La fragilidad de las metáforas
Nadie sabe cuándo empieza a ser pareja una pareja.
Y tampoco cuando deja de ser pareja una pareja.
No es, desde luego, un trayecto en autobús.
Laura Ferrero.
No recuerdo ni siquiera un final abrupto, el golpe en la mesa una tarde de sábado, ese corte como de machete que rompe lo que antes parecía tan unido; fue más bien el súbito desangrarse de los días, lágrimas prendidas en sus pestañas, dispuestas siempre a caer, pájaros disecados.
Un rosario de infidelidades, ese fue tal vez el comienzo. Aunque no hubiera sexo de por medio. Tampoco el sexo lo es todo. Tal vez lo hubiera preferido. Encuentros pasionales -fogonazos, destellos- que acaban casi donde empiezan, pero no te cambian en lo esencial.
Porque lo que pasó fue eso. Maruca empezó a cambiar. Primero, fue el físico. Puede que no parezca tan importante, pero a mí sí me lo parece. La cintura se le fue desdibujando, sus curvas se volvieron violentas, el pecho le estallaba salvaje. Ella aparentaba no darse cuenta, pero a veces al cruzarnos por el pasillo apenas quedaba sitio para mí.
Y esa forma de vestir, negándose a poner límites al cuerpo que se le derramaba como un río sin diques que lo contuvieran. Como si el peso ganado no fuera con ella, convirtió sus andares en elásticos, cimbreando la cadera de un modo descarado, aprendido seguro en vídeos de YouTube. Lo único que permanecía de la antigua Maruca era su forma de dormir hecha un ovillo, para lo que, dadas sus nuevas dimensiones, había que poseer habilidad.
Las noches en las que me costaba conciliar el sueño la veía allí arrebujada emitiendo un leve quejido intermitente y recordaba el gato que, no hacía tanto, quisimos adoptar (un hijo no entraba en nuestros proyectos). Recorrimos un sinfín de protectoras donde gatos blancos, atigrados, canela, grisáceos, anaranjados, negro intenso casi azul, con manchas, sin ellas, de pelo largo, corto, áspero, sedoso, rechonchos, enclenques, apacibles, sociables, asalvajados, nos recibieron con elegante indiferencia y la cola como un mástil, dejándonos claro que eran ellos los que, en caso de elegirlos, nos hacían el favor. A Maruca le resultó frustrante que ninguno se dejara coger y dijo que tal vez sería mejor optar por un perro, conejo enano, chinchilla, canario, jerbo, erizo africano, luciérnaga incluso, cualquier animalito que sí nos necesitara de verdad. Por aquel entonces Maruca era mucho de necesitar.
Poco a poco fue olvidando cualquier atisbo de obligación: arremolinada en el sillón, sin vestirse siquiera cuando no tenía que ir a trabajar, se dedicaba a leer libro tras libro y cuando los acababa -o no, nunca lo supe- ni siquiera se molestaba en colocarlos, sino que los dejaba en el suelo, uno sobre otro formando verdaderas torres de equilibrio inestable. Si yo intentaba ordenarlos, me decía, déjalos donde están, los necesito cerca.
Una tarde me armé de valor y se lo dije:
—Maruca, te estás engordando.
—Vete a la mierda, contestó sin apenas levantar los ojos del libro.
Vete a la mierda, así, de pronto. Nunca nos habíamos faltado el respeto de aquella manera. O casi nunca. Pero un vete a la mierda. ¿Qué se puede decir después de eso? Vete tú también, ya no tiene la misma fuerza. Me sentí ridículo. Y algo asustado, tengo que reconocerlo. Era injusto, además, ¿acaso no lo hacía yo por su salud?
Una mañana, mientras sorbía el café (porque ahora lo sorbía ruidosamente) me dijo que dejara de llamarla Maruca, es un nombre absurdo, continuó, prueba con Mery. Dijo eso, prueba, como el que prueba a ver si le gusta un menú, como si el nombre se pudiera cambiar varias veces, hala, uno, y si no te gusta, pues otro.
Nuestras conversaciones, si es que se les puede dar tal nombre, comenzaron a resultar sembradas de malentendidos. Reconozco que no siempre mantenía la calma, claro que no, pero de qué serviría contar aquí las veces que traté de convencerla, de explicarle suavemente que se estaba haciendo daño y hasta poniéndose fea (esto último con mucho tacto, nunca en estos términos).
Atravesábamos una mala racha, me decía, eso era todo. Una mala racha. A cualquiera podía sucederle. Si la vida se torcía de pronto, no había nada que hacer. Le pregunté a Maruca si creía en las rachas. Sí, en las de viento que se llevan todo por delante, contestó sin vacilar.
