Del andén número seis de la estación de Coburgo parten dos trenes: uno recorre tus mejores sueños. A su lado, en paralelo, otro te llevará a tus peores pesadillas.
Le pregunté a la señorita Tennant a cuál me aconsejaba subir y ella me contestó que no había viajado nunca en aquellos trenes y, con rubor, me dijo que no sabía si le apetecía hacerlo. «Son trenes de obreros, los transportan a las fábricas de las afueras. No tienen buena fama, señor Archer». Intuí una lágrima temblar en la comisura de sus ojos. Rompió su delicada timidez con aquel comentario taciturno.
—No deberíamos estar aquí. Son los últimos trenes. Pronto anochecerá.
Casi susurró aquellas palabras. Seguía a la defensiva pero yo insistí y sin apenas fuerza me señaló las taquillas mientras negaba con la cabeza. Ella no se movió del centro de los andenes y fui yo quién caminó hacia allí. No había nadie en la cola y una ancha visera de metal escondía la vista del vendedor. Me devoraba la curiosidad por lo que le pedí que me diera dos billetes para Lang Borte, el destino lejano que prometía un viaje al peor de tus sueños. Insistí a aquella chapa metálica sin que me contestará nadie hasta que de golpe aparecieron los billetes bajo mis manos, sin llegar a ver siquiera las manos del que me los dispensaban. Se los enseñé triunfal a miss Tennant que me preguntó algo afligida.
—¿Está seguro, señor Archer? No es una buena idea.
Le contesté que llevaba tiempo pensando en hacerlo y ella se limitó a mover el ceño. Le pregunté si deseaba quedarse pero ella me dijo que debía hacerlo, que era mejor que no me dejara solo en aquel viaje, que aquella era su responsabilidad. Le contesté que se lo agradecía e hice una pequeña broma. Volvió a sonreír y al poco la risa desembocó en una pequeña carcajada, tímida. Había algo que me desconcertaba en la risa de la señorita Tennant; ya lo había visto el día que habíamos pasado en Londres y durante el crucero desde Copenhague. Su risa tropezaba y nunca acababa de estallar, la detenía y saltaba de roca en roca, como los Perfectos de Hölderlin. Se partía como si la interrumpiera un hipo. No había visto a nadie reír así pero durante aquellos breves momentos se iluminaban sus labios, sí, crecían, relucían y se hinchaban como un globo de helio y adquirían el brillo de una sandía abierta. ¿A qué sabrían los labios de la señorita Tennant? Imaginé que a melocotones, a alguna fruta fresca de un paraíso lejano pero entonces retornó la imagen de Henrrieta, nada terrible, sólo una estampa ligera, como un salmo, me miraba desde la cama y suspiraba. Me avergonzó sentir todavía algo que no fuera dolor y alejé mi mirada de la boca de la señorita Tennant. Esperaba un largo viaje y no era tiempo ni lugar para pensar en aquello.
Subimos al tren y nos acomodamos en un par de asientos vacíos. Al sentarnos no pude evitar volver a mirarla a los ojos. Había dejado de sonreír y se refugiaba en la posición discreta, con las oscuras enaguas posadas ligeramente en el suelo del vagón, sentadas a un lado y a otro, como lo hubiera hecho un perro fiel. Se mecía ligeramente su falda. Muy poco. Sólo pequeños golpes. Uno y otro. Uno y otro. Pensé en la Ópera de la Colonia, en sus funciones pueblerinas. Un abanico abierto con unos ojos oscuros e hirientes detrás. ¿Cuánto tiempo había pasado de aquello? El tren ya estaba en marcha. Habíamos salido ya de la estación de Coburgo y el tren se encaminaba hacia el norte, dejando atrás las chimeneas de las fábricas y los largos y los apagados muelles del otro lado del río.
