Nadie sabrá decirles, si preguntan por Insótica, cuándo comenzó la costumbre de ponerle al hijo, al primer hijo, el nombre del padre. Lo único seguro es que fue antes del Víroya, porque todavía hay quien afirma que esa tradición fue la causante de la peste: que el malestar —por llamarlo de alguna manera— que fueron acumulando todos esos niños sin personalidad propia cada vez que alguien los mentaba para referirse a otra persona generó una especie de neblina, de densidad creciente, que actuó como «caldo de cultivo ideal» (sic) para que la epidemia se propagase a la velocidad que lo hizo. Muchos lo dicen, claro, pero en realidad nadie lo cree; en realidad nadie lo cree pero lo piensan como piensan que fue por el cambio climático, por la radiación de los móviles, por el exceso de verduras en la dieta o por la manía que tenían algunos de chupar los bolígrafos, porque saben que lo importante es encontrar un culpable y señalarlo, que nada une más a un pueblo, en tiempos de crisis, que un enemigo común. Muchos lo piensan pero pocos recuerdan que los primeros gargajos —ellos los llamaban ‘gorgojos’ porque les recordaban a esos bichitos; porque aseguraban que, en el delirio, los veían caminar, abrirse paso por la arena; porque incluso moribundos no perdían el placer de jugar con el lenguaje— de sangre cayeron sobre la tierra removida de las minas de lo que hoy llamamos Lábora, que apuntar a los verdaderos causantes sería muy sencillo si no fuera porque ellos mismos se encargaron, utilizando todos los medios a su alcance, de eliminar cualquier vestigio de memoria al respecto. Sigan el sendero del Capital, dirían, y encontrarán al culpable. ¿Pero al culpable de qué?, podrían preguntarles si quisieran hacerse los cándidos. Al culpable de todo, claro, todos los caminos conducen a Nerón, contestarían mientras prendían fuego a un billete. Fue antes, entonces, de la creación del Gran Canal que separaría para siempre Lábora y Palática dejando a Lábora al margen de todo, incluso de sí misma, cuando los hombres decidieron que sus primogénitos crecerían con un mote, con un ordinal, con un diminutivo que los distinguiera de ellos y les hiciese saber que siempre serían parte de algo, que no podrían escapar de aquella cárcel consanguínea en la que para librarse del yugo del padre hacía falta pedir prestado el apellido a la madre; cuando esos mismos hijos sin nombre, cargados de rencor y encerrados en su propio laberinto onomástico, decidieron que su primer niño tampoco lo tendría, que esta cruel costumbre se perpetuaría para siempre porque, como todo el mundo sabe, el dolor debe ser compartido, sobre todo si es con los tuyos.
Gregorio Gálvez pertenece a una de estas absurdas estirpes. Se estima que él fue el tercero (todos los registros anteriores se perdieron en el Gran Incendio). En las páginas que siguen, y por las que desfilarán Gregorio Gálvez Primero, Gregorio Gálvez Segundo y Gregorio Gálvez Tercero —es decir, padre, hijo y abuelo—, los llamaremos Uno, Dos y Tres y no los Goyo, Gorio, Gregorito o Chiqui que en un momento u otro de sus vidas tuvieron que sufrir, al menos, los dos últimos.
Uno
Uno creció, con la decisión que otorga un nombre propio, en un pueblo cualquiera del interior de Palática. Que la vida era un oxímoron se lo mostraría pronto Patricia, una de aquellas adolescentes de mejillas exquisitas y modales sonrosados que alborotaban las hormonas de todos los chavales del pueblo cuando pasaban allí las vacaciones de verano, de Pascua y algún que otro fin de semana suelto en los que a sus padres les daba por reivindicar los encantos de la vida rural. En la piscina sacaba su discman —un cahivache que a Uno lo embelesaba casi tanto como sus aristocráticas manos— y, tras poner un auricular en el oído derecho de Uno y otro en el izquierdo suyo, le iba enumerando nombres tan extraños como Alaska y los Pegamoides, Kaka de luxe, Radio Futura, Los Secretos y, sobre todo, Nacha Pop y su «Chica de ayer», que escuchaban una y otra vez por obra y gracia de aquel cacharro mágico que permitía poner al momento la canción que uno quisiera.
Para Patricia no se trataba más que de un inocente juego, un entretenimiento, una aventura que contar a sus amigas de instituto al volver de vacaciones, una manera de que avanzase más rápido el verano en aquel seco lugar; deslizar un par de besos robados a ese chico de dedos anchos y espaldas ásperas que, con modales algo torpes, le decía cada noche que la quería; que la llamaba a casa todas las semanas cuando llamar por teléfono a alguien resultaba, entre otras cosas, un acto de valor y una puesta en común familiar. Uno, sin embargo, estaba irremediablemente enamorado de aquel personaje que casi se podría decir que venía del futuro, de aquel pequeño ángel de cabellos rubios que hablaba entre suspiros, que llenaba el aire de diminutivos. Esperaba los meses de vacaciones como alma en pena y aún más errante y meditabundo se mostraba cuando estos llegaban. ¿Qué le pasa a Uno?, está como aplatanado, decía su padre. Puej qué le va a pasar, decía su madre, que ya han llegado los pijos de los Plasencia con la repipi de su niña.
Pasaron varios años, pocos, y Patricia perdió el interés por la Movida, por Nacha Pop, por ese aburrido pueblo, por Uno. El primer día de aquel verano Uno la estuvo esperando frente a la valla de su casa con el único regalo que había pedido para Reyes: una edición especial de Nacha Pop con el envoltorio original intacto. Los Plasencia llegaron, sin ella, de noche. Apenas bajaron tres dedos la ventanilla del Mercedes. Se ha ido con las amigas a la playa, no hay manera de hacerla venir, nos ha prometido que el lunes estará aquí, le dijeron antes de verlo marchar cabizbajo. Se debatían entre la compasión por aquel chico y el alivio por que Patricia no se hubiese encaprichado de él. El lunes volvió a pasarlo ante su casa, sentado en la acera, con el sol pegándole en la frente. Sin hacer caso a sus padres que lo llamaban para comer; sin hacer caso a sus amigos que lo necesitaban para echar el partido; sin hacer caso a todo aquel que se acercaba y le decía búscate otra chica, chaval, no te hagas más daño, chaval, hay más peces en el río, chaval. El lunes volvió a pasarlo solo, porque Patricia no apareció. Tampoco el martes ni el miércoles, y seguramente Uno habría deseado que no hubiese aparecido el jueves a bordo de un flamante Ibiza rojo con un piercing en el ombligo, con una amiga del brazo, cargada de desidia hacia el pueblo y de indiferencia hacia él. Recibió su regalo con cinismo. Joder, Uno, ¿todavía con la Movida? Su amiga no pudo quiso evitar la carcajada. ¿Cuándo crecerás?, y se lo devolvió sin siquiera arrancar el precinto. ¿Hasta qué día estás aquí?, le dijo Uno antes de marchar con el rabo entre las piernas. El lunes me largo, he suspendido cinco en la uni y me han puesto un profesor particular; nos volvemos todos a casa. El sábado hay verbena, ¿vendrás? Qué remedio, musitó tras estallar una pompa de chicle a milímetros de su cara. Si no, muero de aburrimiento.
Hay algo mágico, inexplicable, en las verbenas de los pueblos, en los ritos que se establecen ya días antes de su celebración cuando se filtran, boca a oreja, las orquestas, cuando aparecen los carteles pegados por doquier anunciando fechas y participantes y los jóvenes de la comarca —pues las fiestas del pueblo se comparten con las localidades vecinas—, expertos analistas, se sientan alrededor de una mesa cualquiera del bar y, casi al unísono, comentan la convocatoria, lamentan las ausencias, marcan en rojo las fechas ineludibles generando su propio calendario de temporada estival, su propia promesa de fiesta, de bronca, de amor tal vez y, por supuesto y aunque quizá todavía no lo sepan, de felicidad.