Era sábado por la mañana (¿cuánto tiempo habría pasado desde el inicio de los cambios, dos, tres meses?) cuando la descubrí (y con esto no quiero decir que se ocultara lo más mínimo) haciendo las maletas, aunque en su caso sólo era la maleta. Siendo sincero, fue muy poco lo que se llevó. Dejó aquí casi toda su ropa, no me va a hacer falta, tuvo el desparpajo de decirme como si no estuviera claro que nada de aquello le valía ya.
Antes de despedirse (lo cierto es que no se despidió), me anunció: No trates de ponerte en contacto conmigo. Hasta aquí llegamos.
¿Hasta dónde, quise preguntarle, cuál era ese lugar? Pero ella se marchó con sus nuevos andares de puma. La maleta entre los brazos se me antojó el bebé que nunca quisimos tener.
En el libro que se estaba leyendo de una escritora oriental, vietnamita creo, y que dejó despanzurrado en el sillón, podía leerse el amor flirtea con el abandono. Me costaba comprender la frase, ¿Me estaba dejando una especie de señal? ¿Un mensaje cifrado? ¿Existía, entonces, amor en el abandono? ¿Qué clase de amor puede crecer en un desierto?
Los días posteriores a su marcha, la casa se volvió oscura, grisácea, en sombras. También yo me convertí en alguien vacío y opaco como si me hubieran aspirado por dentro y de mí sólo quedara la carcasa. No sé si eso sería exactamente echarla en falta, pero tanta grisura parecía algo simbólica. Sin embargo, al cabo de los días reparé en que Maruca había cambiado todas las bombillas por unas de bajo consumo que apenas alumbraban. Me tranquilizó pensar en la fragilidad de las metáforas. Tentado estuve de sacar el árbol de Navidad del armario y prenderlo con sus luces rojas azules, naranjas, verdes, amarillas. Toda esa intermitencia luminosa que acompaña tanto. Pero todo el mundo sabe que un árbol de Navidad resulta cutre en junio.
Me puse a guardar su ropa, cogí bolsas de basura tamaño gigante y las llené de cualquier manera. No sentía tristeza sino un aburrido cansancio que fue transformándose en una rabia pegajosa. La rabia se me adhería al paladar y al rascarlo con la lengua producía un sonido como de pato chapoteando. Y luego se volvió algo duro, una especie de piedra, una pelota en el esófago que me producía dificultades para tragar y hacía, en ocasiones, que los alimentos salieran despedidos y chocaran contra el suelo como cohetes poco afortunados.
No sé si aquella rabia tendría o no que ver con el amor; lo cierto es que, en medio de todo aquello, muchas tardes recordaba el flequillo de Maruca aleteando sobre su frente.
Me debía una explicación, al menos eso, algo que pudiera hacerme comprender. Aunque me contara que todo era debido al deshielo de los polos. ¿Acaso no estábamos todos interconectados? ¿No producía el derretirse de tanto hielo la extinción de numerosas especies? ¿Por qué no iba a erosionar entonces la vida de una pareja? Estaba dispuesto a creerla.
Pero no, ella no habló. Y cumplió su promesa: me bloqueó en el wasap y en todas las redes sociales. Tampoco cogía el teléfono. Yo quería encontrarla, pero ignoraba el modo de hacerlo.
Ay, Maruca, Maruca, ¿cómo pudiste vaciar así tu corazón?
Un viernes, después de salir del trabajo, los compañeros me insistieron para tomar unas cañas. Hacía tiempo que no quedábamos, a mí ya no me apetecía. No les había contado nada de la separación. Me daba mal rollo comenzar con explicaciones. Sería la quinta cerveza cuando Matías empezó a ponerse cargante. Siempre le pasa. Estamos acostumbrados. A veces hasta hay que acompañarlo a casa y lo hacemos sin entonar ni una protesta. De pronto se acordó que hacía unos días había visto a Maruca. Joé, tío, qué buena se ha puesto, no me extraña que no quieras salir de casa, va y me espeta el gilipollas. Yo me abalancé hacia él y si no me sujetan Damián y Julio, le hubiera hundido el puño en la cara. Como nunca he sido violento, ellos se extrañaron (y yo también, para qué negarlo). Entre amigos, hay confianza, hombre, me dijo Damián. Julio pidió otra ronda, pero antes de que el camarero la sirviera, yo ya me había ido.