Sobre la ciudad estaba posada la noche pero más allá de sus calles parecía que se abría una tarde luminosa. Por lo que me había comentado Romaneschi y la propia señorita Tennant aquello era todo lo que podía brindar Coburgo y las ciudades del norte de Vetlandia: oscuridad, recogimiento y días apagados y melancólicos. En cuanto salimos de la ciudad las vías buscaron la cercanía del mar. Las playas estaban desiertas y sobre ellas el sol luchaba por desasirse de un velo de nubes y hasta lo conseguía en algún momento y temblaba sobre nosotros como una candela. En el horizonte se distinguía alguna vela de barco que pronto quedaba atrás. El vagón iba lleno de parejas y niños. Alguno de los pequeños correteaba por el pasillo y su padre le reñía ligero y educado, casi con desgana. Todo era suave y abatido allí. Había algunas ventanillas abiertas y afuera olía a tierra y tormenta.
Debimos seguir junto al mar un tiempo impreciso. De tarde en tarde, la señorita Tennant me señalaba el nombre de algún villorrio o alguna curiosidad que le parecía relevante: «En esa iglesia predicó Miguel Agrícola antes de que volviera a Finlandia y en aquel puente que cruza el Grosflus hizo San Olavo uno de sus cuarenta milagros». Miraba el lugar que iba quedando atrás. Piedras oscuras, hiedra, chimenea y un río negro como la noche que hacía una curva antes de desembocar en el mar. A lo lejos ya la oscuridad infernal de Coburgo. Ni un alma en las calles. Pronto desaparecieron los pueblos y sólo quedó una pradera átona que iba a morir en una interminable cadena de acantilados.
De tanto en tanto, en mitad del pasto surgía un camino y en uno de aquellos había un paso a nivel. Frente a las vías, en uno de los senderos, se había detenido una comitiva para dejarnos pasar. Al frente iba un sacerdote con una cruz y tras ellos un pequeño coro de niños que cantaba. Había más gente detrás, creí distinguir unos familiares enlutados y un féretro. El tren silbó fuerte y profundo al pasar entre las barreras. El sonido del coro mezclado con el pitido del tren entró un instante por la ventana pero volvió a salir de inmediato por la del otro lado del vagón. Sus voces se quedaron atrás, como la silueta de la comitiva. Me embargó una profunda sensación de tristeza. Traté de compartir mi ánimo con la señorita Tennant pero ella también miraba inmóvil por la ventana. No hacía ningún gesto: parecía dormida con los ojos abiertos. Todos los que nos rodeaban parecían también dormidos o amodorrados. La velocidad del convoy disminuyó. Hacía más calor en el vagón y un abejorro se acercó a zumbar cerca de las ventanas. Observé cómo golpeaba su cabeza oscura y peluda contra el cristal. Una y otra vez, con fiereza. Sentí su dolor, sus diminutas antenas dobladas y rotas, su cerebro quebrado o sacudido; sólo un segundo lo noté, hondo y seco y luego me tranquilicé. Una profunda sensación de sopor me dominaba también a mí y quedé profundamente dormido junto a la ventana.
Al despertar sentí que el tren iba más rápido, desbocado, traqueteaba más de la cuenta. Me asusté. No quedaba nadie en el vagón. Las lámparas de gas del coche estaban encendidas y su luz temblaba en la madera de las paredes y el techo. El asiento donde se sentaba miss Tennant estaba también vacío. Me palpé el traje buscando el reloj. Un peso me apretaba en el pecho, estaba mareado. Quedamos casi a oscuras. Ya no nos deslizábamos por praderas insulsas y sí por el interior de un túnel cuyas paredes de roca iluminaba la tenue luz del vagón. ¿Por qué no había nadie en el tren? ¿Y miss Tennant? Un sabor amargo se adhería a mi garganta y la cerraba. Sentí la convicción de que me esperaba una muerte inmediata, el dolor de una colisión, de las maderas y cristales del vehículo clavándose en mi carne, sentí cómo destapaban y rechinaban en la cal de mis huesos. El vapor, el metal convertido en astillas, en flechas que abrían la carne. Intuí que el vagón caía por un barranco, y que mi cuerpo se destrozaba entre las rocas, como lo que ocurrió en Hexthorpe, en todos esos horribles accidentes en París, en Viena, cuyas fotos y grabados se veían a menudo en los periódicos. Tuve ganas de gritar pero no lo hice y decidí volver a cerrar los ojos.
