando la punta del cigarro encendido, que, de cerca, y a la luz de la lámpara de piso, adquiría, en la semipenumbra del cuarto, una textura laqueada. Ese esmalte cándido revelaba, entre sus fisuras negras, similares a las que se forman sobre un muro cuya pintura blanca se ha desconchado con el tiempo, un corazón incandescente a cada nueva inhalación. Aun sin que Ambrosio aspirase, la brasa en continuo avance replegaba la chamuscada línea divisoria entre el papel liado y el copete de cenizas. Pero, aunque blanco, el papel no era liso; aparte de los ínfimos hoyuelos y protuberancias que delataban las hebras embutidas, líneas grises y anulares lo ceñían en sucesión, desde la punta ardiente hasta la base, como si el papel utilizado en la confección hubiese pertenecido al cuaderno a rayas de un gnomo. Tenía estampado, además, el logo.
La colilla no desmerecía del papel en cuanto a minuciosidades. Puesta al filo de su nariz, Ambrosio advertía arabescos ocres sobre la colilla café anaranjada, los cuales seguían un arreglo calculado por el fabricante para que, girando el cigarro entre los dedos, le mostraran sólo a los consumidores miopes o a los ociosos con una lupa a la mano la marca comercial. La juzgaba una maniobra obtusa de mercadotecnia, pues, al momento de fumar, cuando la contemplación de ese nombre patentado hubiera hecho maravillas subliminales bajo el efecto calmante de la nicotina, desde la perspectiva del fumador las letras quedaban boca abajo, y esto redundaba en una lectura engorrosa. (El logo impreso en el papel también estaba boca abajo). Ambrosio hubiera tenido que sacar un cigarro nuevo de la cajetilla, sujetarlo por el extremo recortado al ras —donde a veces, por un imperfecto de origen, se asomaba una levantisca fibra de tabaco seco—, posicionarlo en vertical, a centímetros de su nariz, y girarlo palmo a palmo para regodearse, ahora sí restablecido el orden de las cosas, con el deletreo, articulado o mental, de lo que podría haber sido un buen título para una novela: una palabra de tres sílabas, corta y sugerente, que lo hacía ensoñar multitud de cosas mientras la música pasaba a segundo plano.
Una evidente asociación de ideas habría debido remitirlo a la fotografía donde, en el folleto del cedé, Ravel posaba frente a un piano con un cigarro entre los dedos. Su mente, en cambio, lo llevó por otros rumbos. Pensó en el video en que Stevie Ray Vaughan, cabizbajo, sudoroso y con sombrero de cowboy, interpretaba “Lenny” mientras un cigarro humeaba entre sus labios. Se preguntó si acaso el humo le había irritado los ojos, pero enseguida advirtió lo pueril de la incógnita: esos dedos mágicos, dotados de una inteligencia propia, no necesitaban apoyarse en la vista para recorrer el diapasón y pulsar las cuerdas. Y pensó, también, en los prescindibles lentes oscuros de Stevie Wonder.
A su mujer Lenora, Lenny de cariño, le había dedicado Stevie la canción. El nombre rimaba con Nestora. La había conocido en la Sala Tzotzonaliztli, donde había ido a escuchar las Tres sonatas para piano de Brahms. Sentado junto a ella, se ajustó los lentes dándoles un empujoncito sobre el tabique de la nariz y la miró de soslayo: bonitas facciones, buen talle. No era de los que tomaban la iniciativa, pero ella se hizo cargo de todo. De la nada, le preguntó si conocía la anécdota sobre el parecido entre los comienzos de la “Hammerklavier” de Beethoven y la primera de Brahms. Ambrosio se tomó una pausa, miró de pupilas para dentro su repertorio de frases memorizadas y, marcando las sílabas con el dedo, como un director de orquesta al llevar el ritmo con la batuta, respondió con la seriedad y la dicción estudiada con que un alumno aplicado contesta a la pregunta de la maestra:
—Cualquier imbécil lo notaría.
Nestora prorrumpió en una carcajada. Por toda respuesta, Ambrosio esbozó una media sonrisa. Con los años, había aprendido que la ambigüedad gestual jugaba a su favor en situaciones como ésta. Tocándole el hombro, Nestora le dijo:
—Estás cañón. Te sale idéntico.
