I aquest teu disseny artístic fa palesa,
Dins les terres de ponent, la terra ferma
Rosa Pares
A veces me pedías lo imposible. Higos frescos por Sant Esteve, ramilletes de romero después de jornadas abrasadoras bajo el sol o quedarme a tu vera toda la noche. Decías que mi presencia te confortaba más que el calor del fuego. Me necesitabas para ahuyentar los demonios de tus sueños y para peinarte las trenzas antes del canto del gallo. En el pueblo decían que, por tratarte mal el destino, tenías derecho a exigirle más a la vida. Y yo, me lo creía. Por eso te bordaba en las noches frías, a la luz de las velas, bonitos cuellos para el vestido de los domingos o te regalaba las longanizas más sabrosas a escondidas de tus hermanos. Tú te las comías sin agradecérmelo, reías con la boca abierta y los restos de butifarra entre los dientes y te limpiabas los labios con un gesto de amarga satisfacción.
Cuando celebrábamos la matanza del cerdo, cada tercer domingo de enero en luna menguante, yo ya les advertía a tus hermanos que dejaran de pensar en el rabo frito, que también esta vez te tocaba a ti. Ellos asentían, entretenidos en avivar el fuego con las ramas de árgoma para chamuscar a la bestia degollada. Arnau era el único que se revelaba contra mis decisiones. Se enfurruñaba con los brazos cruzados y ocultaba sus respuestas bajo un silencio roto por gruñidos que no sabía disimular. Como tampoco disimulaba el ansia por sacrificar al cerdo. Se lo veía en su impaciencia violenta cuando el matarife tardaba en perforar la mandíbula del animal o en los golpes que le propinaba, porque solo, no tenía la fuerza para arrastrarlo hacia el banco del matadero. Sobre todo, se lo notaba cuando blandía un cuchillo imaginario con una sonrisa de rabia que me hacía temblar por dentro. Tu padre se enorgullecía de su arrojo, por algo era l´hereu, el futuro dueño de la casa, de las tierras y del corral. Tú no lo veías. A ti te mandaba a la alcoba, bien lejos del cobertizo para que no te llegaran los chillidos desesperados del animal. Aun así los oías y cuando regresábamos, cansados y mugrientos de sangre, te encontraba acurrucada bajo la cama, el rostro desencajado y surcado de lágrimas. Por eso decidí que Canet durmiera a tu vera. Me servía de guardián y a ti de acompañante. A tu hermano, Arnau, no le gustaba. Decía que sus gemidos le despertaban mucho antes que el canto del gallo y que de tan mestizo parecía un gato pelado en vez de un perro. Tú defendías a Canet y a solas me preguntabas si era tan feo como decía tu hermano. Eso no lo sabias detectar con tus manos como lo hacías conmigo cuando me palpabas el rostro. A veces te daba por taparle las orejas, una puntiaguda, la otra caída, como si pretendieras evitarle los insultos que Arnau le arrojaba de puro desprecio. Tu padre le daba la razón a tu hermano, el perro no servía de nada si se asustaba con los truenos de las tormentas y se pasaba el día rascándose las pulgas. Pero yo sabía cómo convencerle y qué hacer para que no lo echara a patadas de casa. Era fácil lograrlo. Un poco de vino del bueno para cenar y a cumplir con el deber conyugal. Así, al día siguiente se levantaba de buen humor y hasta silbaba como un jilguero en primavera. Era cuando le pedía que el perro se quedara contigo. Tu padre consentía mis peticiones, supongo que era una manera de compensarme por la irritación que me quedaba allí abajo. No me lastimaba queriendo, lo sé, pero siempre he sido demasiado estrecha para tanto hombre.