Al volverlos a abrir el frío y la velocidad del túnel habían desaparecido. Ahora avanzábamos despacio de nuevo por una llanura insulsa. Seguía solo en el vagón pero me inundaba ahora una sensación de sosiego. El paisaje era muy distinto al de las afueras de Coburgo. El pasto era bajo y estaba agostado; al fondo sólo colinas limadas del color del bronce, casi sin relieve. Era el paisaje de la Colonia, sin duda. Los bosques ralos y los caminos polvorientos que cortaban las llanuras yermas. De repente de uno de aquellos senderos surgieron dos jinetes galopando con sus caballos, cabalgaban algo alejados pero al acercarse al tren pude distinguir que eran dos críos, forzaban a los animales y a estos la espuma les blanqueaba la boca. El tren se acercó todavía más a ellos y quedamos en paralelo al camino y entonces vi aquella ropa, el pelo. Sí, uno de aquellos muchachos era yo, con trece o catorce años; reconocí a la yegua, se llamaba Cindy, y el que galopaba a mi lado era Barry Coover, de la granja Beltana, mi mejor amigo de la infancia.
Barry, mi compañero de aventuras. Había muerto ocho años atrás, en Kandahar, luchando contra los afganos con la infantería de Berkshire. Llevaba tiempo sin recordarlo. Verme ahora galopar junto a él me producía una profunda sensación de angustia. Me ahogaba. La ansiedad se sublimaba en mi pecho. Recordaba bien aquel galope: el dolor del momento, mi rostro contraído. El tren giraba en una larga curva que evitaba un cerro y yo deseé que aquellos jóvenes no acabaran nunca de coronarlo: sabía lo que encontraríamos en cuanto se rebasara. El lugar me era íntimamente familiar y conocía los nombres de cada rincón que veía, cada empalizada y abrevadero. Estábamos en Manna Hill, la tierra de mi infancia. Barry Coover y yo galopábamos más rápido que el tren desde el que yo observaba ya que el convoy flanqueaba ahora las laderas de la colina Week, con su cruz oxidada en lo alto y aquella enorme higuera que había plantado mi padre antes de que yo naciera. Me exasperaba la lentitud del convoy, como si quisiera recrearse en aquella escena que me llevaba a ver de nuevo lo que no quería ver. Los silueta de los dos jinetes se perdió en la curva del camino y en aquel momento coronamos el altiplano y dejamos la colina Week a la espalda.
En mitad del llano árido brillaban como centellas las llamas de la granja. El rojo sobre el amarillo de la tierra. A lo lejos, en el camino, Barry Coover y yo cruzábamos la empalizada que rodeaba los corrales, descabalgábamos y corríamos hacia la casa. Algunos animales se habían escapado y corrían de un lado para otro aumentando la confusión. En la casa, el fuego había llegado ya al segundo piso y brotaba un humo negro y denso del tejado. Mi habitación y la de mis padres: la habitación de la hija que nunca llegó a nacer. La chimenea era una columna de fuego. No sabía si veía aquello o sólo lo recordaba. Si estaba en el tren o corría todavía alrededor de la casa. Un diapasón percutía en mi cabeza, pensé un instante en el abejorro, en su cabeza molida contra el cristal, en los líquidos vertidos allí, también en la llanura, en el fuego, Cindy encabritándose por la cercanía de las llamas. Veía y recordaba. Sentía el dolor de entonces y el nuevo que había resucitado la escena. Daba vueltas a la casa desesperado, trataba de entrar pero el fuego brotaba ya de todas las puertas y ventanas, torbellinos de llamas que se enredaban y subían hasta más allá del tejado. Intenté entrar por la alacena pero me quemé el brazo. Barry me recogió del suelo cuando trataba de apagar la llama con la tierra. Él ya cargaba con dos cubos de agua que había sacado del corralillo y que estaba dispuesto a hacer servir.