La media sonrisa se alargó unos grados, congratulado Ambrosio con la reacción festiva de una conocedora ante el acierto de un conocedor al que de fijo ella había esperado tomar en curva. Pues sí, tenía buena memoria y la facilidad para enunciar idéntico lo que retenía. Antes del inicio y durante el intermedio, entró en confianza y trajo a colación un sinnúmero de datos: la autocrítica de Brahms, la intimidante sombra de Beethoven, su predecesor, la sabia decisión de la tercera gran B de explorar allende el género de la sonata para piano —insuperable tras las treinta y dos que había compuesto la segunda de las grandes Bes—, creando piezas compactas y complejas donde acuñó un lenguaje propio y trascendente. Parafraseaba o citaba de los folletos que solía hojear durante la audición de uno u otro disco, y llevaba el compás de su disertación moviendo el dedo a la manera de un metrónomo, truco mnemotécnico que le había enseñado un profesor de la secundaria. Nestora no paraba de reírse; sus ojos seguían el dedo bailarín de Ambrosio como un encantador de serpientes mesmerizado por la danza de la serpiente. Ambrosio, aferrándose a la media sonrisa, aceptaba satisfecho el extraño sentido del humor de una mujer que a todas luces lo hallaba interesante y que manifestaba dicho interés tocándole el hombro con una familiaridad tan espontánea como sus risas.
Tuvieron dos encuentros en un café. La tónica fue la misma. Él citaba o parafraseaba, y ella se reía a carrillo batiente, más ahora que él hacía una reverencia cada vez que ella le decía que estaba cañón. Las charlas fueron tanto más agradables cuanto que Nestora, bióloga de profesión, estaba impuesta en materia musical y contribuía con referencias que él cotejaba con versiones contrastantes, de modo que nunca hubo silencios incómodos. El que Nestora hubiera propuesto ambas salidas y el que hacía unas horas, por la mañana, lo hubiera invitado a su casa para la siguiente noche, quedando en enviarle su dirección tan pronto como se desocupara, lo confirmó en la certeza de que algo en él le gustaba. A él no le molestaba esa jovialidad acaso excesiva con tal de seguir viéndola. Tampoco le molestaba la dudosa eufonía de su nombre. Había leído en una revista para hombres que hacer reír a una mujer era una técnica infalible de seducción. Podía estar chiflada, cierto, pero fingir era lo conducente en una coyuntura que jamás se le había presentado.
Nestora: amiga y algo más. Él sabía lo que una invitación de esa clase implicaba. Fuese el día entrante o un poco después, pronto cogerían. Y esto lo entusiasmaba al tiempo que lo ponía nervioso. Pues sólo entonces, habiéndose consumado la faena, tumbados frente a frente sobre el colchón, nariz contra nariz, diciéndose palabras acarameladas, Ambrosio, el consumado miope, percibiría, bajo el resplandor de una farola frontera al ventanal que para colmo a él le quedaría de espaldas, las diminutas várices que seguramente surcaban las mejillas, las cuales, a la vez, tampoco habían de ocultar poros demasiado anchos, alguna espinilla y un incipiente vello menopáusico. De ahí en adelante Ambrosio jamás volvería a disfrutar el acto con ella. Incluso cerrando los ojos, se le representarían al vivo los imperfectos de ese cutis en apariencia impoluto. Aunque en lo venidero hiciera el amor con los párpados apretados, a fin de no admitir ningún atisbo minucioso de la imperfecta “dermografía”, el recuerdo aún inexistente de esos poros, que ya se le figuraban tan profundos como los cráteres de la luna en una toma con telescopio, se impondría en la bóveda de su cráneo.
Él no era un adonis, más bien todo lo contrario. Por morbo se pasaba largas horas frente al espejo. Arrejuntándose a la superficie reflectora, contemplaba puntos negros, granitos e infinitesimales pliegues, pero únicamente durante los breves intervalos en que contenía la respiración, ya que de otro modo habría empañado el espejo de vaho y obnubilado de ese modo la grotesca estampa, tan repegado estaba al espejo el crítico de sí mismo. Puestos los lentes, y a metro y medio del espejo, era un tipo promedio tirándole a gacho, menos agraciado que Nestora, es cierto, pero indemnizado con una memoria que le permitía retener datos pescados en lecturas diagonales de los folletos que acompañaban los cedés. Tenía una amplia discoteca, así que por esa parte no había riesgos.
