Para Ana Villalobos
Entonces fue: ni antes ni después, justo en ese preciso momento, cuando la parábola del cigarro que había tirado con displicente gesto comenzó a declinar, ya estaba previsto lo que vendría después: en mi cabeza retumbaba “tuve que quemar” de Sara Hebe.
Algunos meses atrás, recordé, yo había ido preparando el terreno y abonado oportunidades absurdas pero el azar también tiene estas cosas y es similar al karma de Earl J. Hickey y su frase: “Cuando dudes, prende fuego”. Mi pulgar se mimetizó con la rueda del zippo del destino y me apunté a un curso de narrativa: lo recordaba bien, dejar el sur, el viaje eterno, otra lengua. En aquel claustro se cifraba mi futuro y uno tras otra, otra tras uno, comencé a recitar la letanía de profesoras y profesores, escritoras de renombre y escritores de postín que enseñaban con agrado, seguridad y algo de fatalismo mercenario la focalización, la esencialidad del cuento o la brevedad de microrrelato que “habría que releer” porque en la relectura se encontraba la chispa de la vida, que como sabíamos no era la Coca-Cola como ya cantara Albert Pla: “es la gasolina”.
¿Cómo acercarme a Pablo Matilla? ¿Cómo decirle a ese joven profesor que había disfrutado de la seriedad expositiva de sus relatos en el libro de ‘La sabiduría de quebrar huesos’ y que por eso…? Si yo soy como todo el mundo y, como todo el mundo, (incluso Vila-matas) de vez en cuando quemo un libro: que no está bien, que es inmoral, que las hojas arden justo antes de los grados Farenheit de la novela de marras y entonces, ni antes ni después, justo en ese preciso momento en que sin lavarse la boca y con aliento a poesía de la cotidianidad me hablan de Bradbury (o de Orwell o de Chesterton, o me dicen que Borges tampoco es para tanto), deshilacho con subrepticio mimo la prenda de la susodicha criatura y después de hacer lo que tengo que hacer, los gritos y los rostros de hurón asustadizo, voy calle arriba, cantando Mein Herz brennt y disfrutando del paseo, como si fuera una de esas flâneuses que huelen el ambiente y saborean aroma a ambulancia y huelen sonidos de carne chamuscada. Estaremos de acuerdo en que no podía decirle a Pablo Matilla lo que ya imaginan: su libro ardió en mi cocina, previo riego de la última botella de güisqui de mi padre, esa que no nos pudimos acabar mi madre y yo a altas horas de la madrugada, como siempre, como todo el mundo (incluso Vila-Matas) porque la mujer acababa de morirse. Eso sí, la incineraron por seguir con la tradición de mi familia: era acercarnos a un velatorio y proponer una fogata, la gente se apartaba de nosotros, qué dicen mascullaban, arañaban las palabras con los labios, porque en el mundo occidental quemar a los muertos todavía nos da algo de grima: si supieran que en el césped del campus de la Universidad de S., en USA, abandonan los cuerpos para, digamos, estudiarlos ante las vicisitudes del clima y fauna y flora, alucinarían, si no pregúntenle a Mary Roach. Ah, pero hay que tener valor para que veinte años después la misma gente diga que Mein Herz in flammen y nadie observe ahí una madura reflexión sobre el paso del tiempo, porque somos carne y tiempo: la lírica aplicada al paso del tiempo es lo que la comicidad de Woody Allen aplicada a la tragedia.
