En todo arte, incluso en el de la ficción,
siempre hay alguien mirando.
Siri Hustvedt, Una súplica para Eros
¿Qué me falta a mí por ver? Si ya he visto la Gioconda en el Louvre iluminada por velas, los trigales aturdidos de Van Gogh en el momento de cabecear y rendirse bajo la majestuosidad del sol, el diván neurótico de Sigmund Freud encallado en su consultorio de la Berggasse 19 de Viena a la espera de pacientes, la cama enana de Rembrandt en forma de estuche con cortinas, las paredes desnudas del apartamento secreto de Ana Frank ocultas detrás de una librería falsa, los pasillos borrachos de moqueta del hotel Chelsea, la tumba alegre de Borges en el Cimetière de Plainpalais de Ginebra con su lápida templaria, en pecaminosa vecindad con los restos de la prostituta Grisélidis Réal, los altos vasos facetados del balneario de Valparaíso, idénticos a los altos vasos facetados del balneario de Gstaad, un trozo del muro de Berlín empleado como pisapapeles en un despacho de inversores de Wall Street, la lluvia de ranas sobre Los Ángeles en la escena final de Magnolia, el robot Perseverance explorando el vacío rojizo de Marte y recogiendo con sus pinzas articuladas muestras de polvo, de pelo, de rocas, de sombras, quién sabe qué más, un agujero en el calcetín derecho del Papa al bajarse del papamóvil, las gafas espesas de pasta negra de Onetti en la mesilla junto a su cama de Avenida de América, de donde no se levantó en quince años, escoltado por un cenicero repleto, una botella de whisky de malta y una pila de novelas policíacas, el Partenón a través del ojo de una cerradura, la belleza sonámbula de las drag queens en la noche gelatinosa de Tokio con sus sonrisas de talco y acuarela, el guante largo hasta el codo de Gilda y su forma sensual de desprenderse de esa segunda piel, a pequeños tirones de pájaro, igual que si se deshojase, la huella del pintalabios en el último vaso de agua que bebió mi abuela Catalina en su lecho de muerte, la casa azul eléctrico de Frida Kahlo en Coyoacán con su jardín exótico y sus útiles de pintar, y unas calles más allá la casa húmeda de su vecino Trotski, árida como una oficina de telégrafos siberiana, el jardín descuidado con un gallinero al fondo en el que el viejo bolchevique se relajaba cebando a sus gallinas, pitas pitas, hasta que el piolet de Ramón Mercader le abrió la cabeza de un golpe, lo que no deja de ser paradójico si tenemos en cuenta que la muerte le sobrevino en forma de pico de gallina enorme.
Si ya he visto una torre medieval, herida por la hiedra, al atardecer: un círculo de cuervos graznaba sobre sus almenas y en ese instante se oyó un disparo. La pierna artificial de mi segunda novia. Un melón cuadrado obtenido por modificación genética. Las cicatrices de Andy Warhol, después de que Valerie Solanas le descerrajara tres tiros en The Factory. Una góndola negra con cortinas negras y lámparas portando un ataúd en las aguas sombrías del Cannaregio. Dos ajedrecistas húngaros impávidos, sumergidos en agua hasta la cintura, en los baños termales de Lukács, Budapest, envueltos en el típico efluvio a huevo podrido debido a la alta concentración de sulfuro de hidrógeno. El número 221B de Baker Street adonde siguen llegando miles de cartas desde todos los lugares del mundo, con peticiones de auxilio, consejos o préstamos de dinero, dirigidas a nombre de Sherlock Holmes.
El desnudo turbador de un maniquí con tacones altos, en medio de la soledad cromada de un escaparate nocturno.
Un acuario con peces exóticos dentro de la caja hueca de un televisor.
El mar en invierno, palmeras polvorientas sacudiendo sus crines, la larga capa de superhéroe de Superman usada como mantel en un pícnic, una calle peatonal de Praga tan larga y oscura y estrecha que se requiere de un semáforo para saber si tienes luz verde para internarte en ella o no, un orangután presidiendo un consejo de administración vestido con levita y chistera, a Papá Noel en la cola del paro (el trineo fuera, aparcado en la acera), los libros dedicados a mano por amigos escritores que han muerto suicidados, la butaca en la que me siento a esperar, sencillamente a esperar, viendo pasar el tiempo sin hacer nada, en el Country Club de Miraflores, en Lima, sobre esa luz, sobre esa infancia de Julius y su caserón con un ala para la servidumbre y el temblor por la hermana débil de corazón, que puede morir en cualquier momento, y de su mamá Susan que era linda.
He visto un año en que no hubo primavera y otro año en que solo hubo primavera.
Si ya he visto las piedras pintadas de Agustín Ibarrola en la Dehesa de Garoza, en Ávila, en donde el artista vasco se refugió asqueado de los patriotas con pasamontaña que quemaban libros y asesinaban niños de un tiro en la nuca, y allí creó al aire libre, sobre las rocas, entre las voces, trazos de colores primarios, manchas cromáticas usando como lienzo el campo entero, la lentitud de los pinares y hasta las nubes, aprovechando los descuidos de la naturaleza o tal vez desmintiéndola.