Estaba frente al fuego pero también lo veía de lejos. El tren me alejaba ahora de la granja, de Barry, de Beltana y de mi pasado. Las figuras cada vez más pequeñas, bulliciosas e histriónicas. Todavía estábamos con los cubos, yendo y viniendo al corralillo, tratando de crear un rincón por el que poder entrar a la planta baja. El tren seguía trazando una larga curva y de repente desaparecimos Barry y yo; y sólo se veía ya una columna de humo que no tenía fin, que se hilaba y deshilaba en las alturas, como la trenza que solía llevar Mary Vance, la pelirroja del rancho de Silverton. Todavía se podía ver a Cindy trotando enloquecida alrededor de la granja, relinchaba como si también estuviese ardiendo, soltaba alguna coz, pateaba el suelo y lo arrastraba con sus pezuñas. Ya no se veía nada, apenas la columna de humo. Recordé entonces lo que pasaría luego, cuando llegaron los vecinos de las granjas cercanas a ayudar, los Findon, los Wheel y los Vance, los padres de Barry desde el sur de Beltana, y pudimos entrar en la casa y ver la certeza de lo irremediable; Abe Findon abrazándome y alejándome de la escalera y las habitaciones de la planta de arriba.
Cuando abrí los ojos todavía balbuceaba, seguía preso de la imagen, aterrado. Lo primero que vi fue a la señorita Tennant: su sonrisa había desaparecido y sus labios amplios mostraban un rictus de preocupación. Era ya de noche. Las lámparas de gas del vagón iluminaban su cara. Un niño lloraba desganado en el fondo.
—Debe despertar, señor Archer, ya estamos en la estación. —Y me tendía la mano para que me pudiera levantar del asiento.
Todavía confundido le pregunté dónde estábamos, qué estación era aquella. Ella me contestó que era la de Coburgo, de donde habíamos salido.
—¿Y Lang Borte? ¿No íbamos a Lang Borte?
Ella me contestó que Lang Borte es sólo un apeadero que está a las afueras de Coburgo. Nada más. Allí viven los obreros de las fábricas. Me debió ver confuso porque insistió en la explicación.
—Es un viaje muy breve, señor Archer, media hora de ida y lo mismo en la vuelta. Hace unos minutos empezó a estar así. Se durmió y hablaba en sueños, deliraba.
Me incorporé y empecé a mirar por la ventanilla. El tren traqueteaba ya cerca de la estación de Coburgo. Se distinguía a lo lejos el farol de algún guardagujas. Entrábamos a la ciudad por un barrio casi a oscuras.
Se distinguían las columnas verticales de algunas chimeneas que crepitaban al verter al cielo oscuro sus interminables columnas de humo.
Fernando Clemot (Barcelona, 1970) es un escritor español, especialmente reconocido como autor de cuentos y novelas. Ganó el Premio Setenil (2009) al mejor libro de cuentos publicado en España con su libro Estancos del Chiado. También ha sido reconocido con los premios Kutxa Ciudad de San Sebastián, Barcarola, Art Nalón, Ciudad de Hellín y el Ciutat de Viladecans, entre otros. Ha quedado finalista de los premios Ateneo de Sevilla, Logroño de Novela, Hucha de Oro, Julio Cortázar de La Habana, Ciudad de Cádiz o el premio de la UNED .
A partir de mayo de 2013 se hizo cargo de la dirección de la revista Quimera, cargo que todavía ostenta. Entre 2010 y 2017 dirigió los talleres de narrativa creativa de la Universidad Autónoma de Barcelona y en la actualidad imparte clases en la Escuela de Escritores de Madrid y la Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonès.
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