Preside la verbena la cuerva, esa sangría rural de sabor impronunciable que nos recuerda que estamos hechos de retales. Alrededor del recipiente en el que se aloja, cuanto más grande mejor, se celebra el akelarre: la multitud hace cola, con paciencia, a la espera de ver su vaso lleno de aquel brebaje cósmico que, horas después, marcará la frontera entre nativos y forasteros. La cuerva no se cobra, se regala. Por eso mismo, sus custodios se encargan de repartirla equitativamente: porque el bien es escaso y alberga horrores; porque en qué lugar sino en los pueblos se conoce el valor de compartir; porque, a fin de cuentas, parte de las fiestas se paga con las consumiciones de la barra y la cuerva no es más que el cóctel de bienvenida, el bocado que anticipa el sortilegio.
Mayores y niños entran primero mientras los jóvenes apuran, en sus largas cenas, chupitos, bravuconadas, suspiros y flirteos. A los niños los dejaremos correr a su aire, pues eso es lo que hacen allí con ellos. Son los mayores quienes nos interesan en las primeras horas de este hechizo: toman su ración de cuerva, por supuesto, que los activa mejor que cualquier medicamento. Sonríen, se sientan, debaten, saborean sus tónicas y sus ginebras. Bailan. Bailan. Bailan. Las orquestas les conceden canciones que los llevan a otra época y, de la mano de sus parejas, se mecen a su son, sosteniéndose mutuamente, y recuerdan aquellos tiempos en los que se prometieron tantas cosas que, tras cientos de vicisitudes, apenas importa si se han cumplido. Poco después, cuando la primera pausa dé lugar a actuales soniquetes, cuando el polideportivo —o el campo de fútbol, o la plaza del pueblo— se vaya llenando de quienes ellos fueron, se cogerán de las manos y marcharán de vuelta a paso lento, acompasado, satisfechos y expectantes. Sortearán alguna cuesta, seguro, y abrirán las puertas de su casa con la tranquilidad de saber que sus hijos tardarán en llegar. Entrarán en su habitación y se quitarán, uno al otro y por orden, la ropa. La luz encendida para verse bien, para acariciar arrugas, cicatrices, lágrimas resecas, cualquier variz hinchada, algún cardenal infinito. Quizá pongan música, bien bajita, y bailen alguna de las canciones que ya bailaron en la verbena; quizá simplemente se abracen y elijan una de las dos camas individuales en las que duermen separados desde ¿cuándo? Quizá necesiten alguna píldora turquesa para recorrer itinerarios que conocen de memoria. Quizá baste con la cuerva para volver a saludarse como antiguos conocidos. Acabarán dormidos, exhaustos y felices, hasta que un achaque los despierte y regrese cada uno a su cama, hasta que el eco de esa noche reverbere en su memoria el resto del año esperando a que una melodía, un chupinazo, un trago de cuerva lo haga revivir.
Mientras tanto los jóvenes habrán ido entrando. Algunos, aunque eso solo lo reconocerán más tarde, se han adelantado para ver bailar a sus padres; para intercambiar con ellos una mirada, un gesto; para sonreír mientras sueñan, por qué no, con un futuro similar. El resto, la mayoría, va entrando en tropel. Desde el cielo parecen partículas que deambulan entre el caos a las que solo la promesa de la cuerva parece aportar orden. Entre aquellos átomos a la deriva uno destaca por su estrafalario atuendo: pelo engominado, exceso de perfume, una chaqueta varias tallas más grande. Es nuestro héroe, claro, aunque cueste reconocerlo, quien cree estar ante su última oportunidad y ha intentado planificar la noche al detalle. Avanza entre el gentío ajeno a los cuchicheos, a las burlas, a las miradas apesadumbradas de sus amigos que niegan con la cabeza, que callan porque saben que ya habrá tiempo para hablar, que esta noche toca vigilarlo desde la distancia, evitar que el dolor se le vaya de las manos. La duda asoma entre sus acartonados mechones cuando estira el brazo más de la cuenta para alcanzar su vaso de cuerva y ve que no logra vencer a la manga, cuando las brujas que lo han visto crecer murmuran algo que no entenderá hasta el día siguiente. Se rehace, pega un trago, se encamina hacia la barra y conquista un taburete para hacerse fuerte, para ejecutar la pose, entre el desaliño y la indiferencia, entre la seguridad y el hastío, que ha estado ensayando toda la mañana. Apoya un codo; exige, por favor, una cerveza; repasa mentalmente la mirada que deberá poner cuando Patricia aparezca, el beso —solo uno— que le dará en la mejilla como si fuera un secreto. No baila, no habla, no responde a los intentos de conversación que le ofrece quien se acerca. Tan solo interrumpe su guardia para pedir, de vez en cuando, una cerveza más, para reacomodar su cada vez menos impoluta postura. Nunca sabrá que, mientras él escruta la entrada a la espera de aquel cabello pajizo, una chica cuyo nombre nunca conoceremos no ha dejado de observarlo desde una esquina del polideportivo; no ha dejado de mesar compulsivamente, ajena a los comentarios de sus amigas, unos rizos artificiales moldeados para, esta vez sí, conseguir que Uno se fije en ella.
Sonará «Fiesta pagana» y con los bises Uno por fin aceptará su derrota. Se escurrirá de la barra y, tras echar una última ojeada, saldrá de la plaza a trompicones. Sus amigos, a los que el alcohol ha hecho olvidar juramentos —y quiénes somos nosotros para culparlos—, no verán cómo se aleja, cómo se sienta en uno de los bancos del parque a llorar tal vez, a compadecerse de sí mismo. Cómo se acerca al contenedor de los plásticos para tirar a la basura su gesto de indiferencia, su pose marcial. Su esperanza.
¡Tssss, Uno! ¡Uno, ven! Una indecisa farola se iluminó a lo lejos. ¡Uno! Patricia y su amiga lo llamaban escondidas tras unos arbustos con una botella de vodka y una cajetilla de cigarros. Uno, embarcado de nuevo en la montaña rusa de las relaciones juveniles, se acercó con sonrisa bobalicona, echándose el pelo hacia atrás, olvidando cualquier posible plan preestablecido, cualquier rencor acumulado, cualquier pose ensayada. Toma, Uno, dale un trago a la botella. Toma, Uno, pega una calada. Tras cada comentario de una de ellas la otra dejaba escapar una risita. Uno se envalentonó. No era el momento para confesar que jamás había fumado, para excusarse por no haber bebido nunca algo más fuerte que la cerveza. Agarró el vodka como si fuese un escudo, sujetó el cigarrillo como si fuese un arco. El inevitable ataque de tos fue inmediato. La amiga de Patricia repitió la carcajada del jueves, del regalo rechazado, del precinto en el cd. Patricia bufó. Joder, Uno, pero qué lerdo eres. Anda, tira, vete para el granero. La segunda carcajada de la amiga lo hizo enloquecer. Se lanzó sobre Patricia y cayeron los dos al suelo, sus manos sobre los pechos de ella. Turbado, aturdido por estar tocando, aunque fuera sin querer, terreno prohibido, apenas opuso resistencia cuando Patricia, furiosa, lo cogió por las muñecas, lo tumbó de espaldas al suelo y, a horcajadas sobre él, advirtió su erección, intuyó su venganza.
