Este cuento forma parte del libro Koundara (Baile del sol, 2016)
Por unas callejuelas aledañas a la Gran Vía, pero ajenas a su tránsito, me conduce hacia el restaurante chino del que me ha hablado por teléfono. Se detiene ante un neón; en él, la palabra Restaurante corona unos lustrosos caracteres chinos. Alfredo empuja la puerta del local y nos saluda una china de mediana edad. Él corresponde al saludo con la familiaridad de un cliente habitual. Aun conociendo su afán de protagonismo, encuentro excesivos sus gestos y palabras. Observo a la mujer. Me gusta su sonrisa y su blusa, bajo la que se transparenta un sujetador azul de encaje. En la mesa pegada a la puerta conversa y se ríe una joven pareja, también de chinos. Nunca he visto a chinos comiendo en un restaurante chino, pienso. Avanzamos hacia el interior. El restaurante tiene una barra a la derecha y el aspecto de haber sido un bar español corriente hasta hace no demasiado tiempo. Todo el personal y los clientes, sin embargo, son chinos. En el aire se perfila una persistente nube de humo. La camarera nos ofrece una mesa, cercana a un ventanuco que da a la cocina. A la derecha se abre otra sala, donde comen más chinos. Una chica bebe de una jarra de cerveza lo que parece una sopa con un huevo flotando.
Alfredo y yo pedimos una cerveza y hojeamos la carta plastificada. Él me llama la atención sobre algunos platos. La carta, en español y chino, es extensa y raramente un precio supera los seis euros. Un restaurante chino auténtico y barato, como, unas horas antes, él me ha contado por teléfono. En esos momentos yo aún no estaba convencido de querer salir.
En realidad, hasta hoy, nunca me he visto a solas con Alfredo. He coincidido con él en las reuniones que el grupo de amistad —con el que contacté a través de Internet— organiza los jueves en un bar de Huertas; también, otras dos noches, he cenado con él y cinco o seis personas más. En estas ocasiones Alfredo siempre ha exhibido, cuando opinaba sobre cualquier tema, un carácter abierto, francamente positivo. Yo no hablaba mucho en las primeras reuniones a las que asistí, me contentaba con escuchar e intervenía cuando los otros se dirigían a mí directamente. Me mostraba con ellos, como con casi todo el mundo durante al menos el último año y medio, congelado, distante. Poco a poco comprendí que el nivel de tolerancia del grupo —siempre fluctuante en número y caras nuevas— era alto, abierto a todas las opiniones expresadas con un mínimo de educación; la facción masculina se agitaba, en una amable competencia, ante la incorporación de cualquier mujer medianamente atractiva.
Este sábado no tenía previsto salir y Alfredo me ha llamado sobre la una de la tarde. Él afirmaba que otros miembros del grupo de amistad querían verse por la noche. Al final, sólo yo me he presentado a la hora propuesta para ir a cenar. Más tarde Alfredo ha quedado con otros dos hombres, de casi cincuenta años. Nosotros aún no alcanzamos los cuarenta. Alfredo tiene dos más que yo y una única hija también dos años más mayor que la mía. Ambos estamos divorciados; él, también, dos años antes que yo. La coincidencia es tan llamativa (la correlación se mantiene con la edad de su exmujer y la mía) que él, desde el día en que pusimos en común estas cifras —el primer sábado que cenamos en grupo, tras tomar alguna copa— siente una simpatía o cercanía natural hacia mí, que a veces parece querer transformar en tutelaje.
Bajo la recomendación de Alfredo, pedimos una ensalada de algas, unas empanadillas grandes, pescado rebozado con miel y tallarines con gambas. Hasta nosotros llegan las risas del cuarto contiguo, las voces entrelazadas e incomprensibles de un grupo de seis jóvenes.