A veces también me pedías lo posible. Una cucharada de miel sobre la rebanada, un cordón más corto para los botines, para no tropezarte cuando se desataban, o que te explicara historias de mi infancia. Ay, Carmeta, si casi no la tuve. A los seis años me mandaron por primera vez a la escuela. Recuerdo que estrenaba una bata blanca y llevaba las alpargatas cepilladas y limpias como nuevas. Yo era de las pequeñas, Cristofòl con sus doce años, el mayor. En la sala superior de la rectoría, el mossèn nos enseñaba a escribir y a leer a los niños del pueblo. Cuando me llamaba para escribir las letras en la pizarra, intentaba esforzarme, pero apretaba tanto la tiza que siempre era la que más se manchaba los dedos de blanco. Con lo que más disfrutaba era con las leyendas de Sant Sebastià que el pare Damià nos mandaba leer. El mossèn me asignó el segundo pupitre al lado de la ventana que daba al huerto del párroco. Tenía suerte, porque me tocaba el sol a media tarde y me parecía que calmaba el dolor de los sabañones en las manos.
A mis ocho años, padre empezó a enviarme al campo después de llegar del colegio. Al principio me divertía atar el trigo en fajos abultados que luego acarreaba sobre la espalda. Me afanaba en demostrarle que podía tanto como él o como mis hermanos mayores. Pronto se acabó la diversión. Regresaba a casa con los brazos y el cuerpo molido, el rostro y las pestañas cubiertos de polvo y la lengua seca. Prefería los días en los que me quedaba a ayudar a tu abuela a fregar los platos o a darles de comer a las gallinas y a los conejos. Cuando madre volvía con la cesta repleta de huevos, escogía el más grande, lo partía sobre un cuenco de barro y me lo daba a beber. A mí el sabor ácido no me gustaba, pero obedecía. Porque según ella, los huevos crudos ayudaban a crecer y a parir hijos sanos.
Me pedías que te hablara de los jueves, el día de la colada, en los que no iba al colegio. Te repetía que bajaba con madre al lavadero que se hallaba pasado los huertos. Desde el camino ya se oía el guirigay mucho antes de llegar a las tomateras de Serafí. De rodillas al agua, las mujeres hablaban en voz alta o se reían a carcajadas. No siempre eran risas, también chismorreaban susurrando del mossèn o del descarrilado hijo de Can Vila. Yo no las entendía del todo, pero ver a madre sonriente, me gustaba. A veces alguna empezaba a entonar una canción y entonces el resto la seguía al unísono. Yo también, porque en seguida me aprendí la letra:
Maria de l´alma mía. No tiris aigua al carrer.
Que les pedres són blanques. Com les flors de l´atmetller.
Entre cantos y habladillas, ayudaba a enjuagar la colada, a frotarla con un jabón que se resbalaba de las manos, a refregar la ropa y a tenderla sobre la hierba o a colgarla de las ramas. Al atardecer regresábamos a casa, cada una sujetando el asa del barreño con la ropa seca y doblada por la mitad.
Mi infancia te fascinaba. Sentada junto al fuego, me preguntabas cómo veía los colores del cielo como si en mi época fuesen diferentes y si en días de lluvia el bosque también olía a tierra, a agua, a vida. Decías que existían aromas que marcaban. Yo te recordaba a la leche recién ordeñada, tu padre a la trilla de los cereales, tu hermano Pepet al humo del fuego —siempre se calentaba las manos a su vera— Augustí, en cambio, olía a estiércol. Le tocaba a él cuidar de los puercos. De Arnau no querías hablar. Huele a malo, se te escapó una vez. Por suerte, me lo dijiste a solas, sin la presencia de tu padre, que te hubiera castigado con una buena zurra. Era muy rápido quitándose el cinturón.
Y un buen día me pediste tocar el mar. Ay, Carmeta, qué sobresalto más grande. ¿Cómo íbamos a hacer eso con la faena que nos esperaba a diario? Si ni siquiera sabía cómo se iba a la costa. A nosotros, los de tierra adentro, los del pueblo secano, el mar nos quedaba demasiado apartado de nuestros hogares. Pero tú insistías. Eras tozuda como las mulas. Una mañana, le consulté a tu padre. Él me miró sorprendido, tomó un trago del porrón y me mandó avivar el fuego. Sé que reaccionó así, porque no tenía respuestas que darme. Tampoco él sabía cómo compensarte lo que te diferenciaba de nosotros. A lo sumo te llevaba a Cervera, a las fiestas del Santo Cristo, pero allí no había mar que tocar.
