(este cuento pertenece al libro La sabiduría de quebrar huesos (Témenos edicions, 2017)
Cuando la revista Lúnula le encargó un artículo por el aniversario de la muerte de Poe, en seguida pensó en Claudio. Al día siguiente llamó al sanatorio y él mismo le dijo que podía ir a visitarlo cuando quisiera, con una voz un poco sorprendida, pues habían pasado muchos años desde la última vez que se habían visto.
Se enteró por amigos de que Claudio había ingresado por voluntad propia en la institución mental de San Rafael, apenas medio año después del incidente con Poe. La noticia no le extrañó, porque desde aquella noche su amigo había comenzado a actuar de manera no exactamente extraña –no como un loco completamente loco– sino de forma demasiado coherente. Se empecinaba en mantener su versión de los hechos con inusual convicción. Tal seguridad había sido siempre ajena a su carácter, mucho más dual. Por eso terminó distanciándose de él. No era un hombre peligroso, no en el sentido de que fuera a hacerle daño físicamente, pero sí que su comportamiento desde que él le había llevado las Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe, había sido cuando menos inquietante. De modo que le perdió de vista, y la única noticia que durante los últimos quince años había recibido sobre su antiguo compañero, había sido la referida a San Rafael. Él conocía aquella institución porque la casa de su infancia estaba justo en frente de sus muros gastados. Creció viendo cómo las plantas trepadoras rodeaban con los años sus columnas, sin un jardinero eficiente que domeñara aquella selva urbana. Desde la habitación de su infancia, San Rafael había sido una mancha verde de largos dientes –las columnas de la fachada–, rodeada de robles centenarios que proyectaban sus sombras en las aceras, al otro lado de los muros, como si la locura pudiera, cualquier noche de nieve, saltar las tapias e invadir las almas de las personas normales. Recuerda los días soleados, como el de su visita, en los que los robles más cercanos a la calle dejaban parte de su sombra fuera del recinto. La negrura suave trepaba por la pared del muro y volvía adentro, como un ser vivo partido por la mitad.
De su antigua casa ya no queda nada. Solo un gran solar consumido por las malas hierbas y la basura. Antes de atravesar el enorme portón de color verde oscuro del sanatorio y entrar al jardín –antes de observar las sombras de los árboles traspasar los muros, como hacía años–, situó mentalmente su cuarto, a unos tres metros de altura, sobre una vieja carrocería oxidada. Desde esa posición se veía a sí mismo, a San Rafael y a todo lo que rodeaba el edificio. Aquel pensamiento le dio fuerzas para entrar. Recorrió el sendero que atravesaba el jardín hasta la entrada del edificio principal. Era una de esas construcciones con aire magnánimo, de esa arquitectura grandilocuente de los edificios oficiales de los totalitarismos, con grandes columnas cubiertas de hiedra, capiteles de aire griego y un enorme tejado a dos aguas. Un epígono vulgar del Partenón. Todo profusamente gris y ceniciento. Parecía falsamente que la locura nunca pudiera escapar de allí.
El edificio apenas albergaba ya a un centenar de lunáticos. La mayoría de ellos eran restos abandonados de terapias caducas y superadas, pero demasiado tarados ya como para conservar cualquier esperanza de curación. Claudio había elegido ese preciso lugar para su reclusión voluntaria.
Caminó bajo las columnas y sintió la sombra con alivio. Atravesó la pesada puerta de nogal. Sus pasos resonaron en el vasto espacio del vestíbulo. En el techo frescos de colores desvaídos dibujaban el descenso de Prometeo, portador del fuego, a la tierra. Le pareció curioso y lo apuntó en su libreta para hacer mención en su artículo sobre el cuentista norteamericano. Dos escalinatas nacían al fondo de la estancia, describían dos curvas simétricas y se unían en el piso superior.