Terminó el Gaspard de la nuit. Le seguía Miroirs, la última obra del disco. Durante las anteriores cavilaciones el cigarro se había consumido en la ranura del cenicero, dejando, fijo a la colilla, un canuto de cenizas que semejaba una oruga cubierta de escamas plateadas. Un gusano auditivo. Oliver Sacks dedicaba un capítulo de Musicofilia a este fenómeno muy común de traer “pegada” una melodía, un fragmento reconocible, tarareable y efectista pero de escasa calidad que se repetía machacón en la cabeza, por lo general contra el deseo de quien lo llevaba pegado. El refinado Ambrosio había albergado gusanos auditivos más veces de las que habría querido admitir: escuchando a pelucas talqueadas del calibre de Mozart y Haydn, de pronto, sin advertirlo, canturreaba mentalmente una de Parchís o Timbiriche.
Reflexionando acerca de esto, concibió una idea genial: mostrarse sensible y lisonjero (otro tip de la revista para hombres) encareciendo el atributo de Nestora mediante el cual había avanzado tanto en tan poco tiempo. Se puso los lentes, sacó el celular, abrió la aplicación de la cámara y, seleccionando el modo “macro”, le tomó una foto a la oruga. La retocó en el programa de edición poniéndole ojos y dentadura de piraña y se la envió a Nestora añadiendo lo siguiente:
Fumando, escuchando música y pensando en ti. Recordé los gusanos auditivos de los que escribe Oliver Sacks. Tu melodiosa risa es el gusano auditivo que me vuelve loco.
Volvió a guardar los lentes en el bolsillo de la camisa, el celular en el de los pantalones. Prendió otro cigarro. Más tardó en adentrarse en la contemplación de la brasa que en sonar el celular. Lo sacó precipitado y al acto se caló los lentes. ¡Notificación de…! ¿Nstra? ¿Un fraude? Abrió la lista de chats; su amiga —o algo más— era la única persona de entre sus conocidos bajo el apartado de la N, y el globo del mensaje no leído flanqueaba el nombre abreviado y la foto de perfil, un mosaico descabalado del que apenas reconstruyó el rostro conocido. La abreviatura la atribuyó a un cambio reduccionista en la aplicación (economía léxica, mayor almacenamiento); el mosaico, a una ocurrencia de Nestora. Metiéndose al chat, se llevó una sorpresa al ver el mensaje entrecortado en un trazo sinuoso, oruguil, una burda caricaturización de las opiniones escritas por analfabetos funcionales que abundaban en la sección de comentarios de infinitud de páginas web:
¡Ho a stá l ndo b n sím ! Yo t mb nov na de M hler dón, qué onta! Olv dir va: Av C #73- , ¿Ubic
Parq , o glesia ? stá fr nte una c dra
de M ro . Por dia ora. cho
B sitos!
Desconcertante por cuanto Nestora siempre había cuidado su redacción. ¿Otra ocurrencia? ¿Se había puesto una tranca? ¿Se había dado un pasón? O tal vez el sistema se había caído. Le respondió para decirle que le reenviara el mensaje al rato, pero, mientras escribía, el teclado alfanumérico lo desobedecía, negándose a plasmar caracteres con base en un arbitrio caprichoso.
Prefirió hablarle. Se quitó los audífonos de diadema y apagó el estéreo. El número guardado en la lista de contactos, así como el nombre de Nestora, aparecía trunco. O el sistema se había caído o el desconchinflado era su propio celular, que, por otra parte, no era tan viejo. Por suerte la N de la lista alfabética permanecía intacta; picó el nombre incompleto y consumó la llamada. Nestora le contestó, pero para su disgusto la charla se cortaba constantemente, y, habiendo colgado y vuelto a llamar, sucedió lo mismo. Contaba con una línea fija, pero no había memorizado el número, cosa por lo demás normal en estos tiempos en que los celulares hacían las veces de prótesis memoriosas. ¿Un correo? Abrió su laptop. La pantalla lucía empañada y serpenteada en arabescos blancuzcos, como un nido de orugas retorcidas y durmientes.
