Lo primero que me llamó la atención cuando lo conocí fue su atuendo: unas Converse cubiertas de polvo que alguna vez habían sido blancas, unos pantalones de trabajo —de esos que se usan en las obras, con una franja lateral reflectante—, una chaqueta universitaria con la letra «D» bordada en el pecho y una gorra azul marino descolorida por el sol. Lo segundo que me sorprendió fue mi repentino interés por la ropa improbable de aquel anciano, el haberme quedado absorta en su apariencia. ¿Por qué, desde hacía un tiempo, obviaba lo realmente interesante? Su rostro negro y apergaminado, la mirada sin prisas, el andar de pasos pequeños. Y la nuez de makalani, de dibujos grabados, con la que jugueteaba entre los dedos encallecidos y surcados por el tiempo.
Nuestro guía había estacionado el minibús a la entrada del pueblo, bajo uno de los marula de un verde intenso que delimitaban un grupo de casas sin orden aparente. El sol arrancaba destellos a los tejados de hojalata y las gallinas huían del vehículo entre cacareos. Y, en aquel momento, nos pareció una manera estupenda de presentarnos en el lugar.
Bajamos del vehículo esgrimiendo los móviles y una colección de comentarios superfluos. No nos producía remordimiento alguno el saber tan poco sobre las personas que vivían allí. Alertados por nuestras voces extranjeras, unos quince vecinos de todas las edades se fueron acercando desde los pequeños puestos de comestibles y las shebeens de los alrededores. Formaron un semicírculo improvisado y, después de murmurar unas cuantas palabras con la persona que tenían al lado —palabras que no podíamos comprender—, nos miraron presas de la curiosidad mientras atendían nuestros silencios.
De repente, el semicírculo se estrechó y nació un embajador. Así fue como el anciano de la letra D fue el primero en extender la mano hacia nuestros rostros enrojecidos y atravesados por unas enormes gafas de sol. Dirigió sus pequeños pasos hacia ese «nosotros» al que yo solo pertenecía en el contexto de aquel viaje circunstancial. Ocho días y siete noches de fachada tras la que ocultarme de las preguntas que me acechaban sin tregua. Aunque no sabía muy bien qué hacía en aquel lugar —algo que por supuesto también me había preguntado—, estaba segura de que me habría ofendido si alguien me hubiera desaconsejado el viaje. Sí, me habría ofendido profundamente. Y habría afirmado, con toda la contundencia de la que era capaz, que necesitaba con urgencia un maravilloso y sedativo todoincluido en el que desdibujarme. Incluido el alojamiento y las comidas, las excursiones y las visitas culturales, la sudadera con el logo del touroperador. Incluido el guía acompañante, el Dom Pedro Kahlua de bienvenida, los 4×4 y las entradas a los parques. Incluidas todas las respuestas a cualquier tipo de pregunta. Y el señor D, también, incluido.
Entonces, con un falso carraspeo, Jimmy, el guía acompañante, logró que desconectara de mis propias reflexiones. Tras dar un paso adelante, informó a la comunidad en oshikwanyama, la lengua que compartían, quiénes éramos y qué queríamos. Ellos son. Ellos quieren. O eso es lo que nos pareció de entrada al pequeño grupo inscrito en aquella actividad de turismo responsable. El objetivo del tour —ellos son, ellos quieren— era visitar una de las comunidades del área de conservación natural en la que estaba situado el hotel en el que nos alojábamos —o lodge, como lo llama todo el mundo en la zona—, y poder conversar con personas locales —ellos son, ellos quieren—, gracias a la mediación de Jimmy que también nos haría de traductor.
Tras las presentaciones oficiales, el silencio se alargó durante unos segundos incómodos. Entonces, una de las vecinas de la comunidad, una mujer joven y menuda, de expresión burlona, lanzó una pregunta en voz muy alta y estalló en una carcajada indebida. Mientras Jimmy balbuceaba una respuesta incomprensible, ella se golpeaba el muslo entre risas y más risas, y los otros se tapaban la boca o se llevaban un pañuelo a los ojos llenos de lágrimas. Al principio nos hizo gracia, pero la situación se alargó algo más de lo esperado. Reían, lloraban. Y parecía no importarles en absoluto la expresión de bochorno de Jimmy, tampoco nuestras sonrisas desgastadas. Todo aquello me desconcertaba. ¿Qué había preguntado aquella mujer?