Al llegar a casa la cabeza parecía que me iba a estallar y volví a sentir aquel vacío, como si me hubieran extirpado los órganos y tuviera que conformarme con vivir hueco, con aquella nada creciéndome por dentro dispuesta a devorarme. Me tomé un vaso de leche con paracetamol de un gramo y dos relajantes musculares. Esperaba que la leche paliaría los efectos adversos de las drogas. Después, encendí todas las luces y me fui a dormir.
Me levanté muy tarde, había descansado mal y agitado. Desayunando, aunque era la hora de comer, me vino la idea: usaría el Bizum para contactar con Maruca, ¿cómo no se me ocurrió antes?
Después de darle vueltas, decidí que empezaría con una cantidad simbólica. En realidad, lo que yo quería era hablar con ella, no regalarle dinero. Así que le envié cincuenta céntimos y después de mucho discurrir sólo puse: qué tal.
Al principio pensé escribir, qué tal todo, pero qué es todo en realidad y cuál sería su todo ahora que ese todo no me incluía a mí. Qué tal me pareció más adecuado a las circunstancias actuales.
Los días fueron pasando, acumulándose, un ir y venir, la mayoría de las veces sin sentido. Maruca no dio señales de vida. Pero los cincuenta céntimos le habían llegado, así que el mensaje también. Después de unos días le puse otro. La misma cantidad, cincuenta céntimos. Esta vez escribí: ¿cómo te va?
Mientras esperaba su respuesta reparé en que la vida se había convertido en un puro ruido: sirenas de ambulancia, de policía, de bomberos, sopladores de hojas, martillo percutor, bocinas impacientes, aviones, pitidos avisadores de máquinas, discusiones a todo volumen por teléfono en la calle, en el autobús, en el metro, melodías de móviles sonando, notificaciones de wasap : un largo cúmulo de ruidos poblaban la existencia que se volvía desconsiderada y abrupta y de la que, sin embargo, no parecía haber forma de escapar.
Tal vez por eso la determinación de Maruca comenzó a admirarme tanto. Su silencio me envolvía como una red de pescador cosida a conciencia y, por más que yo me debatiera, lo único que conseguía, además de enredarme, era heridas en pies y manos.
Dejé pasar algo más de dos semanas antes de volverlo a intentar. De camino al trabajo y de vuelta a casa iba discurriendo qué ponerle esta vez. No era tarea sencilla. Pocas palabras, pero algo que la hiciera reaccionar. Una mañana de lluvia que había olvidado el paraguas, el frío de las gotas sobre mi piel me dio la idea: qué hago con tus libros. Maruca se vería forzada a contestar. Nadie quiere que tiren sus libros si los aprecia de verdad. Esta vez subí la cantidad: un euro.
Me aficioné a los cactus. Me sentí de pronto atraído por ese acumular agua y nutrientes y también por la facilidad con que se adaptan a distintos medios. Me gustaba eso de ellos: su falta de complicación: piden tan poco. Localicé una tienda especializada y al salir del trabajo solía pasarme por allí. Casi siempre regresaba a casa con un nuevo ejemplar. Había cactus globosos, pequeños, grandes, con espinas, sin ellas, algunos con tallos encrestados, y ondulantes, y otros verdes azulados, con hojas oscuras cruzadas por líneas blancas imitando a cebras, semejantes a piedras, con flores rosas, fucsias, naranjas, púrpura, blancas. Los hay hasta especializados en absorber las ondas electromagnéticas del ordenador.
Mi casa se transformó con los cactus y las luces. Eran un consuelo, desde luego, pero eso no me distraía de mi propósito de querer saber. Cómo era posible que Maruca hubiera desaparecido sin dejar rastro. Recordé un cuento de Patricio Pron, en el que los niños van desapareciendo de sus casas, primero uno y luego otro y otro. Nadie, ni policía ni vecinos, lograba encontrarlos por más redadas que se hicieran. Pasado el tiempo, en el pueblo se acostumbran (¿a qué no acaba acostumbrándose uno?) a vivir sin ellos y entonces aparecen y retoman su vida de siempre como si nunca se hubieran marchado. Era algo enigmático y perturbador igual que el flequillo de Maruca aleteando ahora sobre mi frente.
Tuve que aceptarlo. Las cosas eran cómo eran y no había que darle más vueltas. Sólo quedaba despedirse. Subí a dos euros y escribí:
Mery.
La fragilidad de las metáforas forma parte del libro Días de luces y cactus (Eolas, 2024).
Emma Prieto ha publicado los libros de cuentos Extravíos (2017), Escamas en la piel (2018), Mecánica Terrestre (2022) y Días de luces y cactus (2024) y los poemarios Radiografía de ausencias (2020) y Respirar Escarcha (2023).
Comentarios sin respuestas