O sea que tanto la compu como el celular habían cachado un virus. Buehhh… Ya sería otra noche. Primero había que renovar el equipo. Se lavó los dientes, apagó la lámpara y se durmió.
Soñó que se tiraba a Nestora. Nariz contra nariz, la luminaria a espaldas de Ambrosio le mostraba cráteres de tal profundidad que lo admitían de cuerpo entero, rodeado el terrícola por la oscuridad no ya de la habitación, sino del cosmos en que flotaba la luna. Ahí, desnudo y acostado al fondo, se estaba bien. En la orilla del cráter, aparecía Nestora cargando una pala. Riéndose, arrojaba paletadas de arena sobre Ambrosio, que, en el intento de salir, resbalaba sobre el talud y rodaba al fondo una y otra vez. Enterrado vivo, oyendo amortiguadas las risas de la sepulturera, viscosos cosquilleos reptaban sobre su piel.
II
Habiéndose despertado, lo primero que hizo después de bañarse fue meter la laptop y el teléfono móvil a una mochila y conducir a la sucursal donde los había comprado. Trabajaba desde casa y no tenía horarios fijos, con tal de que al final de mes tuviera listo lo que le pedían. Era eficiente, y el superávit de tiempo libre le permitiría terminar ciertos asuntos pendientes en cuanto la empresa de hardware y software le resolviese el dilema.
El estacionamiento estaba lleno, cosa rara para un lunes, pero lo que más lo anonadó fue la cantidad de gente que hacía largas colas a la entrada del establecimiento, algunos con el celular en la mano pero sin clavar la vista en él —en contra del uso—, dejándolo colgar a la altura del muslo, con el brazo extendido. Por las conversaciones que los clientes sostenían entre sí, mostrándose sus celulares, se enteró de que algo había trastornado el internet la noche anterior. No era un problema de los equipos, al contrario de lo que muchos de ellos creyeran de arranque, sino de la WWW. Cantidad de información, desde pública hasta privada, había sido víctima de un hackeo de dimensiones estratosféricas, que había dejado archivos de toda índole, tanto audiovisuales como escritos, plagados de lagunas, de modo que resultaban ininteligibles. Y de entonces a esta parte, es decir, las once de la mañana, los agujeros habían medrado a un ritmo feroz, y en la radio ya se ominaba la desaparición de la Octava Maravilla, de un hito en la historia de la humanidad que había revolucionado la comunicación a finales del siglo XX: el tejido invisible de la WWW.
Ambrosio, que no se confinaba al género clásico ni mucho menos, se acordó de “Radio Ga Ga” de Queen. En calamidades recientes —terremotos, inundaciones, guerras—, la radio había sido un recurso salvífico cuando quedaba al desnudo la vulnerabilidad inherente a la espectral sustancia de tecnologías más novedosas y eficientes. Esbozó una sonrisa irónica que, sin embargo, al poco desapareció de sus labios al darse cuenta de que la radio, redimida por Roger Taylor en ese clásico del rock, no le serviría para contactar a Nestora.
En la tienda no le resolverían nada. Había que esperar qué salía de todo esto. Regresó a su departamento y prendió el radio de que estaba provisto el estéreo. Sintonizó De Concierto 102.7 no para escuchar su exquisita selección, sino con la esperanza de que en alguno de los cortes anunciaran la cartelera de la Sala Tzotzonaliztli, posiblemente obliterada de la red; asiduos asistentes ambos, era el único lugar donde tendría chances de verla. Serio y profesional, el locutor se limitó a presentar las obras del bloque de las doce, entre las que figuraba la Primera sonata para piano de Brahms. La escuchó con nostalgia, pensando en Nestora. Antes de que terminara el segundo movimiento, el locutor interrumpió la programación para dar paso a un mensaje del titular de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Aparte de que no soportaba el tono engolado del mentado titular, la vox pópuli lo había enterado lo suficiente, así que apagó el receptor.