Yo te miraba apenada, muda, sin encontrar la manera de consolarte. Después de cada silencio, te retirabas despacio, palpando la pared de la cocina, luego contabas los pasos hacia tu lecho para tumbarte en él. Tu tez blanquecina, tu cabello castaño recogido en trenzas sobre la espalda, tu mirada verde e infinita, sin ningún horizonte. Así me imaginaba el mar. Desmedido y sin límite. Como una superficie ondulante en la que los peces saltan al aire para dejarse caer.
Fue por ti porque empecé a preguntar. A las del pueblo, al ambulante que nos vendía cacharros cada primero de mes, a los que nos compraban el trigo después del segado. Me ayudaron a trazar la ruta hacia la costa, solo faltaba convencer a tu padre. Antes, decidí pedir la opinión del mossèn. Una mañana de domingo, el sol caía sobre la cabeza como un tormento, me dirigí hacia la parroquia. Era temprano, faltaban más de dos horas para la misa de una. Al no encontrarle en el presbiterio ni en la sacristía, di una vuelta alrededor de la iglesia. Estaba sentado bajo la sombra de una higuera, tenía los ojos a medio cerrar y el labio superior salpicado de pequeñas manchas moradas. En el suelo, tirados, las pieles de las brevas. En seguida pensé en tus deseos de comerte los higos en invierno, en tus peticiones extrañas a las que no me podía negar. Le pregunté si podía atenderme. El mossèn era un hombre de edad avanzada, tenía la barbilla pigmentada de verrugas oscuras y el cuerpo consumido bajo la sotana negra. Aún enjuto y viejo, me causaba respeto. Tú me decías que su voz te recordaba al sonido de las ruedas del carro al atravesar las piedras y en eso pensaba cuando me llamó a su lado. Me costó preguntarle si debíamos llevarte al mar. No pareció sorprendido, más bien hastiado cuando me contestó con desgana que no perdiera el tiempo con tus caprichos. Que Dios me había dado tres mozos fornidos para las tierras y una flor marchita para regarla en casa.
El Señor es testigo que intenté seguir el consejo del mossèn.
Acababas de cumplir diez años cuando te mentí por primera vez. Desde Sant Esteve llevabas insistiendo de nuevo en poder escuchar los rugidos del mar. Yo ya me había olvidado de tu petición y creía que tú también. No te servían los cuellos que te bordaba a la luz de la vela ni las hogazas de pan que compraba para ti. El mar, me suplicabas en cuanto oías mis pasos en la cocina, llévame al mar. Y a mí se me desgarraba el alma, Carmeta, porque ya intuía que no ibas a desistir.
Sin la ayuda de tu padre, no me veía capaz de satisfacer tu sueño. Él llevaba semanas mal humorado, la niebla y las heladas le impedían labrar los rastrojos y soportaba el dolor de una herida que se abría a cada esfuerzo. El cuchillo recién afilado había sido más rápido que sus reflejos al degollar un conejo. Se rajó el antebrazo. El corte profundo por poco le desangra si no hubiera sido por la destreza de Arnau que le taponó la cuchillada. En eso tu hermano sabía cómo reaccionar a diferencia de los otros y era una buena manera de evitarse el cinturón cuando tu padre aguantaba al mossèn tantas veces quejarse de su falta de atención en las lecciones. A Arnau no le interesaban los números y mucho menos las letras. Tu padre le excusaba por lo mucho que le ayudaba con las tierras o con el cuidado de las burras, no le castigaba sus ausencias en la escuela por su buena puntería. Nada le satisfacía más que unas buenas perdices estofadas.
Ese invierno gélido y gris, de escarchas blanquecinas al amanecer, no eran momentos de hablarle a tu padre del mar. Por eso tomé la decisión de engañarte sin contar con él. Te prometí llevarte a tocar lo que tanto ansiabas hacer. Solo debíamos esperar unos meses y guardar el secreto.
La primavera llegó antes de lo previsto. Los campos adquirieron los colores de las amapolas y de la colza que tantas veces intentaba definir para que pudieras imaginarte la belleza del paisaje. El trigo verde y limpio se agitaba en los prados a compás del viento y brillaba furioso bajo el sol. Las espigas maduras ondulaban de arriba abajo, de abajo a arriba como me contaban que hacían las olas del mar.