La camarera empieza a traer los platos y Alfredo me habla de Rebeca, una mujer de unos cuarenta años, con la que yo he coincidido dos veces en las reuniones de los jueves. Él le pidió el sábado anterior que se fuese a pasar la noche a su casa y ella le rechazó. «Aún tiene demasiado reciente lo de su divorcio y, además, está un poco mayor, ¿no crees?», concluye con una sonrisa de complicidad.
Salvo la ensalada de algas, que considero insípida, el resto de los platos me agrada. En algún momento me he olvidado del humo de tabaco que carga el ambiente. Hemos pedido otras dos cervezas para acabar la comida y cuando, ya llenos, renunciamos a vaciar las fuentes, Alfredo me propone pedir una copa y quedarnos conversando en la mesa un rato más. Todavía queda tiempo para reunirnos con los otros dos hombres y a él parece gustarle este lugar barato y exótico. A esto último contribuye, aunque parezca contradictorio, la ausencia de la parafernalia habitual en los restaurantes chinos, imágenes estereotipadas de pagodas, dragones, cascadas… En un rincón elevado, íntimo, una televisión emite un canal de vídeos musicales chinos.
La camarera nos retira los platos y nos sirve las copas, ambas de whisky con coca-cola. Alfredo gira la cabeza y descubre a la joven pareja sobre la que yo estaba posando la vista cuando comíamos. La mira. Después vuelve a enfocar sus ojos sobre mí, tuerce el gesto, bebe de su copa y, bajando el tono de voz, con un semblante más serio que el que ha mantenido durante la noche, me pregunta si alguna vez yo he pensado en la existencia de un día clave a partir del cual la ruptura de mi matrimonio se hubiese hecho inevitable.
Yo le devuelvo la mirada en silencio, le sonrío, incrédulo. Sé que él acude, o ha acudido, al psicólogo, e imagino que esa pregunta pertenece al repertorio de las que este especialista le ha de hacer, o le ha hecho, a él. Una pregunta a la vez concreta y general, una pregunta sobre la que poder hablar durante horas, semana tras semana. Alfredo confirma mis sospechas. Me dice que antes de acudir, una vez por semana, a la consulta del psicólogo (que le pagaron sus padres, como me contó otra noche de sábado), él pensaba que el momento exacto que le condujo al fin de su relación tuvo lugar cuando su mujer descubrió la existencia de una nueva amante, tras haberle perdonado una infidelidad previa. Pero el psicólogo le había obligado a buscar con más profundidad dentro de sí mismo. Que su exmujer descubriese sus infidelidades no era lo que le había llevado al divorcio, debía preguntarse por qué era infiel, qué era lo que buscaba fuera del matrimonio que éste no le daba. Tras semanas de indagación personal, se había convencido de que el momento o la situación clave se había dado bastante antes de lo que él creía. Había conseguido aislar el recuerdo de una tarde en la piscina de la urbanización donde vivía entonces. Ese día había tomado conciencia, de modo inexorable, del paso del tiempo en el cuerpo de su mujer (tras un aborto natural y el parto de su hija). Allí estaba él, recién salido del agua, apoyado en una barandilla, al sol, observando a las veinteañeras con las que —gracias a su cuerpo musculoso— deseaba seguir sintiéndose unido. Esa tarde en la piscina, hacía cinco años, fue el comienzo del fin, la antesala de su nueva vida de grupos de amistad, de páginas web de contactos, de la custodia compartida de su hija, de dejar su urbanización con piscina y tener que vivir en un piso de alquiler con otro divorciado. Y del dinero, de mirar el dinero como no lo había hecho hasta entonces, para hacer compatibles todos sus nuevos gastos; el dinero del alquiler y el dinero de la pensión alimenticia de su hija, el dinero de salir y el dinero de su vida cotidiana.
Yo le he escuchado con atención. Él ha querido compartir conmigo esta intimidad, saltándose el código, no explícito pero tangible, del grupo de amistad: no hablar en exceso de las relaciones pasadas, no mostrar un rencor desagradable o un interés excesivo por las exparejas.