Apenas le hicieron falta, su boca a escasos centímetros de la de él, sus ojos fijos en los párpados apretados de Uno, un par de movimientos de cadera. Uno, humillado, se corrió en los calzoncillos inconsolablemente (durante un tiempo creyó, en su infinita ingenuidad y con un ligero halo de esperanza que se negaba a reconocer, que podría haberla dejado embarazada). Un susurro al oído, olvidado incluso antes de haber sido escuchado, siguió al escalofrío. Las risas de sus verdugas, que se alejaban cantando victoria, resonaron por los muros del pueblo, se acoplaron a la frecuencia fundamental de Uno quien, sin fuerzas todavía para recoger sus pedazos, notando horrorizado cómo el veneno derramado resbalaba entre sus nalgas, decidió abandonar aquel lugar para siempre.
Todos los jóvenes del pueblo sabían lo fácil que era encontrar trabajo en Palática. Se lo recordaban dos o tres veces al año los heraldos de las grandes compañías que llegaban con promesas de un salario estable, de un seguro médico, de una casa con jardín. Lo que no les contaban era que las fábricas donde trabajarían no estaban en Palática, sino en Lábora; que el sueldo se pagaría con vales canjeables en las sucursales de la propia Multinacional; que cada día tendrían que cruzar el Gran Canal y arriesgar su salud a cambio de aquellos supuestos privilegios; que su esperanza de vida, a partir de entonces, dejaría de estar en sus manos. Sus padres, que sí lo sabían —cómo no saberlo, si muchos habían llegado al pueblo huyendo de aquellos augurios, si habían preferido la incertidumbre de la tierra yerma, el horario intempestivo del arado a aquel aire enrarecido de las fábricas que se les colaba por los poros, que todavía seguían oliendo—, habían echado con piedras y palos a aquellos embaucadores, a aquellos emisarios de Hamelyn que, con promesas de un futuro que en el pueblo les estaba vedado, con malintencionadas insinuaciones acerca de la nula educación que habían recibido, pretendían usurparles a sus hijos, absorber su salud para engordar a los cerdos que retozaban en Palática entre lujos y fiestas, entre cinismo y traición. Mejor dicho, habían conseguido echarlos las primeras veces porque, lejos de rendirse en su búsqueda de mano de obra intercambiable y barata, habían vuelto armados hasta los dientes, como diría un vecino; escoltados por el ejército, por helicópteros, por carros de combate en un innecesario alarde de fuerza y poder que, lejos de amilanar a aquellos jóvenes cansados de picar tierra estéril, aumentó su afán de independencia, su espíritu aventurero, su falta de fe en las promesas y las amenazas de unos padres que, temerosos de sus vidas —a veces todavía se cuenta, por lo bajini, que más de un rebelde fue fusilado a la vista de todo el pueblo—, empezaban a dar a sus hijos por perdidos; que declamaban, sin que nadie los atendiera, los peligros que los aguardaban en aquellas fábricas.
Cuando por fin logró levantarse, Uno se acercó a trompicones a la cabina más cercana. Marcó el número que todos allí conocían de memoria —estaba en las paredes, en los escaparates, en las marquesinas, en las farolas, en los semáforos; incluso pilotos que soñaban con ser Carlos Wieder lo trazaban con más voluntad que pericia en su cielo claro, un cielo azul que nada, desde luego, tenía que ver con el de Lábora— y entregó sus datos a una grabación metálica. En casa, su madre lo esperaba en el porche. Uno comprendió que todo el pueblo ya conocía. Las noticias vuelan en estos sitios de mierda, se murmuró al oído. Déjame, mamá, dijo mientras subía a su cuarto; está decidido, mamá, dijo mientras se duchaba, mientras sangraba de tanto frotarse las ingles; aquí no pinto nada, mamá, dijo mientras preparaba una maleta, casi un hatillo, con «lo justo», como le había indicado aquella voz de ultratumba; claro que os llamaré, mamá, dijo mientras bajaba las escaleras, todavía aturdido por el efecto ¿del alcohol?; os quiero, mamá, dijo mientras la escuchaba sollozar, mientras trataba de apartarla de su pierna; lo siento, mamá, dijo cuando tres matones de uniforme se bajaron del vehículo acorazado que lo esperaba en la calle y, a golpe de porra, la separaron de él. Su padre, que había permanecido sentado en la entrada con una cerveza en la mano, dio un último trago y lanzó un esputo a sus pies, un esputo sangriento y enorme en cuyo poso parecía estar escrito su futuro. Uno sintió que, de no ser por los seis brazos que lo llevaban en volandas, podría haberse ahogado en aquel escupitajo que, en realidad, contenía tantas lágrimas como las que había derramado su madre.
A Uno le costó poco habituarse a la rutina de su vida en Palática. Vivía, junto al resto de obreros, en una urbanización un poblado de adosados unifamiliares unipersonales construidos expropiados solo para ellos. Con un pequeño jardín cuyo césped casi todos habían decidido sustituir —por falta de tiempo, por falta de dinero— por cemento. Viviendas prefabricadas en terrenos prefabricados que alojaban a trabajadores prefabricados. A sus padres les costaba gran esfuerzo no exteriorizar el rechazo que les causaba aquella usurpación de la realidad el domingo de cada mes que tenía lugar la esperada protocolaria visita. Uno no pensaba, se sentía satisfecho: aquel lugar le proporcionaba lo único que andaba buscando: olvidar. No ser nadie. De lunes a sábado sonaba su despertador de madrugada, desayunaba, se duchaba, salía de casa —siempre a oscuras, quién sabe si por la ausencia del sol o por la presencia del esmog que todo lo invadía— y subía al autobús que lo llevaría al Gran Canal, donde tomaría uno de los incontables ferris que conducían a miles de sombras al matadero a los pies de las fábricas de Lábora, cuyas densas columnas de humo, de un color que se confundía con el de sus invitados, les daban la bienvenida. Trabajar de manera mecánica, pensando lo mínimo, parar diez minutos a almorzar, cuidar de que ninguna máquina amputase ningún miembro y salir, diez horas después, atravesando neblinas que dificultaban el paso en busca del camino de vuelta, era todo lo que Uno parecía necesitar para expiar sus pecados. Tan solo alteraba su monotonía una muchacha de una vitalidad impropia —Uno nunca podía, cuando cerraba los ojos, recordar su rostro— que callaba a su lado en el ferri cuando la suerte los emparejaba, que le guardaba un asiento en el autobús cuando la Providencia se dignaba a otorgarles aquel preciado don. Que lo buscaba cada día entre el resto de manchas decoloradas. Que iluminaba aquel ambiente irrespirable con su mirada cuando, por fin, le parecía avistar a lo lejos sus mechones encorvados, su rebelde espalda, su inexistente sonrisa.
Uno se fue acostumbrando a aquella entusiasta presencia, a su discreta compañía. Alguna noche se sorprendió, entre capítulo y capítulo de la serie de turno, extrañando su sonrisa, el confortante silencio que envolvía su extraña relación. Cerraba los ojos y casi la imaginaba con él, sentados en el sofá sin soltar prenda, quizá cogidos de las manos, un breve beso al apagar la tele para darse las buenas noches. Como si perteneciese a las mareas, al ciclo de las lunas o a la corrupción de Palática, la primera cita correspondió al orden natural de las cosas. Tras la segunda cuadraron, entre sonrisas, un cronograma de ferris y autobuses, de llamadas perdidas en las pausas para el bocadillo. El cepillo de dientes apareció, enhiesto y orgulloso, la mañana posterior a la sexta. En la octava cita Uno comprendió, llorando sobre la almohada mientras Ella dormía a su lado —incluso Uno, que muchas veces la llamó Patricia sin que ella hiciera notar la ofensa, olvidaba con frecuencia su nombre—, que nunca la amaría, que por mucho que lo intentase sería incapaz de hacerlo. La décima cita fue la última: la copia de las llaves las sustituyó por la rutina. Por comodidad —o por un extraño sentimiento del deber— aceptó su derrota y se resignó a un noviazgo ejemplar, a una boda feliz, al monótono transcurrir de los días. Había en esa capitulación un resquicio de fe, una confianza infundada en que la anagnórisis quizá tuviera lugar cuando naciese su primer único hijo. Te quiero con locura, dijo ella resquebrajando la nada la noche que lo concibieron, justo en el momento en el que Uno alcanzaba el orgasmo —debería existir otro término para aquellos big-bangs en los que el dolor y la culpa opacaban al placer— y aquellas palabras ilusoriamente mágicas, aquella ingenua voz conseguían, por primera vez, que se corriera sin pensar en la humillación que sufrió hace no tanto.