*
En veinticuatro horas, toda la información almacenada en el ciberespacio se había evaporado, carcomida por un extraño virus. Sin videos, sin chats, sin videollamadas, sin acceso a la información que antes el buscador arrojaba a espuertas, la gente agonizaba no sólo por una cuestión pragmática, sino también por un terrífico aburrimiento. ¿Cómo entretenerse a falta de memes, de emoticones, de GIF, de videítos insulsos?
Y eso no era lo peor. Las cifras que representaban tanto el capital privado como el erario se esfumaron hasta que ni siquiera un cero quedó. La gente acudía desesperada a los bancos y se regresaba con las manos vacías. No había suficiente papel moneda para respaldar las millonarias pérdidas sufridas en los sistemas de almacenamiento de datos, ni registro de lo que correspondía a cada uno. Hasta entonces, todos habían confiado en vagos números que, en los hechos, no significaban nada. La palabra millonario perdió sentido; valía quien contaba con techo, comida, agua y la destreza, manual o intelectiva, para sobrevivir.
La ciudad —el mundo entero— era un pandemónium. El martes se declaró estado de emergencia. Por órdenes del Ejecutivo, el ejército expropió las gasolineras, los supermercados y las abarroterías, acaparó los productos de primera necesidad y, almacenándolos en los cuarteles, expendió vales a la ciudadanía. Los servicios de agua, luz y gas fueron racionados en horarios estrictos, de dos a cuatro y de ocho a diez tanto a. m. como p. m. El presidente lanzó un comunicado exhortando a la calma, a mantener el orden, a que no cundiera el pánico, asegurando que expertos trabajaban diligentemente para solucionar el problema, que todo volvería a la normalidad en breve. Más diligente que los expertos, la incertidumbre enseñoreó la ciudad. En cuestión de días, la avaricia y el temor gatillaron trueques injustos pero indeficientes dependiendo de las necesidades de cada quien (dame unos cigarros por un garrafón de agua; te doy un kilo de peras a cambio de un pañal). Robos y asesinatos a la luz del día se propagaron a la par que el desenfreno orgiástico de quienes sentían próximo el apocalipsis.
Siendo programador, el cataclismo afectaba a Ambrosio profunda y directamente. No sabía a qué adjudicarlo y no estaba solo en lo relativo a la inopia: ninguno de sus colegas daba con la causa real. ¿De qué iba comer? Su único tesoro eran discos y más discos. Nadie le iba a dar un frijol por las Suites para cello de Bach en la interpretación de Pierre Fournier u otras joyas inútiles. Por lo pronto, olvidó al oftalmólogo y se enfrascó en su silloncito. Amparado en su discoteca y en el tabaco, padecía la audición a causa del caos y la carencia que se cernían sobre el mundo y por el abrupto desgarramiento que lo había separado de Nestora. Voces engoladas, entre ellas la del secretario de Comunicaciones y Transportes, suplantaron la exquisita selección de De Concierto 102.7; de todas formas, Ambrosio sintonizaba la estación de tiempo en tiempo a la caza de noticias relativas a conciertos a futuro. ¿La volvería a ver?
III
El domingo de esa semana, al mediodía, la radio anunció la despedida temporal de la Orquesta Sinfónica Tzotzonaliztli hasta el término de la catástrofe. Diana Stück, joven pianista mexicana, interpretaría el Segundo concierto para piano de Brahms a las ocho de la noche. Entrada libre.
Ambrosio barruntó que Nestora iría. Lo último que se le antojaba era escuchar música en vivo; se le antojaba ella, y puesto que la civilización se estaba yendo a la chingada, ¿qué perdía con darse una vuelta, apostar su última carta y llevarse, de correr con suerte, una cogida?
La sala le quedaba lejos. Se dio un baño, eligió con mucho cálculo un atuendo entre elegante y casual y el resto de la tarde se sentó a fumar y barajar opciones para cubrir la tarifa del taxi. Priorizando la alacena, decidió sacrificar la reserva de tabaco. A las seis bajó a la calle con una bolsa llena de cajetillas. Detuvo varios taxis cuyos choferes se negaron a aceptarlas hasta que, a las seis y media, le salió al encuentro un taxista fumador. Ambrosio trató de regatear; el taxista, abusivo, le dijo que todo o nada. Ambrosio conservó en su bolsillo la que había abierto al despertar, donde sólo restaban dos cigarros.