Me he sonreído, minutos antes, cuando Alfredo me ha preguntado por algo tan personal como el fin de mi matrimonio en esos términos neutros, profesionales, de psicólogo. Y, ante lo que él ha tomado por embarazo, por una negativa a abrirme, se ha lanzado a contar su historia. Ahora espera.
Yo vuelvo a sonreír y le digo que me ha resultado curiosa su pregunta; pero no por impertinente, sino porque yo me había hecho una muy similar hacía ya tiempo y había creído encontrar una respuesta, quizás extraña o falsa, pero concreta, como el paso de una barrera a nivel antes de cruzar las vías del tren.
Nunca he hablado de esto con ningún familiar o amigo, pero de repente me siento con fuerzas para quedar expuesto ante Alfredo, casi un desconocido, y responder a la pregunta que me ha formulado. Una pregunta precisa pero de bordes ambiguos; exigente de una respuesta que, lo más seguro, será una simplificación poco fiable.
Un domingo de noviembre, anocheciendo, habíamos salido de casa Irene, entonces mi mujer, mi hija de cinco años, Lucía, y yo, para pasear a Pluto, nuestro perro, un lustroso bretón español, que nos regaló el hermano de Irene, Francisco. Yo, al principio, me había negado a tener animales en casa, un piso no especialmente grande. Pero Francisco, aficionado a la caza, insistió para que nos quedásemos con Pluto —entonces aún no tenía nombre—, hijo de uno de sus perros, al que había cruzado con el de un amigo, también cazador. La camada había sido numerosa y habían regalado algún cachorro, vendido alguno más y el último, el que luego sería Pluto, él quería regalárnoslo a nosotros.
Francisco es arquitecto, vive en un chalet, le gusta la caza, puede viajar al extranjero todos los años, y siente un gran amor por su hermana pequeña (a la que su decisión de abandonar los estudios a temprana edad, y la posterior de casarse conmigo, han privado de un nivel de vida similar al suyo). Francisco siempre era muy obsequioso con nosotros en los cumpleaños, fiestas navideñas… Quería mucho a Lucía (él aún no tenía hijos), y su trato hacia mí también era bastante cordial. Insistió con lo del perro; a Lucía le vendría bien tenerlo de compañero, nos alegraría la casa, decía. Él siempre se mostraba muy feliz hablando de sus propios perros, dos en aquel momento. Mi negativa, alegando que él vivía en un chalet y no en un piso como nosotros, no surtió efecto. Irene, al principio escéptica, se puso de su parte. Francisco nos regaló el perro, un animal caro, de raza, un cazador. Yo también temía, además de por el espacio, por su mantenimiento, por el coste de la comida y las visitas al veterinario. Francisco pagó sus vacunas iniciales y, después de un tiempo con nosotros, Pluto se había convertido en un animal sano, dócil y amigable. Lucía lo adoraba y este cariño era correspondido por él. Yo también había llegado a apreciarle. Francisco había tenido razón, su presencia en la casa estaba siendo beneficiosa y sacarlo a pasear en familia se había convertido en uno de los mejores momentos que compartíamos. Su mantenimiento tampoco era muy caro, podíamos permitírnoslo.
Así que ese domingo de noviembre habíamos bajado al parque con Pluto y Lucía llevaba una pelota. Habíamos jugado a lanzarla y el perro la recogía del suelo o incluso llegaba a atraparla en el aire. La tarde se iba, empezaba a hacer frío. Lucía reía con estrépito cada vez que arrojaba la pelota (una pelota de goma roja, le puntualizo a Alfredo y él asiente, como si este dato fuese importante y él así lo entendiera).