El nacimiento del pequeño, por supuesto, apenas conllevó cambios. Quizá el más evidente fue la vivienda tipo B, es decir, un dúplex familiar (los gerifaltes se negaban a poner nombre a todo aquello que tuviera relación con ellos, era otra manera de robarles la existencia), que les proporcionó la Multinacional. Uno decidió que se llamaría igual que él como promesa de redención, como esperanza de cambio, de una reparación de errores que jamás debió descansar sobre los frágiles hombros de su vástago. Dos, que acabaría siendo el principal damnificado de la rectitud, del cilicio que se aplicaría años más tarde su padre como penitencia, creció viendo cómo la mirada de su madre se iba apagando presa de una intuición en la que cada vez había menos duda y más certeza. El médico de la Empresa, cuando por fin se dignó a visitarla, culpó al cáncer de carrerilla. Los allegados maldijeron aquellas columnas putrefactas, este clima asfixiante. No le demos tantas vueltas, se susurró Dos con rabia: ha sido la pena; la tristeza de entregarte a quien no te corresponde acaba por agujerear las vísceras. El día del entierro, Uno, que atendía a las condolencias como un autómata, creyó escuchar, mientras se arrancaba pielecillas de los dedos, los reproches que su esposa nunca se atrevió a decirle en vida. Al menos nunca te traicioné con otra, trataba de consolarla consolarse sabiendo que, de alguna manera todavía más cruel, le había sido infiel desde el primer día.
Dos
Querido Pablo:
Jajaj, mamonazo, es la última vez que te pongo lo de querido. Menudo pedo ayer, eh, me acabo de despertar. Espero que no hayas perdido el avión. ¿Cómo acabaste la noche? ¿Te fuiste con la piba esa? Era un poco cangreja, pero bueno, tú sabrás, el último día hay que darse un homenaje y total para cuando vuelvas a ver quién se acuerda. La mía ya me ha enviado dos mensajes, a ver ahora cómo me la quito de encima. Y mira que no parecía de las empalagosas, que al principio se hizo de rogar. Luego no me soltaba, en un despiste le dije que me iba al baño y me largué. Joder, sargento, lo que voy a echar de menos estas escaramuzas nuestras.
En fin, que no sé qué más cojones ponerte. Que me estoy bebiendo un gazpacho para la resaca, como me recomendaste. No me hace nada, y además sabe a mierda, fijo que es otra bromita de las tuyas. ¿Por qué te ha dado por ahí, que nos comuniquemos solo por mail mientras estés fuera? ¿Ni un WhatsApp? ¿Ni un mísero Skype? ¿O es porque ibas borracho? Igual ya ni te acuerdas. Es un poco raro, parecemos dos novias jugando al romanticón. En fin, en esto mandas tú, general, eres tú quien se ha ido de Erasmus. Si cambias de opinión avísame, que esto de escribirte me suena raro de cojones.
Vaya suerte tienes, macho, segundo curso de carrera y ya te largas por ahí un año de fiesta, te vas a hartar a follarte guiris. No te me enchoches de ninguna, eh, que muchos se vuelven gilipollas. Tú a trazar muesquitas, tac, tac, tac. Y a contármelo, claro, que yo me quedo aquí muerto del asco. Ojalá poder irme yo alguna vez, pero con la mierda de beca que dan o tienes pasta o adiós, olvídate. Ya sabemos cómo funcionan las cosas aquí en Palática. Ascensor social, dicen, pero a los infiernos. Bastante que haya podido entrar a la universidad con la campaña esa de los hijos de los obreros, de los niños de las fábricas. ¿Tú sabes por qué lo harían? Porque ni siquiera podemos votar. Un acto de caridad siempre viste, ¿no?, siempre da caché. Y solo para Filología y otras carreras de mierda, claro, nada de Derecho o ADE, como vosotros; supongo que lo que quieren son profesores baratos que eduquen a vuestros hijos. En fin, de todas formas el estirado de mi padre ni de coña me dejaría irme, ya lo conoces, así que poco importa. Mira, otro mensaje de la chica de ayer: «¿Nos vemos hoy? No me dejes en visto. Muaks.». Qué tendremos, eh, qué tendremos que las enamoramos tanto, jajaj.
Ya sé que acabarás de llegar y todo eso, pero contéstame pronto, no me seas cabrón.
Un abrazote,
Dos.
Yepa.
Ya veo que por allí todo de puta madre, apenas dos semanas y cama estrenada, vaya crack. No te ahorres detalles, ¿eh? Y manda alguna fotito, que aquí está todo más aburrido que la hostia. En la uni nada que rascar, el poco ganado nuevo que hay no vale ni para las sobras, y las habituales ya me tienen más que calao. Estos igual que siempre, con sus rollos de ennoviaos, estos días casi no hemos salido, y cuando hemos salido de rollo parejitas, ya me dirás qué coño pinto yo ahí. Si no estás tú me cuesta un huevo convencerlos para hacer planes solo de tíos. Qué manera de amargarse la vida, joder, ya haremos eso cuando seamos viejos.
En fin, que con este plan tengo que tirar de Tinder. Ya sabes: fuera, fuera, fuera, fuera, bien. Fuera, fuera, fuera, fuera, bien. Mañana he quedado con una, no parece tener mala pinta. Ya te contaré, espero que no me toque otra histérica, que últimamente tengo una suerte… ¿Te acuerdas de la de tu despedida? Joder, qué pesada. Sigue enviándome mensajes, ahora ya en plan pasivo-agresivo, que por qué no le contesto, que si el doble tic, que le salgo en línea, que soy un cabrón… Buf. Y ayer va y entro a Facebook y pam, solicitud de amistad. No sé cómo me habrá encontrado, parece que tenemos algún amigo (lejano) común. Le bicheé un poco las fotos. No está mal, la verdad, sobre todo para haber sido una pesca de última hora, que ya tú sabes jajaj. En fin, qué agonía. Ya se cansará. De momento no la bloqueo, que igual hay suerte y en mitad del desespero me manda alguna fotito cachonda.
Tío, esto de los mails es un puto coñazo, podríamos comunicarnos como las personas normales.
Abrazo,
Dos.
Cabrón. Contéstame a los whatsapps. Coge el puto teléfono. ¿En serio va a durar la broma esta de los mails hasta que vuelvas? Que encima me contestas a las mil. Ya no te mando más.
Que te follen.
Hola, Marriconasso.