El bedel le acompañó hasta la sala de visitas. Pensó que recorrerían pasillos interminables y que no podría recordar la salida. Pero, para su sorpresa, solo atravesaron dos puertas, sin subir o bajar ninguna escalera, para llegar a la sala. Le hicieron sentar al pie de una mesa de madera noble, y esperó mientras traían a Claudio, que aunque al principio se había mostrado remiso a aceptar la visita, terminó por convenir a su petición. La verdad es que había insistido cuanto pudo al teléfono. Apeló a una vieja amistad que era necesario revivir, había transcurrido un tiempo excesivo, quince años era demasiado para dos buenos amigos. Si lo piensa ahora, no le parece que sus palabras fueran especialmente elocuentes, pero en un momento dado, Claudio mudó su voz, algo le hizo cambiar de opinión y abandonar su reticencia inicial: finalmente aceptó. Por supuesto no le dijo nada del artículo. Había encadenado una mala racha, dos de los periódicos en los que solía escribir acababan de suspender sus pagos, y tenía dos bocas que alimentar. Necesitaba el dinero de Lúnula, por eso quería un artículo que se saliera un poco de lo ordinario, algo que los dejara satisfechos con él, unas cuantas cuartillas que les hicieran olvidar la idea de despedirlo y ahuyentar de una vez por todas el fantasma del fracaso, que en los últimos tiempos venía acosándole de forma sutil pero continua. Por eso buscó el número de San Rafael en la guía telefónica como si la vida le fuera en ello. Por eso llamó a Claudio. Por eso le convenció para que se vieran.
Más allá de la mesa donde esperaba había un piano de cola. El sol tiznaba de polvo la superficie negra de la caja y no había silla ante él, como si nunca lo hubieran tocado, o lo hicieran de pie. Claudio entró en la sala mientras él miraba las teclas negras del instrumento.
Apenas había cambiado en estos quince años de separación. Tal vez era un poco menos nítido, con aquella chaqueta y pantalón de color gris pálido, la camisa beige muy tímida también. El cuerpo, la piel negra, los ojos un poco inyectados en sangre, todos sus gestos tenían el aura de una imagen desleída. El aire que lo rodeaba y que desplazaba cuando se movía era amarillo como las páginas de los libros antiguos. Igual que las páginas viejas del ejemplar de Narraciones Extraordinarias que le había prestado aquella noche de hacía tantos años.
Caminó de forma leve, flotando como un fantasma, pasó al lado del piano y se sentó frente a su visita. Sonrió sin decir nada mientras le miraba fijamente. Asomó la lengua rosada para humedecerse los labios, su sonrisa se hizo un poco más grande y, como una consecuencia natural de sus movimientos anteriores, habló:
–Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban.
Entonces fue el visitante quien sonrió. Había reconocido sus palabras y le hizo gracia que en tan solo un par de frases estuvieran ya quince años atrás. De modo que el tiempo no había pasado desde entonces, de nuevo en el mismo punto de su relación, en el mismo relato. Sintió que ninguno de los dos había olvidado la amistad que tiempo atrás los había unido, cubierta de polvo como el piano de la habitación.
–Si esto fuera un cuento de Poe, uno de los dos estaría loco y el otro acabaría muerto. Ya sabemos quién es el loco, así que sólo falta saber cómo vas a morir– dijo, y su sonrisa parecía un enorme libro.
Había recordado una vieja amistad, y en apenas unos segundos supo también por qué se había alejado de ella. Encontró su comentario un poco desconcertante. ¿Puede ser que mudara su voz cuando hablaban por teléfono porque el asesinato había pasado por su mente como una agradable sorpresa del destino? Quince años bajo el influjo enfermizo de Edgar Allan Poe pueden causar estragos, y mucho más en el espíritu impresionable de Claudio Lasto.
Al ver su cara lívida, Claudio rió a carcajadas. Se tapó la boca con una enorme mano hasta que la risa cesó y acto seguido le hizo una serie de educadas cuestiones (Pero, ¿no era él el que había venido a hacer preguntas? ¿qué había pasado desde aquella noche?) Él le contestó, también educadamente. Por alguna razón evitó la mención de sus dos hijas. Cuando terminó con las formalidades, y como para llevar la conversación hacia su terreno, dijo:
–Hace mucho tiempo que no sé de ti, Pierre Menard.
–Una lástima que aquí nadie conozca a Pierre Menard, me gustaría que todo el mundo me llamara así. La ironía puede ser lo último que me quede.
Esta afirmación hizo que su inconsciente se relajara con respecto a su muerte a manos del negro Lasto, o bajo el conjuro de las ficciones de Poe.
–¿Has escrito algo durante estos quince años?