La ruta le exhibió el cambio operado en la fisonomía de la ciudad. Los transeúntes hacían malabarismos para esquivar a las centenas de marchantes que se habían apropiado de las banquetas, plantando puestos ambulantes que desbordaban su variopinta oferta hacia la vía pública, donde los pocos vehículos debían andar a tientas para no llevarse a un cristiano.
Llegó al cuarto para las ocho. Se topó a Nestora en el vestíbulo. Se abrazaron, sin mediar palabra Nestora lo besó rauda y efusiva en los labios, atrayéndolo con tal fuerza que le enchuecó los lentes. En un intercambio tan expedito como el beso, comentaron sobre lo horrible de la situación. Y basta de rodeos: ella le propuso que fueran a un motel. Estaba a unas cuadras. Durante el trayecto a pie los asaltaron susurros, súplicas, invectivas: en callejones y bajopuentes sombras indiscernibles mercaban lo que podían con lo que tenían. Se escurrieron agarrados del brazo y a zancada abierta con objeto de rehuir el abordamiento de menesterosos o asaltantes. El letrero rojo de neón que surgió entre las azoteas les devolvió la calma: trasunto del sol declinante que, tras una larga derrota, recibía a los viajeros en las posadas de antaño.
Nestora pagó la entrada con un vale de despensa. Subieron tres pisos por una escalera alfombrada y entraron a la habitación. Fuera preámbulos, fuera ropa: Ambrosio aventó los anteojos a la mesa de noche, y cogieron furiosamente. Y al final, recostados nariz contra nariz, el censor miope espulgó el rostro alumbrado por la farola que a él le quedaba a la espalda… El pronóstico de Ambrosio se había verificado casi al pie de la letra. La diferencia consistió en que no halló mácula alguna que reprocharle. Ese cutis era más liso que el mármol. ¡Una mujer hermosa, de lejos y de cerca, lo había escogido y se lo había cogido a él de entre el montón de galanes que le llevaban delantera! ¿Cirugías plásticas? Qué más le daba. De ser el caso, para una mujer en sus cincuentas el bisturí había hecho maravillas.
Mientras Nestora se daba un baño, Ambrosio, aún erecto, prendió la lámpara de noche y sacó la cajetilla y el encendedor del bolsillo de los pantalones, que colgaban sobre la orilla del colchón. Fijo a la pared, un letrero prohibía fumar al interior; Ambrosio reconoció el significado del símbolo no obstante su miopía, pero hizo más caso al detector de humo pendiente de tres cables, uno de ellos roto, fuera de su emplazamiento en el techo encalado. Sin hacer por los lentes, se incorporó contra la cabecera y fumó con una sensación triunfante y autocomplaciente.
Nestora volvió a la cama en una bata de algodón que le llegaba a las rodillas y portando una jabonera vacía que situó al alcance de ambos sobre el colchón. Ambrosio sacudió la ceniza en la jabonera. Nestora echó un vistazo a su reloj y, chasqueando, dijo:
—Las nueve y media.
—Las nueve treinta y tres —la corrigió Ambrosio llevándose el suyo a la cara.
—Yo nunca entendí por qué no se permitió la coexistencia de la televisión digital y la analógica. Ahora nos quedamos sin nada. No sabes cómo me hacía reír el Magister Musicae, siempre tan solemne y con esa batuta que blandía ante las cámaras, seguramente leyendo en el teleprompter. Media hora de humor garantizado. El colmo del ridículo fue cuando explicó Der Schulmeister de Haydn. Pero ni falta me hace el Magister. —Lo besó en la mejilla—. Tu parodia extiende el humor más allá de las diez.
Ambrosio guardó silencio. No había entendido un bledo y no quería traicionar su ignorancia. Para empezar casi no había visto tele cuando la había y, cuando llegaba a verla, sintonizaba el canal porno. ¿Y qué relación guardaban Der Schulmeister y el tal Magister Musicae con lo suyo, con ellos dos?