Que sepas que por tu culpa, por no estar tu aquí, por dejarme solo con todos estos pringaos, voy a tener que romper nuestra regla sagrada y quedar por cuarta vez con la del Tinder que te contaba en uno de esos mails que tanto te cuesta contestar, hijo de puta, que entre polvo y polvo ya podías sacar un rato para tu colega el de los suburbios de Palática, para tu obrerito el esnifafábricas que se ha quedado aquí más tirado que una mierda. No hay manera de follármela, macho, no sé qué cojones me pasa, si es que tú eres mi melena de Sansón y sin ti pierdo la fuerza o es que ella es mi kriptonita, mi cinturón de castidad. Has visto qué literario me pongo, cómo se notan las clases de la uni, eh. En fin, que ya no sé cómo atacarle y tampoco sé por qué sigo quedando con ella, si estuvieras tú aquí, primera cita, pim pam pum y adiós muy buenas. Que ni siquiera he rozado teta, macho, piquitos y cogerse de la mano lo que quieras, y comentar luego las pelis como si fuésemos un programa de esos de la tele también, pero poco más.
Ah, la loca de tu despedida, la pasivo-agresiva, parece que por fin se cansó. El otro día no la cagué de milagro. En medio de una borrachera, sin nada que llevarme a la boca, me puse a llamarla. Se me apagó el móvil antes de que lo cogiera, plof, sin batería. El Espíritu Santo se me apareció, macho, no tengo solución. Y luego llego a casa y pongo el móvil a cargar para enviarle un mensaje, ya sabes, enséñame una tetita o algo así, era eso o paja con la izquierda. Menos mal que me quedé dormido. La he borrado de todos lados, no estoy yo pa historias ahora.
Ale, a cascarla.
Dos.
¿Tienes pensado venir en navidades? Si vienes igual te presento a María (la Kriptonita).
Dime algo.
Pablo, tío, no sé por qué te chinaste tanto conmigo. Que te has ido sin despedirte ni nada. Entiéndelo, macho, que tú te vas para allá a pasártelo bien y todo de puta madre y demás, pero para los que nos quedamos aquí la vida sigue, la jodida rutina (y no veas qué rutina sin ti). Y pillamos nuestras costumbres. No es culpa mía que apenas nos hayamos visto, que no hayamos podido hacer ninguna incursión en líneas enemigas, que apareciera con María cuando habías planeado una noche de las nuestras. Por cierto, no me has dicho qué te pareció. No está mal, ¿no? Aunque creo que se está enchochando de mí, voy a tener que darle la patada pronto. ¿Y su amiga? Ni siquiera la miraste, se quedó un poco chafada. Hasta me planteé, dada la situación de desamparo en la que quedó, como dirían en las novelas románticas, proponer un trío para abrazarla bien fuerte jajaj. Eso sí que habría sido una maniobra digna de nosotros, eh, el mosquetero que se inmola por su camarada. Y yo, ensalzando tu valor con lágrimas en los ojos mientras me lamen las pelotas.
Venga, va, no te ralles. Tú sigue allí a lo tuyo y yo te voy contando qué tal por aquí. Voy preparando una gorda para cuando vuelvas, como en los viejos tiempos, ¿vale? Una de esas de salir el viernes y volver el lunes con gonorrea.
Pásalo bien y disfruta todo lo que puedas, que el tiempo pasa rápido y antes de que te des cuenta ya estás aquí otra vez. Y estudia un poco, mamón, no pierdas el año.
Me dice María que te mande un beso de su parte. En la mejilla, eh, no te flipes. Otro de la mía, sin mariconadas.
Contéstame, por favor, no te quedes encabronao.
Dos.
Qué pasa, tío, ya me han contado por ahí que vas hablando mal de mí, que si amigo de mierda, egoísta y tal. Que sepas que no te lo tengo en cuenta y que espero que me escribas pronto. Es la una de la mañana de un sábado y no sé qué hacer, quién me ha visto y quién me ve. Ya no me apetece ver nada más en la tele, ni jugar a la consola. Leer ni de coña, aunque debería ir adelantando movidas de la uni. María se ha ido de fiesta con las amigas, lo cual me ha dejado un tanto patidifuso porque no lo había hecho antes, y yo hace mil ya que ni me planteo lo de salir (además, con quién cojones voy a salir si no estás tú). ¿Habrá conocido a alguien? No creo, ¿no? La última conexión de WhatsApp es de las diez y doce, supongo que todavía estaban cenando. No me puedo dormir, con la de cerdos que andan por ahí sueltos. Le he mandado un par de mensajes, pero no contesta.
En fin, tío, escríbeme.
Tres de la mañana y de la cabrona ni flores. Ha mirado el móvil un par de veces, pero suda de contestarme. Será hija de puta. No te rías, pero creo que me mola de verdad. He hecho la prueba de la paja esa que nos contó el Sebas, ¿te acuerdas?, la de machacártela bien fuerte y comprobar, después de toda la lefada, si sigues teniendo ganas de verla, de acariciarla, si sigues pensando en ella. Y aquí estoy tras habérmela meneado ¿tres? cuatro veces, hecho un flan por si le ha pasado algo. O peor, por si está con algún maromo.
Mira, está en línea. Voy a decirle algo.
Por fin ha dado señales de vida. A la hora de comer, macho, a la hora de comer. Que nada, que se lo pasó muy bien, que fueron a nosédónde, que esto, que lo otro. Que se acordó de mí, claro… He intentado sacarle algo más, pero creo que es más lista que yo. Le he dicho que se case conmigo, así un poco con ese tono de que no se sabe si lo dices en serio o en broma, ¿sabes?, para que si dice que no, contestar que no iba en serio, claro, pero cómo va a ir en serio. Se ha reído y me ha dicho que se me va la pinza y que la llamaban para comer. Está con otro fijo. Me estoy volviendo loco.
Vuelve pronto, voy a seguir hablando solo por estos mails hasta que me contestes o nos veamos.
Dos.
Pablo Pablo Pablo Pablo Pablo Pablo Pablo.
Estoy en shock, tío, no te lo vas a creer. Ya sé que pasas de mí, pero a quién voy a contárselo si no. Me ha escrito la pesada, la de tu despedida. Que está embarazada. Que es mío. Que se ha esperado hasta ahora a decírmelo para que nadie le haga abortar. Pero será hijadeputa la loca esta. Hostia, tío, estoy hecho un flan. ¿Te acuerdas de la noche esa que te contaba que estuve a punto de llamarla, pero que se me apagó el móvil y milongas varias? Pues en verdad la llamé. La llamé, me lo cogió, que si por dónde andas, que me acerco, y polvo mal echado en el baño de un garito, creo que fue. Casi ni hablamos. Qué cagada, joder, no me atrevía ni a contártelo a ti, me daba muchísima vergüenza. Al día siguiente borrando mensajes y registros de llamadas, claro, con una pesadez en el alma que se confundía con la resaca, por eso te conté la mentira, porque era como hacer que no había sucedido… Pero pensé que no iría a más. Un desliz, ¿no?, cualquiera lo puede tener. Seguro que María alguna vez… Me ha llamado seis veces ya, la loca, hasta que la he bloqueado de todos los sitios posibles. Menudo marrón, macho, y ahora qué cojones hago. ¿Tú crees que puede ser mío? A ver, condón no llevaba, eso seguro, pero con lo borracho que iba… raro que se me levantara. La verdad es que apenas me acuerdo de nada. ¿Pido una prueba de paternidad o algo así? Eso es caro, ¿no? ¿Cómo se hace?
¿Cómo puedo hacer para que no se entere nadie? Vaya marrón, joder, justo ahora que lo mío con María va viento en popa, que ya no se ríe cuando le digo “de coña” que al menos nos vayamos a vivir juntos. ¿Y si se entera, qué? Por qué me tiene que pasar esto a mí, eh, por qué a mí. No es justo, tío, no es justo.
Dime algo, por favor. Los mejores consejos siempre son los tuyos.