–Ni una sola línea, salvo que pensar se considere un modo de escritura.
–Entiendo.
–Llevo una vida plácida en San Rafael. Por las mañanas desayuno café con leche y tostadas con mermelada de grosella. En primavera doy largos paseos y leo el Ion. No he vuelto a tener pesadillas ni deseos de garabatear papeles. A veces pienso en los días en que escribí aquel cuento, cuando leí el libro que me trajiste y comprendí que algo no estaba bien. Los días en que decidí entrar en este lugar parecen lejanos, como si nunca hubieran acontecido. No existe, en mi mundo particular, un origen de la vida que llevo ahora: siempre fue así. De algún modo mi mente piensa que he vivido siempre aquí, bajo la sombra de los árboles y el gorjeo de las palomas, las enfermeras y los doctores, la paz de color gris y el dulce sabor de la medicación.
–Ibas a ser un gran escritor –dijo el visitante.
En realidad eso nadie lo sabe, pensó. Lasto iba, en efecto, a ser un escritor. Bueno o malo ya nadie lo sabrá. Podemos afirmar que él, el visitante, había terminado siendo un chupatintas de baja estofa que solo pensaba en alimentar a su progenie y poco más. Pero acerca de Claudio, dado que cambió –en lugar de compaginar, como muchos otros habían hecho antes– su faceta literaria por la de loco, nunca sabremos si hubiera sido muy bueno. En realidad sólo lo dijo para que siguiera hablando, su ego iba a contarle la verdad.
–Iba a ser como tantos otros– dijo.
Tantos años de loco habían acabado con su ego de escritor. Lo cierto es que Claudio Lasto, hacía quince años, se tomaba a sí mismo mucho más en serio. Ambos eran jóvenes y el mundo acababa de empezar para ellos. No conocían a Joyce, ni a Proust, ni a Kipling, ni a Hemingway, ni a Cervantes. No conocían a nadie, no habían casi leído a los grandes clásicos, pero eran los mejores escritores –sobre todo él– que había en las letras nacionales. Uno de los pocos que el visitante sí había transitado era Poe. Porque había muertos y láudano, hipnosis, naufragios y venganza, le había fascinado. Así que una noche corrió a casa de Claudio –escapando de la vista del sanatorio San Rafael– y le prestó Narraciones Extraordinarias, un conjunto de relatos del norteamericano.
Aquel acto inocente lo cambió todo. Sin saberlo, Lasto había escrito uno de los relatos de aquel libro. Exactamente el mismo relato, una copia justa de cada palabra, de cada coma y de cada exclamación. Todo estaba en el cuaderno de Claudio. Escribía siempre en una libreta de cuero negro, que ataba con un trozo de cordel de esparto renegrido por el uso. La noche que vio el libro por primera vez, Lasto dejó sobre la mesa su cuaderno y deshizo el nudo despacio, mantuvo la cuerda dentro del puño y le enseñó la página donde empezaba su cuento. La caligrafía era inconfundible, veloz como el pensamiento, temblorosa, apenas legible en la maraña de tinta. Escribía sin espacios entre las palabras, entre las líneas. El blanco de la página le molestaba. Había palabras que habían sido borradas tres veces hasta encontrar la correcta, la de Poe, la de Cortázar. Porque él había escrito textualmente la traducción de Cortázar del cuento El pozo y el péndulo, de Edgar Allan Poe, que había sido publicado en el año 1842. Incluida la cita, en letra casi ilegible, para las puertas del Club de los Jacobinos en París, que abría el texto original. Así comenzó Claudio a volverse loco, y a partir de aquel hecho abandonó él su amistad.
Dos noches después de recibir el libro, intentó hacerle partícipe de su sorpresa, de la ira que invadió su pobre espíritu al comprobar que, sin haber leído ni una sola línea de Poe, había escrito un cuento exactamente igual al suyo, imaginado tantas décadas antes. Como es natural, fue incapaz de crear la verosimilitud necesaria para que su amigo creyera su historia (ahora, sentado ante él, piensa que estos quince años no han sido si no el trabajo previo, la creación de esa certidumbre, como largos párrafos preparatorios para que, finalmente, todo resultara creíble) El cuaderno no bastaba. Hace quince años él le dijo que era un farsante, que los escritores no hacían esa clase de cosas absurdas. Lo peor de todo era que lo negara, que quisiera hacerle creer que todo era cierto, que había sucedido como Claudio lo contaba. La admiración estaba permitida, la imitación era casi obligatoria, pero aquella clase de hipocresía que afirmaba haber escrito algo ya escrito era intolerable.