Al volver a casa, después de dejar el parque, caminábamos por una acera. Irene llevaba a Lucía de la mano y yo a Pluto de la cadena. Lucía agarraba, con su mano libre, la pelota roja. La arrojó con todas sus pequeñas fuerzas y la pelota rebotó sobre la acera con más intensidad que sobre la arena del parque. Eso la hizo reír escandalosamente y yo la miré. El tirón de Pluto me pilló por sorpresa. Me hizo girar con brusquedad sobre mí mismo y se me soltó la correa de la mano. Pluto salió disparado detrás de la pelota, que se había acelerado cuesta abajo. La pelota superó el bordillo y se adentró en el asfalto de la carretera, pasando limpiamente entre dos coches aparcados. Pluto, arrastrando por el suelo el sonido metálico de su cadena, la siguió. No vimos el golpe, lo oímos. Un coche había impactado con el cuerpo de nuestro perro. Nos acercamos corriendo, recuerdo que Lucía también corría. Ella aún no era capaz de comprender lo que podía significar el ruido que nos había alcanzado. Cuando ya estábamos encima de la carretera, vi que Irene frenaba su paso y retenía entre sus brazos a Lucía. Yo me detuve también y me percaté entonces, como si las cosas ocurrieran en una lenta secuencia y no casi todas a la vez, de que el coche que había chocado con el cuerpo de Pluto abandonaba el lugar con un chirrido de ruedas. Ni se me ocurrió intentar leerle la matrícula. Me llegó después un aullido de dolor. Con él, Lucía pareció comprender que algo malo estaba ocurriendo.
Yo me adentré en el asfalto y descubrí a Pluto echado, jadeando entre su propia sangre. Miré a mi alrededor, me aseguré de que ningún coche fuese a atropellarme a mí. Recogí al perro del suelo y lo saqué de la carretera, pero no volví sobre mis pasos, sino que me acerqué hasta la acera del otro lado de la calle y, tras pasar una baja alambrada, deposité a Pluto sobre el césped de un jardín. Supe que no debía mostrar su cuerpo ensangrentado y abierto a Lucía. Mi pulso se había acelerado. Saqué el móvil del bolsillo. Llamé a Irene y le dije que fuese a por el coche y que trajera una manta para envolver al perro. Mi mano había patinado por los botones del móvil, manchada de sangre. Oí llorar a Lucía, a través del móvil y a través del aire, apenas a veinte metros. Irene gritó, me preguntó por Pluto. Me dijo que iba a llamar a Francisco, él nos indicaría a qué veterinario de urgencias podíamos acudir en domingo, y colgó. La vi dirigirse hacia nuestro edificio con Lucía, llorando en sus brazos. Unos adolescentes pasaron junto a mí, sentado en el césped. Observaron a Pluto, luego a mí; parecía que iban a decir algo, pero no lo hicieron.
Me sentí responsable de lo ocurrido por haber soltado la cadena de Pluto. Acaricié su cabeza y su hocico; sus aullidos eran cada vez más ahogados. Mi culpabilidad aumentaba. Cerré los ojos, deseé que el tiempo pasara, que todo aquello pasara. Un insistente pitido de claxon me sacó de mi ensimismamiento. Era Irene. Había detenido el coche junto a la acera en doble fila y bajaba de él con una manta. Me ayudó a envolver en ella el cuerpo de Pluto. Yo monté, con el animal en brazos, en los asientos traseros de nuestro coche. Alguien nos pitó porque estábamos bloqueando la calle. Irene arrancó y salimos. Ella me dijo que había dejado a Lucía con unos vecinos con los que teníamos confianza, una pareja de nuestra edad con un hijo un año menor que Lucía. Francisco le había dado a Irene unas indicaciones para ir a un veterinario de urgencias en Móstoles —donde vivíamos; como ya sabe Alfredo, pero se lo recuerdo—, estaba cerca del hospital. Él también iba a coger su coche desde Villaviciosa —donde vivía— e iría hacia allí. Habíamos quedado en la puerta del hospital, él nos guiaría hasta la clínica veterinaria.