No sé por qué razón interpreté enseguida que ella sería una de las personas elegidas para conversar con nosotros. Pero me equivoqué, como siempre en los últimos tiempos. Porque, cuando el semicírculo se deshizo y los vecinos se afanaron a repartir las sillas de plástico para que nos sentáramos en corro a la sombra del árbol frontera, nuestro único acompañante fue el señor D. Nadie más. Los demás regresaron a la parsimonia de sus murmullos y desaparecieron por dónde habían venido.
—Wa uhala po. Bienvenidos a nuestra comunidad. Estamos muy contentos de recibir esta visita —dijo el señor D en las palabras traducidas de Jimmy—: Normalmente, no nos encontramos con extranjeros aquí, en el pueblo, esta es la primera vez desde hace mucho tiempo.
—¿Y no ven a los visitantes, tatekulu? —le dijo el guía después de que una de las turistas se lo preguntara.
—Bueno, sí que los vemos, circulan por la carretera con esos neumáticos enormes. —Le sorprendió una sonrisa inesperada—. Pero a lo que me refiero es al hecho de que normalmente no nos visitan. A nosotros. Nunca hablamos con ellos.
—Claro, ahora lo entiendo.
—Aminorar la marcha y detenerse es más difícil de lo que parece, ¿no cree?
—Puede que sí, tatekulu.
Después de aquel primer breve intercambio, que parecía ser el primero en mucho tiempo, y a pesar de no haberle preguntado el nombre al señor D, Jimmy nos hizo presentarnos uno a uno. Le obedecimos, probablemente con sonrisas demasiado amplias, utilizando las pocas palabras que habíamos memorizado del folleto informativo sobre el tour: «Ongaipe, ongaye Irene», «Ongaipe, ongaye Filippo», «Ongaipe, ongaye Berta»… Nos atrevimos a hacerlo en oshikwanyama, de manera chapucera y efusiva, quizás animados por el hecho de que el resto de los vecinos de la comunidad habían retomado sus actividades. Todos habían decidido finalmente ignorarnos, excepto la joven de la carcajada, que se había alejado solo un par de minutos para recoger una palangana amarilla de una de las tiendas. Ahora, sentada en el suelo, al borde del corro, removía lo que parecía ser una bebida fermentada, y la vertía en un par de vasos de madera que amenazaba con compartir.
—Ongaipe, ongaye Jimmy —se presentó también el guía, una vez en su silla, y me sorprendió que no se conocieran—. Tatekulu, ¿le gustaría plantear alguna pregunta a los turistas para iniciar la conversación?
—Sí, me gustaría mucho saber desde dónde nos visitan —preguntó sin apartar los ojos de Jimmy. En aquel momento, sentí una gran afinidad por aquel hombre de mirada impecable. Qué curiosa la manera en la que se cruzan y descruzan los destinos más diversos.
—Pues de no muy lejos: venimos del lodge que han construido en el área de conservación a la que pertenece esta comunidad, ¿es que no lo conoce?
—No, no lo conozco. He oído hablar sobre él de vez en cuando en las reuniones del comité, pero no lo he visto nunca. ¿Es un lugar bonito? Me gustaría visitarlo, sí, me encantaría. ¿A qué distancia está de nosotros? —preguntó, y al quitarse la gorra dejó al descubierto unos rizos plateados, muy cortos y brillantes.
—A unos diez kilómetros, más o menos.
—¿Y creen que un día podría ir allí a tomar algo? ¿Tal vez un café?
«Un café», dijo. Un café en el lodge. El guía escondió la mirada y sonrió con ternura. O quizás no era ternura, sino más bien una expresión de rabia contenida. ¿Por qué la pregunta del anciano lo había molestado tan profundamente? Quién sabe. No podía interpretar aquel gesto de Jimmy sin preguntárselo. Mientras decidía si lo haría más tarde, una vez terminada la conversación, alguien me colocó uno de los vasos de madera entre las manos. El borde oscuro estaba bastante humedecido, a pesar de que el vaso me había llegado demasiado rápido. Era improbable que todos los compañeros a mi derecha ya hubieran bebido. ¿O sí lo habían hecho? Qué más daba, si desde hacía un tiempo me equivocaba en todo. Lo único importante en aquel momento era que mi turno había llegado: superé la repulsión, bebí un sorbo y cerré los ojos. No quería faltar al respeto a mis anfitriones, así que me llevé el vaso de nuevo a los labios. Fue entonces cuando, por encima del grupo, me crucé con la mirada de la joven que nos observaba con atención desde una distancia prudencial, mientras seguía removiendo el líquido de la palangana. Ya no parecía tener más preguntas ni ganas de golpearse el muslo en una explosión de risas. Aunque sentí un breve temblor del vaso entre las manos, volví a tomar un sorbo más de aquel brebaje, sin apartar la mirada de ella. Bebí por los que no habían bebido, bebí para reafirmar mi humanidad. Y, tras sofocar una náusea, le pasé el vaso a la turista sentada a mi lado.