Querido diario:
Novedades frescas: María y yo nos vamos a vivir juntos. Por lo visto una tía suya tiene un pisito vacío o noséqué, no me lo ha acabado de explicar bien. Me he enfadado un poco, porque joder, qué callado se lo tenía. Nosotros malfollando a la intemperie (bah, para qué voy a mentirte, sigo a dos velas en eso) y la cabrona con un refugio calentito muerto de risa. Pero bueno, lo importante es que por fin tocaré pelo todas las noches jajaj. Por fin habrá penetración, digo yo, ¿no?
De la loca llevo un par de semanas sin noticias, desde el bombazo. Claro, que ahora tiene imposible contactarme. Supongo que ha sido todo una broma macabra. Sin puta gracia, claro. A veces, cuando mejor estoy con María, me cruza la mente un pensamiento letal que me acaba jodiendo el día, porque el runrún ese que tengo no me lo quita nadie. Bueno, seguro que un buen pollazo a María sí jajaj. En fin, que si no fuera por esas sospechas pasajeras ahora mismo sería el tío más feliz del mundo.
¿Qué tal por allí? Hace tiempo que no te pregunto. Aunque bueno, como tampoco contestas… Esto parece ya casi más un diario, pero te sigo queriendo, mi sargento, y confío en que tú a mí también. No te me enchoches de ninguna, eh, que queremos presentarte a una amiga cuando vuelvas (no es la de navidades, es otra que puf, ya verás qué peras).
Estudia un poco para los finales, que allí es más fácil pero aun así hay que aprobarlas.
Besos de parte de los dos.
Hola, Pablo.
Estoy en la mierda, sin más. Soy un despojo a la deriva sin tierra a la vista. La tarde ha empezado regular, porque me ha venido María con que sus padres no acaban de ver claro lo de que vivamos juntos, que la casa de la tía no es para eso. Y yo con la maleta prácticamente lista. Hemos discutido, claro, y como siempre he acabado perdiendo. Total que me vuelvo a casa cruzado y, cuando llego, mi padre sentado en el sofá con la cara esa que pone cuando se encabrona, las venas del cuello como los afluentes del Silo y el teléfono temblándole en la mano. Dime que no es verdad esto que me acaban de contar, me ha dicho mientras se levantaba. Le han llamado los padres de la loca y le han contado todo, claro. Yo mirando al suelo, contando los hilitos de la alfombra, pensando lo que me faltaba, cagándome en la puta madre de la zorra esa. Y ha empezado la bronca, el monólogo, el soliloquio. Que qué clase de degenerado soy, que cómo se me ocurre —ni que lo hubiera hecho adrede—, que encima escurriendo el bulto, que aquí uno tiene que apechugar con sus actos. Que menos mal que mi madre está muerta para no tener que vivir esto, para no hacerle pasar esta vergüenza. Ahí no me he podido callar. Sin levantar la vista, casi susurrando, pero le he dicho que sí, que menos mal que está muerta, eh, que la mataste tú, hijodeputa, con tu desprecio, con tu miseria, con tu ausencia; que fuiste dejando que se muriera poco a poco sin que sintiera ni una pizca de tu amor, si es que tienes de eso; que le amargaste la vida y ahora me la amargas a mí, que te la amargas a ti; que yo soy un degenerado porque soy igual que tú, sangre de tu sangre, nombre de tu nombre; que menos mal que está muerta para no seguir sufriéndote. No sé cómo he podido soltarle todo eso, la verdad, será porque venía cruzado de la bronca con María. Ha armado el brazo para soltarme la hostia que nunca me ha dado. He puesto tan tenso el cuello que me ha dado un tirón, pero al final se lo ha pensado mejor y me ha dicho vete a tu cuarto, mañana hablamos de todo esto.
De esta me parece que ya no me libro, es como una especie de pesadilla. Y encima llego al cuarto y veo la maleta preparada al lado del armario. Ahí me he derrumbado. En esas me ha llegado un mensajito de María en son de paz: que lo de vivir juntos ya se verá, pero que mañana dormimos en la casa de su tía, sin que se entere nadie. No sé qué contestarle. Llevo horas mirando la pantalla del móvil sin saber qué contestarle. En lugar de eso, te escribo a ti.
No sé qué contestarle. ¿Cómo se borra el pasado?
Te quiero,
Dos.
Te cagas: la loca es de Lábora.
¿Tú sabías que viene peña de Lábora a disfrutar la noche palática prácticamente a diario? Por lo visto hay una especie de agencias medio clandestinas que te lo gestionan todo: el transporte, que supongo que será una hinchable de esas que se ven a veces por el Canal; las entradas a los garitos; los tickets para la bebida. Supongo que incluirá también la desinfección. Todo es ilegal, claro, pero no nos vamos a sorprender ahora de cómo funcionan las cosas aquí, ¿no? Untaditas por doquier y nada oficial. A saber lo que les cobran, fijo que incluye mamadas en grupo. También es verdad que supongo que andarán muy ocupados tratando de cazar a ilegales que pretendan quedarse aquí, y no a los que vienen de paso. Se deben de liar unas buenas en el Canal por la noche, ¿no?
Me pica todo el cuerpo desde que lo sé. Pero bueno, tío, ¿a cuántas infectadas nos habremos follado? Estamos vivos de milagro. Ya, ya, que lo del Víroya pertenece al folklore, pero tú sabes la mierda por metro cuadrado que hay en Lábora. Estoy por ponerle un altar a mi polla y rezarle durante cuarenta días, pedirle perdón a todas horas y darle un descanso a modo de penitencia. Aunque qué cojones, si desde que estoy con María ni pajas me hago ya, soy oficialmente un eunuco. ¿Pero estoy con María? Ya ni lo sé. No ha parado de mandarme mensajes desde ayer, me ha llamado ya cinco veces, pero qué voy a decirle. Ey, María, que tengo una preñada esperándome en Lábora, que cuando no estoy contigo voy jugando a la ruleta rusa con mi polla calibre 45. O qué tal, cariño, por aquí todo bien, ninguna novedad, no sabes las ganas que tengo de ir a lo de tu tía a reventarte el culo. Creo que es la primera vez que me quedo sin palabras, sin espíritu, sin capacidad de reacción.
En fin, que la tipa es de Lábora, que me lo ha dicho mi padre esta mañana. Ha entrado al cuarto, se ha sentado en la cama y se ha puesto a hablar. Sin preguntar si estaba despierto. Yo, tumbado boca abajo tratando de improvisar una respiración acompasada; él, de espaldas a mí rumiándole al suelo como si rezara. Que nos va a tocar ir para allá a verlos y hablar con sus padres, claro, porque ellos no pueden venir, son las leyes (JUAS). Que igual hasta alguno es compañero de las fábricas (ni de coña, fijo que la tuberculosis los tiene postrados en la cama). Que menuda vergüenza, que a ver cómo explica esto a sus amigos (pero qué amigos, pedazo de cabrón, si solo te visita el cilicio). Así que nada, habrá que hacer de tripas corazón y embadurnarse de cucal. A mí ya casi que me da todo lo mismo, más bajo no creo que pueda caer. De lo de mi madre ni mu, claro. Como si no hubiera pasado.
¿Crees que habrá alguna manera de abortar fuera del periodo legal? Fijo que en Lábora hay alguna clínica que… Alguna veterinaria que se gana un extra con estas movidas, ¿no? ¿Pero de dónde sale allí el dinero, macho? ¿Cómo hacen esos muertos de hambre para pagarse las escapadas nocturnas a Palática? ¿Qué clase de submundo tienen allí montado, qué tejemanejes se cocerán allí?
Sé lo que estás pensando: que cómo puede ser que hable así de esta “gente” si al final lo más seguro es que tenga más que ver con ellos que con vosotros. Que te folle un pez, hijodeputa clasista.
Ah, la loca laborera se llama Rosario, me lo ha dicho mi padre.
