En Atenas todo es excesivo. La luz, el tráfico, las ruinas, los tesoros arqueológicos conservados en los diversos museos, la energía que desprenden sus avenidas, sus bazares, sus callejuelas y sus plazas hasta bien entrada la noche. Al regresar a casa, uno pasa unos días en suspenso, metabolizando, digiriendo esa suerte de intenso caos que lo habita por dentro. Pasado un tiempo, comienza a sentirse preparado para ordenar las impresiones que allí, como el espíritu evangélico, soplaban al azar.
Tras dejar las cosas en el hotel, una antigua mansión situada en una callejuela y regentado por una encantadora familia, descendemos al centro con esa emoción infantil siempre renovada que nos invade al dar nuestro primer paseo por una vieja ciudad desconocida, y en que los ojos, a pesar del cansancio del viaje, van reclamando nuestra atención sobre tal o cual detalle que nos sale al paso. Más allá del turismo ocasional, advertimos que en los aledaños de la Catedral (Mitropoli), se congrega una gran cantidad de gente, ocupando los espacios laterales que desembocan en una pequeña cripta bizantina. La presencia inusual de policía, el coche fúnebre aparcado en un rincón y las coronas de flores frescas que jalonan la entrada a la cripta, nos indican que está a punto de celebrarse un acto excepcional. Descendemos por una de las callejas del bazar, que ejemplifican a la perfección las palabras de Josep Pla al respecto de la esencia otomana y balcánica de la moderna Atenas. Abalorios, perfumes, ropa, souvenirs, relojes, zapatos, sombreros, libros desportillados, vinilos, cedés, todo exhibido en profusión ante los ojos y al alcance de las manos mientras se efectúa el descenso hasta el Ágora. Si en el recinto de la Acrópolis, ante el insoslayable Partenón, observando ese prodigio de gracia y ligereza que es el Erecteion, uno siente al compararse, otra vez en palabras de Pla, la abrumadora constancia del declive de la inteligencia humana, es en el Ágora que ahora pisamos donde el vivo contraste entre lo irreparable de lo ido para siempre y lo rabiosamente actual toma forma hasta golpearnos suave, seriamente por dentro.
De repente, al franquear una verja que separa una calle transitada llena de restaurantes, tabernas, vendedores de abalorios, voces fuertes, nos hallamos, si se nos permite, en medio de una suerte de descampado sagrado. Gruesas columnas, robustos capiteles yacen en el suelo, entre genista y aulaga, cubiertos por el polvo gris de los caminos. Los gatos van y vienen entre las piedras, y contribuye a la perplejidad del momento el paso a escasos metros de viejos trenes con la carcasa llena de grafiti. Esta tarde el sol es blanco. Crepita el viento tratando de incendiar las encinas donde un ejército de cigarras aturde al viajero. Tras admirar la columnata de los pórticos y rendir una breve visita a la iglesia bizantina ubicada en el Ágora y cuya pequeña cúpula, decorada con frescos, filtra una luz densa como melaza, deambulamos al azar por los caminos, siempre acompañados por el viento y el coro crepitante de las cigarras. Sentados en un banco, pensamos que la célebre afirmación de San Agustín acerca del tiempo es aplicable asimismo a un concepto no menos vago, profundo y personal: nadie puede definir lo sagrado, pero todo el mundo sabe cuándo está en medio o en presencia de lo sagrado. Ahí está.