Había intentado hacer entrar en razón a Claudio, pero fue en vano. Abandonó, como ya se ha dicho, su amistad. Él acabó leyendo el Ion en San Rafael, durante quince largos años. Él, mermelada de grosella y ni una línea. El visitante, dos hijas y páginas enteras para el fuego.
¿Habían seguido caminos simétricos? No: él nunca había tenido talento, Lasto sí. Él hubiera sido el más grande escritor de este país, si Poe no se hubiera cruzado en su camino. Recordó de nuevo aquella tristeza. Saber que un joven talentoso ingresaba en un sanatorio y abandonaba la escritura por una falsa obsesión. Sí, por fin recordaba aquella tristeza inicial de intuir el final de un gran espíritu, la razón por la que acabó alejándose de él. Lo sintió como un fracaso propio, un dolor y una herida en su misma carne.
–Pero no pienses tanto, demos un paseo. Al fin no somos tan diferentes –dijo el negro Lasto.
Entonces Claudio se levantó, lo cogió del brazo y lo llevó hacia el jardín, hacia el sol leve de marzo. Saludó con la cabeza al bedel, bajo los frescos de Prometeo trayendo el fuego a los hombres, y salieron a las sombras de los robles.
La dificultad para comprender de verdad el comportamiento de su amigo le había hecho sentir mal. Aunque no llegaba a serlo, una arritmia le nacía en el corazón. Notó el brazo de su amigo en torno al suyo y se aferró a él, aterrado por las sombras de los árboles sobre el césped fresco, el recuerdo de la locura y los muros, las pequeñas motas de polvo en torno a las briznas. ¿Por qué razón, y de forma tan abstrusa, había él abandonado la lucha? ¿Por qué se había rendido hacía quince años? No correspondía con el talento que le asignaban. Era un gran ignorante, como todos, pero escribía como Dios. Giraron juntos para contemplar el edificio del sanatorio.
–He aquí mi particular Casa Usher –dijo.
Sobre la cornisa del edificio, varios tordos, quietos y todos iguales, los miraban. Arrullaban bajo el sol del mediodía, aturdidos. Deberían ser cuervos, pensó. Tras ellos, un bajorrelieve describía una escena de cuerpos mezclados, serpientes, caballos, sátiros. Le sorprendió no haberse fijado en él cuando había entrado. Se palpó el bolsillo de la americana en busca de su libreta, pero no estaba, la había olvidado sobre la mesa en la sala de visitas.
–Supongo que, si esto fuera un cuento de Poe, terminaría derrumbándose con nosotros dentro –dijo.
–Me conoces como si fueras mi espíritu –y la sonrisa de Claudio volvió a abrirse como libro de páginas arrancadas, su piel negra tomaba bajo el sol un extraño cariz de letras de imprenta, apretujadas vocales y consonantes formando palabras de un idioma ininteligible. –El final de esta historia es bien conocido, hermano –añadió.
–Cierto, fuimos hermanos de letras una vez. Sólo que tú abandonaste, te dejaste llevar por una furia ciega y sin sentido. La vanidad te pudo e inventaste una historia inverosímil, como un escritor cualquiera. Cuando nadie quiso creerte, cediste ante la idea sencilla de la locura. Por eso viniste aquí, un camino fácil en comparación con el de la escritura.
Claudio pareció pensar en lo que su visitante acababa de decir.
Intentó continuar hablando, pero el aliento le abandonó. Aún estaba cogido del brazo de Lasto, con la espalda doblada, como si le faltara la fuerza para continuar andando. Se dirigieron a una casa próxima al sanatorio, dentro de los límites del recinto. La casa donde viviera en tiempos el servicio y acaso el jardinero, el responsable de mantener semejante selva bajo control. Cada vez más débil, acusando a cada paso las arritmias de su antiguo corazón, pensó por un momento que sería incapaz de llegar hasta aquella casa, adonde Claudio parecía querer llevarle.
