López descabalgó de la motillo y miró, otra vez, desde la loma, hacia el Rancho de Smith: doscientas leguas de pasto y cielo. Cielo pero también paraíso de hermosas vacas cimarronas con zanja de espino alrededor. La mansión de Smith linda con el río y a veces brillan igual, pensó López. Desde la loma observó la parabólica y la reciente iluminación de la canchita de fútbol y aguzó aún más la vista para entrever el revolver de calibre treinta y ocho en el segundo cajón del lado derecho de la cama, como guiñándole un ojo.
López solía pasar así las sobremesas, contando las vacas de Smith, rasgueando al azar su viola, echándose al buche un par de empanadas hasta que llegaba sobre las doscientas una, doscientas dos, y por fin le entraba el sueño.
Tuvo López en un tiempo la ilusión de comer de lo que daba su negocio. El Pequeño Versalles era un colmadito con barra americana que importaba cerveza adulterada del Brasil. Los viernes López solía alquilar el equipo de música de Smith. Al principio funcionó. Eran años de bonanza contrabandista y el pequeño generador apenas podía con los watios de las canciones villeras y los focos halógenos.
Un febrero se pudo permitir dos bailarinas livianitas de ropa que le terminaron por llenar el local y el puchero.
Al verano siguiente, Smith inauguró su Palacete Musical con cuatro mulatas cuatro y una banda de Matto Grosso do Sul con sección de vientos.
Desde entonces sólo le quedó a López la ilusión de robarle toditas sus vacas.
López sabía que lo más peligroso a la hora de robar vaquitas eran las orejas. Y Smith disponía de tres buenas dentro de la villa. Las dos de Rodríguez, desde que sacó a su hijo al puesto de salud más cercano y le salvó la vida y la solitaria del Aduanero –la otra la perdió en una accidente automovilístico, nada de Van Gogh– por sus cuotas mensuales de alcohol y carne fresca.
Así las cosas, López sabía que al abigeato mal parido le nacían los llantos de tu viuda y una caja de pino. Necesitaba ensayarse, sí, pero jugando de local un amistoso. Una vaquita empezó a desaparecerse de la granja de su compadre Wasmer.
El indio Wasmer accedió a dejarse robar una vaquita durante las noches claras con la condición de que López le dejara participar en el negocio. Sin más camioneta que la motillo, ni tijera de alambre que las manos, ni maldad alguna sino sentir como se les subía la sangre a la cabeza (como con la mejor caña) cuando la vaquita saltaba, op, tambaleaba, y ya estaba del otro lado, lista para escapar, todavía un poco mareada, al carneo o al Brasil.
A López se le venían entonces unas ganas feroces de aullar, albricias, hurras, que ni Carl Lewis en el 84. Wasmer parecía sonreír.
Oír no sé, pero algo se olió Smith en aquellos autorrobos que se hizo contratar a un vigilante argentino de gatillo fácil. Lo anunció en misa de doce, presentándolo no sólo como la tranquilidad para sus sueños de prosperidad, sino como eficiente procurador también de los ajenos.
Esperemos que no eternos, pensó López, mientras peritaba el fruncido de su entrecejo asustador y los calzones de piel de puma cadáver.
Solía el argentino de gatillo fácil cabalgar solo, enlutado de noche entera, pesquisando los márgenes del Rancho. Una vez contó, mientras codiciaba caderas casi prepúberes, que hacía demasiado tiempo que no pegaba un tiro al aire, rió, no sé si me entienden. López y Wasmer entendieron. Quería decir que tenía ganas de coger.
López y Wasmer siguieron entrenándose hasta depurar el método. Eran maestros en el arte de tranquilizar a las más huidizas, de azuzar a las rezongonas. Hacía meses que ya tenían un plan, había llegado el momento de ponerlo en práctica.
Les costó conseguir mujer para el argentino (la trajeron de la frontera) y juntar la plata para el alquiler de la camioneta. Pero diez de las doscientas nueve vacas de Smith, con todos sus solomillos, pancetas y lomos inmaculados, se estaban yendo ya del Rancho como las ovejitas de sus sueños, rumiando su justicia poética.
Y justito en aquél estreno, cuando López andaba ya pensando en su lechera, cuando ya lograban hacer saltar a tres vaquitas, casi sin rasguños, cada quince minutos, y las vacas estaban tranquilas en el camión, una brahman paticorta de trescientos kilos se asustó por un lejano disparo y se le enredó un pie en la zanja. A la vez que mugiendo aterida aplastó su cráneo, y con él los sueños de López, contra una hermosa piedra caliza.
Casi clareaba y el indio Wasmer y López lloraron largo todas las cervezas de los preparativos, tantos esfuerzos y tanta plata invertida, pero no era eso.
Ni cowboy argentino de gatillo fácil ni fama de ladrones pueden competir con la tristeza de trescientos kilos de vaca todos tumbados todavía al amanecer, con sus solomillos, y sus lomos y sus cuernos y el corazón aplastado por su propio peso sin poder hacer nada más que estar paraditos, con la mitad ya afuera y la otra adentro, paralizados, esperando no sé sabe qué castigo merecido.
Wasmer convenció finalmente a López para bajar y devolver rápido las diez vacas del camión y escaparar ligeritos hasta la frontera.
Tres horas más tarde, acurrucado en el asiento trasero, sin ganas de hablar, haciéndose el dormido, rasgueando una viola imaginaria, López ensayó la imagen con la que a partir de entonces se soñaría todas las noches
La vaca ya está muertita,
a la sombra un olmo seco,
sólo da pájaros la pobre
como flores al entierro
Hilo Musical:
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