Lo dispuse todo para la tarde del primer domingo de mayo. Tu padre después de comer, se distraía en el «café» del pueblo. Jugaba al dominó y se permitía una copita de coñac. No mucho más. El dinero lo guardaba para la nueva segadora o para las botas de Arnau. En el bar se pasaba la tarde con las fichas, fumando algún que otro cigarrillo. A veces, cuando tocaba hablar de la cosecha o si el alcalde centraba la conversación, volvía más tarde de lo habitual.
Iba a llevarte al mar, te lo avancé esa mañana de domingo mientras te trenzaba el cabello. Buscaste mis manos para apretarlas con todas tus fuerzas. Luego, tu risa, nerviosa e ilusionada, me contagió. Parecía tan niña o más que tú. Me acordé de mi madre, de los días de la colada en la que sus carcajadas en seguida me provocaban unas sonrisas de complicidad.
Después de la misa, durante la vuelta a casa, anduviste callada cogida de mí brazo, dos veces estuviste a punto de tropezar. Tenía la impresión de que tiritabas a pesar de que llevabas la rebeca abrochada hasta el cuello. Tus hermanos corrían camino abajo. Como siempre, Arnau, el primero en llegar al camino hacia las fincas de Tomasín. A tu padre se le inflaba el pecho, pero cuando te miraba a ti de reojo, parecía que se le escapaba el aire por la boca.
En cuanto recogimos los platos de la comida, nos quedamos a solas. Te ayudé a lavarte la cara, te la habías ensuciado al no acertar con la cuchara y te trencé el cabello de nuevo. Me preguntaste si eras guapa. Carmeta, lo eras. Pálida de piel y los labios sonrosados me recordabas al hermoso rostro de la Virgen que adornaba nuestra alcoba. Estabas nerviosa por acercarte al mar y yo arrepentida por hacértelo creer. Afuera el sol resplandecía con ganas, el cacareo de las gallinas se agitaba con los gruñidos del puerco, pero el latido de mi corazón sobresalía por encima de los ruidos de los animales.
Iniciamos el trayecto. Lo tenía bien estudiado. Cruzamos el camino de la colina hasta las oliveras del pueblo vecino, l´Aranyó, y antes de llegar nos desviamos hacia els pallers de pedra. Allí nos detuvimos. Te hice sentar sobre unas piedras para explicarte que existían muchos tipos de mares. Los de las costas de agua salada que picaba en los ojos si te mojabas la cara, los océanos de los peces salvajes donde habitaban bestias marinas, y luego había otro. Un mar diferente, sin agua, sin barcos sumergidos en sus profundidades. El mar del trigo y de la cebada, el de los navegantes de arenas secas, el mar de nuestras tierras. El mar del Canós. Tú me mirabas sin verme, la boca convertida en una mueca de confusión. Te ayudé a levantarte para acercarte al margen del campo y nos arrodillamos ante él. Estamos en la orilla, te susurré. Durante unos instantes permanecimos calladas. La marinada soplaba con fuerza y ondeaba las espigas doradas como olas. Acerqué tu mano para que acariciaras el mar mientras describía el salto divertido de los peces. Allí uno azul, más allá otro verde y aquí cerca uno morado se acababa de zambullir entre la espuma de las olas. Y al fondo, unas gaviotas acechaban sus presas en silencio para no ahuyentarlas. Me pediste que te acercara más. Te dejé avanzar unos metros. Tocabas las puntas de las espigas con timidez hasta que poco a poco te arrodillaste mientras el trigo rozaba tu rostro. Te hacía cosquillas y tú te reías. A mí se me erizaba el vello y me senté a tu lado. Decías que oías el movimiento de las espigas y yo te contestaba que era la melodía del mar. Me preguntabas si veía más peces y yo te decía que sí. El viento jugaba con tus mechones y tú escuchabas su eco sobre el mar. De repente, rozaste de nuevo las espigas y murmuraste que olía a padre cuando volvía de la era. Sí, te di la razón. Porque padre, en los días de más calor se refrescaba en las aguas secas del mar del Canós. Tú asentiste todavía con un mohín de asombro entre las comisuras de los labios. Me preguntaste si se divisaba algún barco, si los marineros que cruzaban los mares sabían nadar, si también había peces privados de la vista y otras dudas a las que no supe que contestar. No te importaba. De vuelta a casa sonreías y quisiste saber si algún día te llevaría a los otros mares, a las de aguas saladas.