–Pues claro que yo escribí El pozo y el péndulo. –dijo– Bien lo sabes tú. Antes de haber leído una sola línea suya, yo ya había escrito, palabra por palabra, aquel cuento. Como si alguien me lo dictara. El mismo Poe desde la tumba, quién sabe. El día aciago en que me trajiste su libro y pude comprobar que todo era en vano, es mejor no recordarlo. De ese instante a la obsesión, de ahí a la insania, distan apenas unas cuantas noches. Y si no lo entiendes, es que aún no has perdido la razón.
Dejaron a su derecha el edificio principal. Las columnas cesaban en aquel lado del manicomio, que presentaba un aspecto mucho más prosaico. Toda grandilocuencia quedaba reducida a unos ventanales que recorrían el costado del sanatorio, la luz entraba en grandes oleadas. Dos hombres y una mujer los miraban desde el interior con los ojos entornados. Los vieron caminar sin hacer ningún gesto, las caras llenas de luz, la mirada protegida bajo la palma de la mano. Detrás, oscuridad.
En el extremo final del edificio, entre la maleza y bajo la sombra de un roble, un loco en bata blanca se afanaba en arreglar un biciclo, cuya rueda posterior era mucho menor que la rueda delantera. Los miró y saludó a Lasto con un movimiento de barbilla. Tenía la bata impoluta, perfectamente planchada, como la de un doctor. Pero se limpiaba las manos en ella sin descanso, como si manipulara una bicicleta convencional, con su cadena llena de grasa, solo que el seco artilugio que tenía ante sí carecía de engranajes. Ambas ruedas estaban separadas, sin relación alguna. No había grasa que la bata pudiera limpiar. El biciclo estaba oxidado, y la rueda posterior había perdido su forma circular, era como un gajo pequeño deformado, con tres o cuatro radios rojos de herrumbre. La rueda delantera estaba en perfecto estado, pero en comparación con su homóloga era grotesca. Cuál será, pensó, el propósito de este hombre, puede que con esta bicicleta del pasado viaje a través del tiempo, a épocas de mayor cordura, de mayor felicidad. Sobre este hierro negro, si es que alguna vez puede enmendarlo, acaso pueda transitar las sombras a través de los muros, y ser capaz de mantener su futuro en pie contra esta pequeña e insignificante muerte. Se quedó mirando al lunático, que sufría porque era incapaz de asemejar ambas ruedas. Dejaron atrás el manicomio y los suspiros desconsolados del hombre que miraba el biciclo asimétrico.
Al fondo, rodeada de verdes parajes, se iba destacando con la lentitud de sus pasos la casa anexa al edificio principal. Le resultaba lejanamente familiar. Como si de niño, por las noches o en sueños, hubiera entrado en ella a jugar con otros niños, o con fantasmas solitarios. Aquella fachada blanca con la puerta ínfima y los tres cipreses ante ella le traían un recuerdo que no lograba asir, pero que desde luego despertaba en él la nostalgia de sus primeros años. Inconfundiblemente, como si fuera dos personas, sentía lo mismo que cuando miraba la institución de San Rafael desde su habitación.
–Seguro que ya lo sabes, pero es una vieja tradición de este sanatorio el hacer retratos de todos cuantos habitan sus muros. Como es natural, y después de tantos años, yo también he sido retratado. Me gustaría enseñártelo. De hecho, el único motivo por el que he aceptado tu visita es para que pudieras ver mi retrato. Allí, en aquella casa, están todos.
Dichas estas palabras, aferró su brazo más fuerte, pues sentía cómo le flaqueaban las piernas. Cuanto más cerca estaban de aquel lugar, más débil se sentía.
–Entonces, ¿de verdad escribiste ese cuento, el exacto cuento?– preguntó.
–El mismo. Todo salvo por una sola palabra. Hay una palabra íntegramente de mi autoría. Donde Poe y Cortázar escribieron Poca finalidad y menos esperanza tenían estas investigaciones, pero una vaga curiosidad me impelía a continuarlas. Yo escribí inquisiciones. Elegí, hermano, inquisiciones en lugar de investigaciones. Me he asido a esa sola palabra durante este tiempo. Mi entera identidad, los restos que quedan de mí, han sobrevivido amarrados a esa palabra, tiritando en el naufragio, como tú ahora mismo.