Al día siguiente, a primeras horas de la tarde, de regreso al hotel, vemos que la multitud congregada en la plaza de la Catedral, y que venía afluyendo desde el día antes, lejos de haberse disuelto, ocupa en apretados grupos el recinto. Jóvenes, viejos, gente de mediana edad, escuchan atentamente los solemnes discursos que resuenan en el aire de la tarde dedicados, ahora ya lo sabemos, al gran músico Mikis Theodorakis, fallecido hace escasas fechas, y al que el pueblo de Atenas quiere rendir su último homenaje. Venimos de visitar hace unas horas la sempiterna Acrópolis y su inolvidable museo, y además, un azar ha hecho coincidir nuestra presencia en Atenas con un acontecimiento histórico, contemporáneo, importante. De forma espontánea, un grupo de integrantes del Partido Comunista de Grecia prorrumpe en cánticos a capella que erizan la piel, estremecen el corazón, la memoria y la sangre. Lo que nos resulta más hermoso de todo ello es la unión rotunda y perfecta en el timbre de hombres y mujeres que esta tarde calurosa de Atenas alzan decididamente sus voces para despedir al maestro bajo el rojo ondear de las banderas.
No menos azarosa y hermosa resulta la coincidencia la noche siguiente con un homenaje a Theodorakis que le rinde un grupo de músicos en una taberna del centro. Atraídos por la música, como polillas hacia la luz, tomamos discretamente asiento en una mesa de la terraza. Un grupo de británicos borrachos, ajenos a la música, interrumpe con sus recias carcajadas la música. Animados por el calorcillo del ouzo, comento al tipo de al lado, con pinta de profesor universitario, que quizá Kavafis se equivocara en su famoso poema con la no llegada de los bárbaros. Nos ofrece una amable disertación acerca de la opinión de Aristóteles sobre los bárbaros, y nos presenta a su compañera, una bella mujer con voz tomada y ojos cansados. El profesor nos comenta que no puede hablar mucho, pues interviene como mezzosoprano en un coro importante de la capital griega.
A todo esto, el borracho que llevaba la voz cantante yace sobre la mesa como un sileno derrotado por el vino. Se suceden las canciones, algunas verdaderamente tristes, todas hermosas, emparentadas profundamente con la ética y la estética del fado, y que convierten la noche en un puerto fondeable y humano.
A la mañana siguiente, desde el autobús que recorre el Pireo, vemos el mar cambiante, azul o verde según la luz o la fuerza del viento. Transcurre el litoral ante nuestros ojos. Los pinos tamizan la luz como pestañas.
La última noche, tras asistir a un nuevo concierto en la taberna, desembocamos en la animadísima plaza de Monastiraki, que es, para entendernos, lo que eran las antiguas plazas del barrio Gótico antes de que Barcelona acabara convirtiéndose paulatinamente en un museo. Timbales, percusiones, danzas, músicas, gente en tránsito, pasando el tiempo o esperando a alguien, perfumadas nubes de hierba por todas partes, quioscos con bebida fría toda la noche.
Mientras el tipo con pintas de Chris Isaak que planta cada noche su micro y su guitarra ante la Biblioteca de Adriano desgrana con pericia canciones tan tristes como él, se nos acercan dos muchachos para pedirnos tabaco. Poco después la conversación va enredándose en esa mezcla de inglés portuario y lengua franca que el alcohol y la hora vuelve inverosímilmente comprensible. Cuando les comentamos que en España hemos publicado algunos libros de poesía, abren su ojos entusiastas como si se hallaran poco menos que ante un redivivo Jim Morrison. Nos explican sus proyectos musicales, poéticos, grandes proyectos, claro está, porque son jóvenes y albergan poco menos que el sueño de la obra total y el no menos fantasioso de vivir de ello. Brindamos por su entusiasmo con cervezas que compramos en el quiosco. Alrededor del músico se agrupan ebrios bailarines pasados de rosca que improvisan danzas. Nos despedimos con un sentido abrazo, y agradecemos la calma que reina, ahora sí, en las calles que nos conducen al hotel donde el conserje, como canoso Laertes, nos entrega paternal la llave mientras suspira al ver la hora en el reloj. Las tres. Mañana toca madrugar para emprender el farragoso camino de retorno. Ya en casa, mientras ponemos una lavadora y tomamos una cerveza, pensamos en Atenas como en una suerte de madre o hermana salvaje de Barcelona, en esa tan intensa energía que desprende, matizada apenas por el paso silencioso de los gatos.
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