Y te mentí de nuevo.
El mar del Canós te dejó pensativa. A la hora de cenar, te mostraste desganada, tenía que insistir para que te acabaras la sopa de tomillo que tanto te gustaba. Estabas cansada. Te dije que te acostaras y te ayudé a desvestirte. Acurrucada en tu lecho, no tardaste en dormirte. Tus trenzas deshechas se desparramaban sobre la espalda bajo la penumbra y te hacían parecer mayor. Esperé unos momentos hasta escuchar tu respiración lenta y acompasada y pensé que así debían de ser el sonido de las olas al deshacerse de noche en las orillas.
Al día siguiente, no me enteré hasta la hora de comer. Me había entretenido toda la mañana en la cocina para el caldo de ave, el plato preferido de Pepet. Me costó inmovilizar a la gallina para cortarle el pescuezo. Sangraba mucho la bestia, más de lo que le podía haber cabido en ese cuerpo menudo. Antes de desplumarla, vertí la palangana con el líquido oscuro y espeso en un cazo. Guardaba la sangre para freírla para la cena. Luego me entretuve con la sopa y seguí pelando patatas de las que tu padre había recolectado y guardaba satisfecho en el desván. Tenía buenas esperanzas para las próximas cosechas, las mejores de los últimos años.
Nada me hacía presagiar lo que iba a suceder después.
Cuando escuché los gritos de tu padre, supe que algo iba mal. Antes de que pudiera reaccionar, Pepet embistió la puerta de la entrada y escuché sus pasos veloces acelerarse hacia mí. Tenía el rostro desencajado y me gritaba que me apresurara, que algo había pasado. Yo ya intuía que se trataba de ti.
No sé por qué recordé la gallina degollada y la sangre vertida en el cazo.
Afuera ante la iglesia, se congregaban algunos vecinos del pueblo. Tu padre agitaba los brazos, alguien gritaba por encima de todos, Tomasín se apresuró a traer el carro. Pepet les había avisado que te habías caído y que no te movías. Se precipitaron hacia el camino que llevaba al mar del Canós. Yo corrí tras ellos, cogida del brazo de mi vecina porque no me tenía en pie. Sentía el latido de mi corazón como si batiera por las dos.
Te encontramos enseguida. Desde el margen del campo, a unos metros por encima de la finca lindante, te descubrimos tendida en el suelo. La sangre te cubría el rostro y el cuello. Arnau te taponaba una herida de la pierna con su camisa enrollada y sucia como aquella vez que asistió a tu padre. Cabizbajo, sollozaba con el rostro marcado por los surcos de las lágrimas. A su lado, los hijos de Can Solé y Can Vila evitaban mirarme.
No reaccionabas a mis gritos. Tu padre evitó que me arrojara a tu lado.
Tardaste meses en recuperarte. El médico te obligó a guardar reposo por tus costillas fracturadas y yo no podía dejar de compararte con aquella gallina a la que tanto me costó atar para cortarle el pescuezo. Postrada en el lecho, dirigías tu mirada vacía hacia las vigas y durante horas permanecías quieta, sin quejarte del dolor o del aburrimiento. Acariciabas el lomo de Canet que permanecía junto a ti y te lamía las manos o jugueteaba con el lazo de tu camisón. A ratos me sentaba a tu lado, con un trapo bañado en agua de tomillo, te humedecía la cicatriz que te cruzaba la frente. Intentaba convencerte de que Arnau no era tan malo como tú le tildabas ahora ya sin esconderte ante tu padre. A tu hermano le pudo la travesura de la juventud, la vanidad de sentirse gallo ante sus amigos. Arnau nos había espiado cuando te llevé a descubrir el mar del Canós y se le ocurrió gastarte una de las suyas. Pepet nos reveló cómo tu hermano te llevó engañada para enseñarte otro mar. Te empujó campo adentro. Allí quedaste paralizada, le pedías que te ayudara, que no te dejara sola. Arnau empezó a gritarte, que corrieras deprisa, que huyeras bien lejos para escaparte de las bestias marinas. Tú dabas vueltas sobre ti misma mientras movías los brazos en un intento de apartar a los monstruos. Te vieron acercarte al precipicio sin llegar a tiempo de salvarte de la caída.