Si ya he visto, desde mi terraza, en el cielo nocturno, una familia de luces circulares moviéndose en racimo, alejándose y acercándose, ejecutando una especie de danza aérea, durante varias horas, incansables e hipnóticas. No eran aviones, ni tampoco estrellas fugaces, de modo que a mi yo materialista y racional no le queda más remedio que admitir que sí, que yo también los he avistado.
Si ya he visto cómo un coche, a pocos metros de mí, atropelló a una muchacha. El golpe, la conmoción, los gritos. El cuerpo de la muchacha tendido sobre un charco de sangre. Todas las pertenencias de su bolso dispersas por el asfalto, su teléfono móvil, sus llaves, sus pequeñas sandalias plateadas.
Poco a poco la muchacha fue recuperando el conocimiento. Se tocaba la frente, se apartaba de los ojos grumos de sangre pegoteada y añicos de cristales.
Si ya he paseado por la playa gallega de Las Catedrales, en Ribadeo, sembrada de gigantescas formaciones rocosas allí plantadas como arcos de triunfo de la naturaleza, horadadas por cuevas, pozos de luz, calas donde se agita y patalea la vida innumerable de los infusorios. Lo más misterioso, con todo, es que cuando sube la marea quedan sumergidas y desaparecen de la vista bajo las aguas cantábricas, con su inmensa fatiga de olas. De noche no existen. Cada mañana las catedrales emergen de las profundidades, recientes, perfectamente reconstruidas.
Que sí, que sí, que ya he visto mi saldo bancario, las comisiones por todo, el calendario anual de impuestos, cómo no voy a verlo si toda mi vida adulta ha transcurrido entre crisis energéticas, una recesión económica tras otra (¿o era siempre la misma?), congelación de salarios, llamadas telefónicas al asesor fiscal para hacerle una consulta, ahora no puede ponerse, está reunido, ¿le importa llamarle más tarde?
Que sí, que sí, que sí, pero que no.
Si ya he visto el malecón de La Habana, con sus tambaleantes palacios, donde se arraciman jineteras y balseros adolescentes ansiosos por dejar atrás el paraíso castrista, jugándose la vida a bordo de cualquier embarcación precaria: cuatro tablones unidos con clavos oxidados y sogas viejas, o incluso un neumático con parches, cualquier cosa que sirva para surcar las aguas.
Si ya he visto los guerreros de terracota de Xi’an, ejército silencioso que marcha con disciplina hacia la nada.
Si ya he visto muertos, escaleras (y un muerto sentado en una escalera), flores, incendios, las lágrimas de Nuestro Señor crucificado en el sótano de un teatro de vanguardia. Judas Iscariote se ocupaba de venderte la entrada, cortarte la entrada y también se encargaba del guardarropa. Poncio Pilatos te señalaba tu asiento con una linterna. Durante una redada en los camerinos, a Jesucristo lo arrestaron con nueve gramos de cocaína; y no era el que más llevaba. Un apóstol sufrió un ataque de ansiedad. María Magdalena contrató al mejor abogado.
Una perra recién parida gimiendo por sus cachorros arrebatados, como si hubiese amor en el mundo, o algo.
Terribles tormentas de granizo sobre una piscina portátil. La mano lenta, anillada de pedruscos, de una enferma terminal conectada al respirador. Un piano en una sauna. Una puerta en medio del campo, entornada, dividiendo una nada de otra, no fuesen a confundirse. La palabra Silencio tatuada en una nalga. Las páginas en blanco de mi diario secreto. Los juguetes esparcidos por el suelo en la planta de oncología. La lápida de mi hermana en el cementerio de la Almudena. Nada que decir, nada que objetar, ninguna queja. Lugares tristes en los que fui inmensamente feliz. El espectáculo vacío de una pared de cemento en la que hubo algo que no recuerdo, pero que espero descifrar algún día, cuando al fin empiece a ver.
© Eloy Tizón
Del libro Plegaria para pirómanos
(Páginas de Espuma, 2023)
Eloy Tizón (Madrid, 1964) es autor de cuatro libros de cuentos: Plegaria para pirómanos (2023) Técnicas de iluminación (2013), Parpadeos (2006) y Velocidad de los jardines (1992 y 2017); de tres novelas: La voz cantante (2004), Labia (2001) y Seda salvaje (1995); y del ensayo literario Herido leve. Treinta años de memoria lectora (2019).
Ha sido incluido entre los mejores narradores europeos en la antología Best European Fiction 2013, prologada por John Banville. Sus obras forman parte de numerosas antologías y han sido traducidas a diversos idiomas.
Colaborador asiduo en medios de comunicación desde joven, durante cuatro años mantuvo en El Cultural la columna Vértigos.
Ha impartido talleres de narrativa breve en Hotel Kafka y en la universidad de Almería (UAL). Ha dirigido el I Festival del cuento literario en España, celebrado en la localidad toledana de Torrijos y bautizado como TorrijosCuenta.
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