MORIR EN ROMA
No hay lugar más hermoso,
quizá, para morir,
que una plaza de Roma.
Que una ventana
abierta hacia la tarde
recoja el soplo en sus cortinas,
las haga y las rehaga
con esa lentitud
que vemos en los barcos
cuando las velas
se inundan de alegría
al alejarse y emprender
el que será su último viaje.
Que la memoria
se vuelva fluyente
como el agua, y que
detrás de cada árbol
emerjan rostros borrados
por los años.
Que te acompañen
sus voces mientras
la habitación va oscureciéndose,
y la noche va cubriendo
para siempre el corazón,
sus viejos bosques.
X. R. R.
Si en mis versos aparecen estrellas o pájaros, a ti te lo debo, pues fuiste tú quien me enseñaste a alzar el rostro hacia el cielo cuando la dura noche negra rodeaba de incertidumbre, aquí abajo, cada cosa.
No fueron ajenos a ti mis primeros paseos por Roma, «aquel año de mi adolescencia perdida», y como a ti, me fascinaron los colores tostados de las cosas bajo el soplo ardiente de la tarde, aquel viento mofletudo tocando el caramillo en los senderos polvorientos del Quirinal, la noche amiga que siempre protege al viajero cuando lo impulsa la melancolía y la belleza por avenidas extranjeras, alejadas de casa.
Sabes bien que, si en algo soy poeta, o los demás lo consideran, tuya es, en gran parte, la culpa.
Los otros me han enseñado a volver más sencillos los versos, a hacer más hospitalaria mi canción, pues el lector de poesía a menudo es, en estos tiempos, un corazón cansado que necesita descansar. Pero eres tú, con tu ejemplo, quien me enseñaste que la apuesta es al todo o nada.
A veces te he leído en un parque, acompañado por el rumor contiguo de una fuente. Otras, acuciado por esos negros pensamientos que nos atan abajo en sus mazmorras, me he sentado en un banco en mitad de la calle para escuchar uno de esos sonetos tuyos tan redondos, tan perfectos, tan llenos de plasticidad y fuerza.
Y entonces de repente he comprendido que tú mismo te has convertido para muchos de nosotros en el ruiseñor inmortal que canta en tu poema, derramando su música como un chorro de estrellas.
Ahora vengo de perder unos ojos dorados como el fuego y como el viento cuando la tarde cae lenta y perezosa sobre Roma.
Estoy tentado de alargar la mano hacia el estante, coger uno de tus libros y volver a leerte. Pero estoy cansado, y no lo hago, y sé que lo comprendes, como los viejos amigos que no se comunican durante años pero sienten intacta su presencia.
No quiero ver manchados de sangre los blancos rosales que planté aquel día en que te vi en el estante de una biblioteca pública, golpeado suavemente por el sol oblicuo de la tarde.
Te acompañaban Rimbaud y Verlaine, y nos hicimos todos buenos amigos durante un tiempo. Tenía yo diecisiete años, y fui sintiendo el arraigo profundo de esa vocación que tantas veces me ha salvado del naufragio y tantas otras…
Poco a poco fui construyendo y publicando versos, pasé horas trabajando sobre las palabras (yo, que tan mal estudiante he sido siempre), para que encajaran en su lugar exacto y pareciera fácil de conseguir su música, como si fueran obra de la gracia y no del esfuerzo.
Traté de completar mi formación, con la intención de olvidar lo aprendido al regresar a casa, mis poemas, mis cosas.
Lo de ser romántico no se aprende ni se enseña. Velle non discitur, dejó dicho el viejo Séneca: a querer no se aprende. Qué más quisiera yo que ser sensato y cuerdo, cultivar mi huerto, podar los árboles, dar de comer a los pájaros que se posan suavemente en mi mesa.
Pero aunque con los años he ganado en astucia, como Ulises, debo reconocerte que, al mirarme en el espejo, percibo aún ese viento furioso soplando en el fondo de mis ojos.
¿Verdad que me comprendes?
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