El médico dijo que el golpe sobre las piedras podría haberte matado. Había sido un verdadero milagro. Te alababa por reprimirte el dolor mientras te cosía la cicatriz en la frente y te desinfectaba la herida en la pierna. Una heroína, te llamó. La heroína del mar del Canós, añadió sin desvelarte el secreto de que las bestias nunca estuvieron acechándote.
Desde entonces tejí una historia para olvidar la verdadera. Te llamaba como lo había hecho el médico, la «heroína», la que logró huir de las aguas secas sin que las bestias monstruosas lograran atraparte. Ni siquiera tus hermanos se atrevieron a salvarte por miedo a ser engullidos. Muchas veces, cuando padre se retiraba a dormir, yo te retenía junto a mí, echaba más leña al fuego y preparaba un tazón de leche. Nos sentábamos juntas de cara a las llamas y me pedías que te explicara como huiste de las bestias marinas. Y a base de repetir la historia, acabé creyéndola. Fue un alivio para mí. Ay Carmeta, tal vez nunca debí de haberme inventado el mar del Canós y debí de haber hecho caso a mi madre y tomar más huevos crudos. A lo mejor te hubiera parido sana. Pero ya era tarde y la vida nunca se detiene ni puede retroceder.
Pasaron los años y el accidente se convirtió en recuerdo. Como todo lo que sucedió después. Como los bailes de la fiesta mayor en la que danzabas con Pepet, porque nadie más te pedía para bailar, como la partida de tus hermanos, uno tras otro, para cumplir con las milicias o como tu padre, que nos dejó una mañana temprana mucho antes de que la niebla cubriera el pueblo como una manta gris.
No me volviste a hablar del mar.
Yo, tampoco.
Desde aquel día, en el que cruzaste el mar del Canós, sé que algo cambió en ti. Empezaste a rechazar mi mano para salir de casa, te espabilabas con un bastón que Pepet te talló por sorpresa. Insistías en vestirte sola, en lavarte sin mi ayuda. Ya no me necesitabas para envasar las aceitunas o purgar los caracoles. Para ello me pedías que dejara las garrafas siempre bajo la misma estantería, los ajos nunca fuera de la cesta del suelo, las olivas en la palangana habitual. El orden era tu mejor aliado en la cocina. Detectabas por ti misma la presencia de ratas en el desván o si les faltaba agua a las gallinas. Llenabas la cesta de huevos y pelabas las almendras con una paciencia que yo no tenía. A cada paso que lograbas sin mi ayuda, parecía que hubieras dado dos. Tú misma acabaste con el sufrimiento de Canet. Cuando sus patas mestizas ya no le aguantaban y entendiste que sus vómitos eran de sangre, le pediste prestada la pistola a tu hermano. Con su ayuda inmovilizaste al perro. Él te ayudó a encañonarlo, pero fuiste tú la que disparó el gatillo. No lloraste. Solo dijiste que a la vida había que mirarla de frente por mucho que tuvieras los ojos secos. La oscuridad que te envolvía ya no se inmiscuía en tus propósitos.
Nunca más me volviste a pedir lo imposible.
Marimén Ayuso (Barcelona, 1962), filóloga anglo-germánica, políglota, traductora y escritora.
Ha escrito las novelas La Palabra en la Mano (Carambuco Ediciones, 2017), Los vértices de Dios (Ediciones Salinas, 2022. Finalista I Certamen Martín Fierro de Denuncia Social) y Pez de asfalto (Editorial Extravertida, 2024. Finalista II Premio de Novela Ciudad de Lebrija).
Coautora, como miembro del Grupo Bojador, de Mejor no te cuento, una trilogía de relatos sobre tabúes, fobias y filias, y Lacras (relatos, obra colectiva).
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