Pablo, Pablito, Pablete.
Se ha acabado de joder todo. María ha llamado a casa y mi padre le ha contado la historia de pe a pa. Al menos la parte que él conoce, que en sustancia es la importante. Creo que lo de que la tipa es de Lábora se lo ha ahorrado, ese escarnio es demasiado incluso para él.
La reacción de María ha sido esta: un WhatsApp en el que pone “miserable”. Con la eme minúscula, no sé si lo habrá hecho adrede o es que ha borrado algo que había puesto antes. No me merezco ni la eme mayúscula, ¿no? Luego me ha bloqueado en todos lados. Me he puesto a comprobarlo casi por curiosidad: Facebook, Instagram, WhatsApp, Twitter, etc. Las llamadas del móvil, por supuesto. Me he puesto a buscarla por Tinder, a ver si por ahí podía contactarla, ¿te imaginas? A su casa no la llamo, claro, que lo cogerán sus padres. Y acercarme ni te cuento, me cruzan la cara. Además, supongo que ni tendrán teléfono fijo, si yo no sé por qué cojones tenemos nosotros. Para que se vaya todo definitivamente a la mierda, claro, para qué va a ser.
Pasado mañana vamos a Lábora, a casa de Rosario a hablar con sus padres. Otra cosa no, pero el nombre es molón, ¿no? Rosario. A que hable mi padre, mejor dicho. A saber qué les dice, me espero cualquier cosa. ¿Cómo será Lábora? Mi padre ha hecho las gestiones en tiempo extra, no creo que sea tan fácil cruzar el Gran Canal; aunque bueno, él lo hace a diario. Pero por motivos de curro. Lo primero que voy a exigir es un test de embarazo hecho al momento, que la veamos todos. Que se baje las bragas ahí en medio y mee sobre el cacharrito, que para bajarse las bragas en público anda sobrada de experiencia. Y luego una prueba de paternidad, porque claro, a ver si me están encalomando el mochuelo y resulta ser de cualquier piojoso de por allí.
Pues claro que no voy a hacer nada, joder. Estar callado como una puta, que es lo que toca, e intentar que no se me pongan muy rojas las orejas cuando sus padres me miren. En fin, tengo curiosidad por ver cómo nos saca de este desaguisado mi padre, con suerte es la última vez que oigo hablar de Rosario.
Te escribo como si me diera todo igual, pero estoy destrozado. La he cagado con María como nunca pensé que pudiera cagarla y no creo que tenga ya solución. No me vendría mal volver a saber de ti, la verdad.
Cuídate, te tengo al tanto.
Qué hay, amigo invisible.
Las cosas siempre pueden empeorar, no sé quién lo diría el primero, pero tenía más razón que un santo. Te cagas con el speech de mi padre. Primero ha soltado un sermón de media hora (no te exagero) sobre responsabilidades y obligaciones. Nada más llegar, eh, ha ido directo al grano. Entramos por la puerta, les da la mano a los tres (al padre, a la madre y a Rosario, que parece que es hija única) y se larga a hablar sin sentarse siquiera, se ve que tenía prisa o que nos habían dado un permiso de un par de horas. Rosario me miraba de reojo y se le escapaba la sonrisita cuando nadie la veía, que cabronaza, lo que parece estar disfrutando todo esto. Yo con ganas de vomitar todo el rato, un mareo que no sé si venía del ambiente de Lábora o de ver la panza ya crecidita de Rosario bajo una camiseta bastante ancha.
En fin, la charleta de mi padre: que nos casamos. Que las cosas se han hecho así toda la vida y ahora no va a ser menos. Que uno tiene que apechugar con sus actos. Que si somos mayores para follar borrachos como conejos (ahí he estado por interrumpirle: ¿para follar como conejos o para ir borrachos como conejos?) también lo seremos para casarnos. Que nada de esperarse a que dé a luz, que nos casamos en mayo para que todo el mundo pueda apreciar la magnitud del bombo que le he hecho. Que podemos vivir en su casa hasta que yo encuentre un trabajo con el que dar sustento a mi nueva familia, como hizo él cuando tenía mi edad. Qué él corre con los gastos de todo. Lo ha dicho todo del tirón, lo traía estudiado de casa, lo de la magnitud y el sustento incluidos. Los padres de Rosario ni han abierto la boca, te lo juro, nos hemos ido de allí sin saber cómo es su voz. Conociéndolo como lo conozco, los convence seguro.
Y una polla nos quedamos a vivir con él, antes me muero. Que estamos en el puto siglo veintiuno, joder.
Montadme una buena despedida de soltero por lo menos. Vienes a finales de abril, ¿no?
Pablito clavó un clavito.
Ya tenemos fecha de boda: veintitrés de mayo. Entre semana. En Lábora, porque ni con la hija embarazada les dejan venir a Palática. Que contrate Rosario una de esas lanchitas nocturnas, ¿no? Ni banquete ni regalos ni hostias. ¿Pero es que tienes algo que celebrar?, me ha dicho mi padre. Lo odio, cómo odio a ese cabronazo. Y al hijodeputa de mi futuro hijo. Los odio a los dos con toda mi alma, me han jodido la vida. ¿Sabes qué? Les voy a poner su nombre, mi nombre. Para que vea lo que jode. Para que se infecte de nuestra miseria. Para que cuando lo mire, cuando lo llame, no olvide nunca al cabrón de mi padre. Está decidido. Ese mierdecilla se llamará Gregorio Gálvez, y se va a enterar de lo que es bueno.
Ya no te mando mas mails. Si no te hubieras ido, todo esto no habría pasado. Estás invitado a la boda, claro, si tienes huevos a ir.
Nos vemos la semana que viene en el aeropuerto.
Un abrazo grande.
DOS.
Tres
Dentro de unos dieciséis o diecisiete años el mundo será una red social cualquiera, una ventanita al odio, un Aleph del desprecio en el que, sin embargo, si sabes buscarlo, quedará siempre lugar para el asombro, para el aprendizaje, para la generosidad. Para el amor. Dentro de unos dieciséis o diecisiete años tendremos que seguir escudriñando la belleza en los lugares más insospechados, tendremos que seguir necesitando una mano amiga que no deje de acariciarnos. Dentro de unos dieciséis o diecisiete años los ricos seguirán siendo ricos, cada vez más ricos, y los pobres seguirán siendo pobres, cada vez más pobres. Dentro de unos dieciséis o diecisiete años Palática seguirá siendo un nido de corrupción y Lábora seguirá siendo un pozo de miseria. Dentro de unos dieciséis o diecisiete años el Gran Canal seguirá siendo la cicatriz que supura rencor por cada uno de sus recovecos, el agujero que se traga las esperanzas de tanto ingenuo. Dentro de unos dieciséis o diecisiete años Gregorio habrá conocido a Paloma en una fiesta al azar y, fruto de una ingenuidad heredada de su abuelo, con quien se habrá criado prácticamente desde el primer día, caerá rendido a sus pies de manera inmediata. Soy tu esclavo, dirá para sí mismo, y se acercará, entre nervioso y aterrado, barruntando cuatro palabras torpes que la harán reír; se ganará una noche de confidencias tras la que no volverá a ser el mismo. Descubrirá, algo más tarde de lo que debería, que los besos de verdad se dan con lengua, que aquella humedad casi viscosa que explora entre sus dientes es, quién lo iba a decir, la causa de la sensación más agradable que ha conocido hasta entonces.