Entré en el curso suave, sin alardear ni decirle a Ana Moya —amante profesora de lo africano — que el libro de Matilla me tenía obsesionado, por cómo sonaban las lecturas que de varios cuentos hice en el patio de la cocina, en voz alta y bajo la lluvia de improperios de mis vecinos incultos que a esas horas de la madrugada preferían dormir, bloque de mierda, algún día, la llave del cuarto de contadores, algún día… en fin, Ana Moya era un primor y sabía lo que hacía así que cuando comentó que podíamos
tener una charla sobre los cuentos de la Enríquez pensé que era mi momento, porque se sumarían otros grupos y yo esperaba el apellido mágico: “Matilla”. Así que iba a conocer al quebrantahuesos literario para poder decirle lo que opinaba sobre el fuego de la narradora argentina: todo estaba planeado para argumentar que Hop-Frog es la intuición —donde esté Poe que se quite Bloom y su americanon— de lo que es el poder que Foucault posteriormente anunciaría como organizador del discurso, y extrañar a Matilla, reclamando su atención con una peregrina teoría: un bufón que aprovecha la maldad ajena, la avaricia, y la sierpe moral del otro —el peligro es que el otro comprenda pero sobre todo que prenda, antes que tú, a ti, no a sí mismo: comprender y prender, dos verbos teóricos, una acción revolucionaria—: el grupo de Bartlebys, así nos llamaban en la escuela de Barcelona, estábamos incinerando poco a poco las costumbres del profesorado y las correcciones se alargaban hasta la media hora o eran inexistentes cuando presentábamos textos que se destruían léxicamente con una herramienta digital espectacular que se llama “Firewords 451.2” que literalmente abrasaba párrafos, bloques enteros de historias, relatos complejos que a tiempo mandábamos para que fueran corregidos pero no había manera: relatos sobre gases y bomberos, incandescencias en pieles curtidas por el sol, plasmas iónicos, lumbres en la tarde, candelas en la noche, incendios que aniquilaban familias enteras. La plaga del fuego se fue imponiendo poco a poco y ya solo hacía falta tener tiempo para presentarse en Barcelona, organizar una quedada con Bartlebys y atinar a que alguien del claustro pudiera aparecer, convencerlo tras una buena cena y cuatro chupitos de Jager para que leyera la nota que yo llevaba en mi bolsillo, esa que cita una frase hermosa de Sherwood Anderson sobre el fuego y las consecuencias de ser escritor y partirnos de risa, porque quizá el elegido era Matilla, quizá, como todo el mundo (incluso Vila-Matas) quisiera recordar las brujas, las hogueras y la inquisición y nos pondríamos flamencas y flamencos y nos cagaríamos en el brazo armado de la Santa Iglesia Romana y Apostólica y de madrugada, cuando las ratas curten sus chillidos más gruesos, nos iríamos acercando al puerto, allá por las calles del arrabal segundo, por los callejones de la Mota y la Gualdrapa barceloneses, que tanto me gustan y adoro aún más cuando sin querer, delante de un portal rojo Matilla dice “vivo aquí, ¿subimos a tomarnos la última?”.
Y entonces fue, ni antes ni después, justo en ese preciso momento delante de la biblioteca de Pablo Matilla con la soledad que impone una noche repleta de humores buscando contrapartida llameante y encontrando por de pronto una insistente e irónica llamada de la vejiga, el profesor va al cuarto de baño, yo miro a quien me acompaña y dejamos nuestras copas: invocamos la chispa de Savonarola que ya Fresán escribiera en sus sagradas formas y contemplamos cómo los líquidos fluyen de colores, incipientes y olorosos sobre la madera, los lomos, la vida literaria. Enciendo el cigarrillo. Aspiro la muerte y, como todo el mundo (incluso Vila-Matas) pienso, con ese gesto que comentaba al principio de esta parábola, el bien que me haría construir con esto un cuento, un relato en el que cupiera nuestra huida por las escaleras, el sonido de la primera llamarada y los gritos de Matilla aporreando la puerta, astillando los huesos de su mano, y nosotras desde abajo —¿eres tú, soy yo, eres alumna, nos conocemos, escribes?— extrayendo el móvil del bolso y llamando a los bomberos en la noche catalana, esa misma noche que se ilumina naranja cerca del puerto y que más arriba, mucho más arriba, donde empiezan los bosquecillos y los jabalíes dormitan, los gruñidos de la madrugada ya afinan sus últimos compases. Y no lo hacen del todo mal, mientras tuve que quemar…
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