Nestora le pidió un cigarro, el último de la cajetilla. Ambrosio le extendió la cajetilla y el encendedor con renuencia, no rebajándose a prenderlo él mismo. Ella lo prendió justo cuando él aspiraba la última bocanada. Ambrosio apachurró la colilla en la jabonera; Nestora jaló y exhaló el humo diciendo:
—Hay una greguería de Gómez de la Serna que dice algo así como que los cigarros son los dedos del tiempo consumiéndose. La pianista del concierto de hoy tiene veinte años. También sus dedos se consumirán.
Remeciendo el índice al son de las palabras que había leído en una reseña, Ambrosio respondió:
—El virtuosismo no es sinónimo de sabiduría musical. Hacen falta años y experiencia para que un pianista pueda expresar el alma de una pieza tal como la concibió el compositor.
Nestora sacudió la cabeza y tosió una risa cargada de humo. Ambrosio seguía pensando en lo del Magister Musicae y había olvidado esbozar la media sonrisa. Así, disertando Ambrosio y riendo y fumando Nestora, les dieron las diez, momento en el cual la habitación quedó a oscuras. Nestora dio una última bocanada y apagó la colilla en la jabonera:
—Se está bien así, ¿no crees? Hablando en la oscuridad.
Ondeando el dedo, Ambrosio mencionó el pasaje de Musicofilia en que Oliver Sacks destacaba la potencia auditiva que los ciegos desarrollan en compensación por la pérdida del sentido visual. Luego habló largo y tendido sobre los compositores ciegos de la historia, resaltando a John Stanley, que había perdido la vista a los dos años sin menoscabo a su talento como organista. No pudo resistir la célebre anécdota sobre el hermano de Bach, por cuya intransigencia y a cuyas espaldas el niño precoz se trasnochaba copiando manuscritos ya ni se diga a la luz de una vela, sino de la luna, lo cual había de mermar su vista a la postre. Stevie Ray Vaughan hacía maravillas con la guitarra fumando, independientemente de si el humo le escaldaba o no los ojos, órganos prescindibles en tanto los respaldaran dedos habilidosos y un oído excepcional.
A todo esto, las risas de Nestora remitían gradualmente. Pasada una hora de lo mismo, Ambrosio las echó en falta del todo. Si bien sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, la cegajez reducía el cuarto a una gelatina de tinta. Él prosiguió en la misma línea a la espera de la usual aprobación. Nestora guardaba silencio, poniéndole una atención respetuosa que lo alentó a pasar de la música a su propia vida. El truco mnemotécnico venía sobrando; la exigua costumbre de hablar sobre sí mismo lo puso en el caso de restregarse las manos por los nervios de no hallar las palabras adecuadas. Conforme Nestora dilataba el respetuoso silencio haciéndose presente tan sólo con una respiración pausada y regular, Ambrosio se expandía premioso y con tiento, sí, pero con inusual franqueza. Hablaba viendo la pared frontera, un manchón negro y difuso que le facilitaba el examen interior. Se remontó a las pocas relaciones que había tenido. No había encontrado a nadie que supiera de música. De hecho, sus relaciones se habían limitado a la esfera laboral y estribaban en un interés práctico. Ahora que lo pensaba, nadie se había reído de lo que él decía, ni persona alguna lo había hecho reír a él. Ahora que lo pensaba, nadie se había interesado en lo que él decía.
Soltó las manos, soltó la lengua. Parló en torno a su soledad asfixiante, a su falta de compañía y comprensión, a la necesidad de que lo escucharan. Había estado embebecido en su hermosura sin percatarse de que algo distinto en ella lo había prendado. Y, de alguna forma, él mismo debía de haberlo presentido al escribirle que su risa era un gusano auditivo. Era su risa lo que más le fascinaba de ella, su risa era la música que había buscado de largo, la única música que lo podía llenar. Parló y parló y parló.
A las dos de la mañana, la lámpara de noche se encendió cortando las desbordantes palabras de Ambrosio. Había perdido la noción del tiempo. Su miopía le reveló un bulto recostado que bajaba y subía con un vaivén apacible. Se puso los lentes y encontró a Nestora durmiendo profundo, con la boca abierta y un charquito de saliva en la almohada.
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