—Claro que podría ir… —respondió Jimmy tras unos segundos—. Pero tendría que caminar los diez kilómetros de ida y vuelta. Y ahorrar un poco para pagar un café bastante caro. Carísimo, de hecho. Pero sí, creo que podría, que no le negarían la entrada. —Y volvió a su rostro aquella expresión similar a una caricia hastiada.
El sol comenzaba a ocultarse tras el árbol que nos acogía, iluminando la sonrisa cada vez más desencantada del anciano. Fue entonces cuando algunos de los compañeros de viaje —los que más se removían en las sillas de plástico— propusieron algunas preguntas para el señor D. Tras escuchar con atención lo incomprensible, el anciano las fue respondiendo una a una, con delicadeza, entre las traducciones y traiciones de Jimmy. Me fascinaba aquel hombre mayor y darme cuenta de que el tatekulu, obviando el hecho de que no entendíamos ni una palabra de lo que nos decía —exceptuando el ongaipe ongaye de su nombre que le habíamos negado desde un principio—, siempre se dirigía a la persona que había formulado la pregunta.
Pasaron unos minutos y las palabras de los demás comenzaron a atravesarme sin dejar rastro; ya no les prestaba atención. Me había quedado colgada imaginando qué pasaría realmente el día que el señor D decidiera caminar hasta el lodge y pedir aquel café. Sí, creo que esa es la verdadera razón por la que perdí interés en todo lo que ocurría a mi alrededor, salvo por los gestos y la determinación del hombre mayor. Me asaltaban más y más dudas, inconfesables en aquel momento: ¿realmente lo dejarían entrar al hotel?, ¿le agradecerían la colaboración de su comunidad en el área de conservación? Y una última pregunta absurda que me rondaba la mente: ¿quién pagaría ese café?
La conversación se fue apagando y Jimmy parecía cada vez más cansado. Al principio, me había dado la impresión de que se sentía muy orgulloso de buscar y encontrar las palabras puente entre los dos idiomas. Pero, desde hacía un rato, no paraba de frotarse los muslos con un gesto inquieto, y su mirada se escapaba una y otra vez, indiscreta, hacia la pantalla del iPhone. A partir de ese momento, la tarde pasó volando; todos, excepto el anciano y la joven, perdieron el interés por el cruce de caminos.
Cuando nos despedíamos para volver a nuestras habitaciones a ducharnos y arreglarnos antes de cenar, el señor D escondió sus rizos plateados bajo la gorra descolorida, se levantó de la silla de plástico con un ligero tambaleo, como si estuviera a punto de desplomarse, y dijo una frase bastante larga que el guía no nos tradujo. La pronunció en un tono alto y enfurecido, a través de una mueca cerrada; aquellos ojos de mirada impecable ahora albergaban ira y amargura. Mientras el anciano vociferaba, el guía evitó por primera vez dirigirse a nosotros y se giró unos segundos hacia atrás, tal vez buscando la complicidad de la mujer. Fue en ese momento cuando, en la mirada joven de ella, también encontré la misma incomprensión del guía, aquel zarpazo que ya no lograba sorprenderme.
—Perdone, Jimmy, ¿nos puede traducir lo último que ha dicho el tatekulu? —intervine por primera vez mientras ayudaba a los compañeros a apilar las sillas de plástico y él se sumergía de nuevo en el Iphone.
—Por supuesto —respondió el guía, sin levantar la vista de la pantalla—: nuestro anfitrión dice que la próxima vez que les hagamos una visita, deberíamos avisarles con anticipación. Les hubiera gustado recibirnos como es debido, con un regalo de bienvenida.
*La versión catalana de este relato forma parte del proyecto Mode Avió, que cuenta con el soporte de una Beca de Creación Literaria Montserrat Roig de la Convocatoria de Becas Barcelona Crea 2024 del programa Barcelona Ciudad de la Literatura del Ayuntamiento de Barcelona.
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