En verdad estaba temblando cuando llegaron ante la puerta, cerca de los tres cipreses, apenas pisando sus sombras. Allí, al parecer, estaba el retrato de Claudio.
–Puede que ahora parezca superfluo, pero yo sé que este largo preludio de quince años ha sido necesario. Los incrédulos tardan en ser señoreados.
Empezaba a estar cansado de su retórica, y su mano agarrando su antebrazo le atenazaba el espíritu. Trabajosamente, arrastrando los pies como un anciano, entró, de la mano de Claudio, en aquel lugar que albergaba los retratos de todos los lunáticos de San Rafael. Por las ventanas entraba toda la claridad del mediodía, y el visitante notó el cambio de temperatura, el repentino calor. Se dirigieron hacia un extremo de la habitación y comenzaron a bajar por una escalera de caracol. Los pasos de Lasto sonaban metálicos con cada escalón. Él, sin embargo, apenas producía un rumor leve cada vez que bajaba un nuevo peldaño. Bajaron muy juntos, girando despacio durante unos segundos, en los que un agradable mareo fue conquistándolo conforme aumentaba la oscuridad y dejaban atrás la luz de la superficie. El calor se disipó pronto. Al fin, tras lo que le había parecido un largo descenso, se detuvieron.
El lugar estaba tenuemente iluminado. Pequeñas teas a ambos lados del largo pasaje resplandecían bajo la bóveda de oscuridad. En el fondo, el fuego parecía más bien un resplandor blanquecino. Comenzaron a andar pegados al lado izquierdo, para poder absorber un poco de luz. El visitante arrastraba los pies y, bajo los losas del suelo, se notaba el murmullo de una corriente de agua. Tal vez era la culpable de la humedad de la sala, que había ido cubriendo de moho la pared junto a la que caminaban. Unos pasos más adelante atisbaron ya los primeros cuadros bajo la luz incierta de las teas.
Vio viejos bufones mal pintados, con rostros blancos y vivas mejillas. Ancianos venerables con sonrisa diabólica, mancos con ratones al hombro, presumiendo de su mascota, caras simétricas de expresión estólida. Un hombre adulto los miraba desde uno de los cuadros con satisfecha sonrisa, sin cejas, barba o cabello alguno en su rostro o cabeza. El fondo de todos los retratos, de una oscuridad brillante, sugería la locura del pintor.
Tras unos minutos, cuando la oscuridad, apenas iluminada por un par de lámparas de aceite de cetáceo –ya no había antorchas, por eso la luz era gris–, era más profunda y sus pasos sonaban solitarios, independientes el uno del otro, Lasto se detuvo.
Contemplaron el retrato. El musgo y la humedad habían roído el marco, y una profusión de hongos blanquecinos inundaba los extremos del lienzo, como fuego helado. En el centro, a punto ya de desaparecer, aún podía verse el rostro pintado al óleo. Era él. Era él, no cabía duda.
–Ahora entiendo por qué me has traído aquí. Yo soy una inquisición más destinada a morir.
–Mi querido amigo, del mismo modo que nuestra particular Casa Usher no se ha derrumbado, tampoco ningún ejército francés vendrá a salvarte del pozo y el péndulo. La muerte nos visita sin remisión alguna. –sonrió, y bajo la luz cenicienta de las lámparas, sus dientes parecían de humo.
Volvió a mirar el retrato, que tan bien había plasmado los rasgos, la sonrisa libresca, el aura amarilla de los miembros y los movimientos del negro Lasto. Miró nuevamente la cara de Claudio, y sintió que su rostro hecho de letras negras e incomprensibles cobraba una mínima legibilidad y algo entendió al ver cómo se esfumaba, cortado por una guillotina invisible, el cuello y el rostro de Claudio, el suyo propio. Sintió náuseas, e incapaz ya de mantenerse en pie, sucumbió ante la última arritmia de su corazón, derrumbado en el suelo de la cripta ante los retratos de los locos, sabedor de la triste mentira que Lasto, su irónico retrato, acababa de revelarle, descubrió antes de la muerte que todo cuanto creyó falso era verdad, que Poe puede ser repetido como un espejo de limpia locura.
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