Aquel encuentro será solo el comienzo de una larga relación. Quedarán a menudo, tanto que muchos los tomarán por novios; pero Paloma es un espíritu libre, una niña —una mujer— que no quiere ningún tipo de ataduras, que sabe que todavía es demasiado joven para comprometerse con nadie. Una muchacha firme que no sucumbirá a los ruegos de Gregorio, que quedará de vez en cuando con otros chicos, que preferirá en muchas ocasiones salir con sus amigas, irse de fin de semana con su familia. Además, así estamos mejor, ¿no? Gregorio, qué remedio, dirá que sí, que claro, que así están mejor, que qué va a saber él, en realidad. Otras veces, sin embargo, incapaz de comprender, forzará discusiones que creerá definitivas, que se cerrarán días después con memorables reconciliaciones en las que irá descubriendo, poco a poco, los recovecos del placer y del rencor.
Dentro de unos 16 o 17 años, tras una de aquellas discusiones, Gregorio conocerá el alcohol de la peor manera posible. Pedro y Martín, sus dos mejores amigos, sus escuderos, lo arrastrarán hasta su casa, hasta la casa de su abuelo. Llamarán a la puerta y, entre el valor y la lealtad, esperarán a que Uno abra y rescate a su nieto, quien murmurará unas palabras que sonarán tan ininteligibles para sus amigos, tan cercanas para él. Dentro de dieciséis o diecisiete años Uno alargará su dubitativa mano izquierda hacia el teléfono, practicará respiraciones aprendidas en sus apps de meditación, se empapará de esperanza y marcará un numero que llevaba mucho tiempo olvidado. Dentro de unos dieciséis o diecisiete años Uno se escuchará decir, con una voz mucho más firme de lo que esperaba, Dos, ven a casa, es por tu hijo, ya sabes que no te llamaría si no fuera importante.
Dentro de unos dieciséis o diecisiete años Dos se subirá al coche y, aturdido por una emoción que jamás será capaz de describir, de replicar, se dirigirá a la casa donde creció, a la casa que comparten un padre con el que no se habla y un hijo que no quiere verlo. A la casa de la que huyó en cuanto tuvo ocasión, en la que aguantó poco tiempo cuando llegó la resolución definitiva de la negación del visado para Rosario. Es laborera, no hay nada que hacer, les dijo el abogado; además, nunca habéis aclarado del todo el milagro de la concepción por esporas, rio guiñando un estúpido ojo a Dos. Poco importa este absurdo papel de matrimonio, así funcionan las cosas, ya lo sabéis: el niño se puede quedar, ella no; y dad gracias a que le hayan dejado dar a luz aquí. A la casa en la que Gregorio creció sabiendo que su padre lo rechazaba, que su madre lo visitaba de manera furtiva, como si fuera una sombra, casi todas las semanas al principio, después cada vez de manera más espaciada. Que lo quería, claro que lo quería, quizá más por instinto que por costumbre; pero no tanto como para arriesgar lo poco que tenía por él. Que tal vez —pero no, claro que no— regrese algún día tratando de recuperar el tiempo que les prohibieron. Dentro de unos dieciséis o diecisiete años a Dos le temblarán las piernas cuando se encamine, tratando de evitar las briznas de césped que se cuelan entre las piedras, hacia la puerta de su antiguo hogar; cuando, sintiendo otra vez el calor de las ascuas que lo forzaron a salir de allí, que lo atraen para entrar de nuevo, haya recibido por fin la llamada que llevaba tanto tiempo esperando. Dentro de dieciséis o diecisiete años Dos seguirá sin ser capaz de dirigirse a su padre sin evidente hostilidad.
Dentro de dieciséis o diecisiete años volverás a cruzar aquel jardín amenazante, llamarás al timbre, abrirás y te encontrarás ante un Dos avejentado, maltratado por el tiempo, por tu sombra, por los sueños rotos. Pasa, siéntate, dirás, tenemos que hablar de Gregorio, estoy muy preocupado por él, no duerme, no come, hoy ha llegado inconsciente, empapado en vómito, arrastrado por unos amigos, balbuceando palabras incomprensibles. Encenderás un cigarro sabiendo lo que le molesta a tu padre que se fume en casa, dame un cenicero, dónde hay un cenicero, y dirás de refilón qué pasa, por qué está así, no me digas que su madre, no me digas que Lábora, no me digas que yo. Te tragarás el orgullo y le darás una lata de cerveza aplastada, te tragarás el orgullo y no le dirás pero qué cojones su madre, pero qué cojones tú, si ya no estáis, si nunca habéis estado, si hace ya tiempo que dejó de esperaros; una chica, pues qué va a ser, una maldita montaña rusa de la que a veces vuelve más que jodido, aunque nunca tanto como hoy, normalmente se le acaba pasando, se pone a todas horas un viejo cd que encontró hace semanas, uno que yo ni recordaba haber guardado y que todavía tenía el precinto puesto. Lo escucha como un autómata entre los pitidos del móvil. Comprenderás la tregua y tirarás la colilla dentro de la lata, joder, Uno —pero por qué Uno y no papá, cuánto tiempo hace que no lo llamas papá—, me habías asustado, una chica, pues lo normal a esta edad, ¿no? La mano temblorosa de tu hijo, el humo entrecortado que todavía sale de la lata y se mezcla con su mirada perdida te hará comprender que está aún más preocupado que tú, que sabe de sobra que su hijo es un Gregorio Gálvez, que está maldito, que nunca estará a salvo, que es hijo del despecho, nieto de la derrota, víctima inocente de una herencia defectuosa; tienes razón, qué tontería, perdona a este viejo que ya no sabe ni lo que dice, es solo una chica, nada más que eso: la adolescencia. Sabrás que estás llorando cuando veas las lágrimas de tu padre; además, mejor así, que no le vaya bien con la primera que se encuentra por el camino, ¿no?, imagínate, toda la vida con la misma, desde tan joven, la de cosas que se perdería. Se te escapará una risa, sí, hijo, claro, y es que hay amores que matan. Hay amores que matan y hay amores que dan la vida, papá, porque si no hubieras conocido a mamá yo no habría nacido. Te odiarás para siempre por no haber podido evitar pensar, aunque haya sido un instante, que ojalá hubiese sido así, que tú con Patricia desde aquel verano, que todo diferente sin Doses ni Treses, es verdad, hijo, puede que tengas razón. Pues claro que la tengo, dirás mientras comprendes a tu padre y, sin ninguna pizca de rencor, compartís pensamiento, que ojalá María, que si fuera posible borrar aquella noche, aquella borrachera, aquella estúpida bravuconada. Qué es eso de ahí, quién es la chica que sale en esa foto con Gregorio, ¿es ella?
Dentro de dieciséis o diecisiete años, mientras anticipas tu primera gran resaca; mientras la vergüenza supera al malestar; mientras intuyes, escondido en la escalera, a tu padre y a tu abuelo medio abrazados, llorando frente a la tarde que pasaste con Paloma en la feria, frente a Paloma calco de Patricia para tu abuelo, frente a Paloma tan igualita a María para tu padre, frente a Paloma, tan diferente en realidad a cualquiera de las dos; mientras unos sollozos distantes trazan tu pasado comprenderás que no tienes por qué seguir aquel camino; que tu futuro no va a quedar marcado por un nombre prestado que, en el fondo, no te resulta tan incómodo; que disfrutarás de una vida feliz con Paloma, o tal vez no; que tu hijo se llamará Gregorio, o tal vez no; que abandonarás todo ese rencor heredado generación tras generación, nombre tras nombre; que pase lo que pase, al menos intentarás ser feliz.
Dentro de dieciséis o diecisiete años volverás a tu habitación y, antes de acostarte, antes de plantar un pie en el suelo para controlar el vaivén del alcohol, subirás el volumen de tu ordenador para que la música de Antonio Vega acompañe a una reconciliación que había estado tanto tiempo esperando.
Dentro de dieciséis o diecisiete años, por fin, empezará tu historia.
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