El grupo de seis jóvenes que está en el cuarto contiguo al del cuerpo principal del restaurante se incorpora ruidosamente y pasa a nuestro lado. No imaginaba que los chinos pudieran ser tan escandalosos. Alfredo ha desviado un instante la mirada hacia ellos, pero la vuelve a clavar en mí. Ahora él está fumando. Bebe cortos tragos de su copa y da caladas a su cigarrillo. Inclina la cabeza para lanzar el humo en dirección al techo. Me escruta, está a la expectativa. Mi historia parece interesarle. Yo bebo de mi copa y la acabo. Él hace lo propio con la suya y señala el tubo vacío con un dedo. Yo asiento con la cabeza y él llama la atención de la camarera, que se dirige a nuestra mesa con la botella de whisky, unos nuevos tubos y unas coca-colas. Y aunque esta noche no pensaba beber, o no beber nada más allá de unas cervezas, el color de la bebida deslizándose entre los hielos, haciéndolos crujir, me reconforta.
Un grupo de tres chinos ha entrado al restaurante y ocupa el lugar de los que se acaban de ir. O en la mitad de él, pues las camareras separan las dos mesas que habían unido para el grupo anterior.
Doy un sorbo a mi copa y continúo. Le hablo a Alfredo sobre mi mutismo en el asiento trasero del coche mientras Irene conducía en dirección al hospital de Móstoles. Ella era la que hablaba; nerviosa, se quejaba de los demás conductores y yo le daba la razón, lejano, abotagado, palpando el cuerpo del perro tras las vueltas de la manta. Miraba la cabeza de Pluto, sus ojos cerrados. Llegamos a la puerta del hospital, y Francisco estaba ya allí. Agitó los brazos al ver nuestro coche. Irene se detuvo y él entró y se sentó en el asiento del copiloto. Dio dos besos y un abrazo a Irene y después se giró hacia atrás. Me dio la mano y su cuerpo se inclinó sobre Pluto. Vi su gesto de contrariedad, agitó la cabeza. Sin perder tiempo, resolutivo, le fue dando indicaciones a Irene para llegar hasta la clínica veterinaria.
En ese momento, viendo la nuca de mi mujer y mi cuñado desde el asiento de atrás del coche, con Pluto apoyado sobre mis piernas, me di cuenta de que dentro de mí había surgido la idea, extraña aunque poderosa, de que deseaba que el perro muriese, de que no fuera necesaria ninguna intervención quirúrgica de urgencias. Sabía que nosotros, Irene y yo, no podíamos en ese momento afrontar más gastos extras (unos gastos extras que desconocía y por eso mismo se me hacían descomunales); y sabía que Francisco se iba a ofrecer a pagarlos, y que a nosotros no nos iba a quedar más remedio que aceptar.
Me percaté así de golpe, esa noche, de lo que llegaban a molestarme en realidad los obsequiosos regalos y las atenciones de Francisco. De que yo quería que fuésemos los tres, Irene, la niña y yo, y que de este modo y no de otro saliésemos adelante. Por supuesto, se me hacía rastrera y lamentable mi línea de pensamientos, porque yo apreciaba a Pluto, le había cogido cariño. No podía olvidar que Lucía le adoraba y podía imaginar lo que su muerte iba a suponer para ella. Entonces, como si hubiese vuelto a ser un niño que reza para cambiar el mundo, deseé con todas mis fuerzas que Pluto no muriese, que pudiera ser operado, o cosido, o resucitado y que todo volviera a ser como antes; y que yo tuviese dinero para afrontar ese gasto, un gasto que quizás estaba magnificando. Quería aferrarme a esta última idea, y me decía que me daba igual, incluso, si al final era Francisco el que se hacía cargo de pagar al veterinario. Yo ahorraría, se lo devolvería todo. Me asombraba de que estos pensamientos se estuviesen sucediendo en mí de forma casi simultánea, sobrepuestos, inevitables.
Le estoy contando esto a Alfredo y le digo que he de ir al baño. Me levanto, giro la cabeza y descubro las escaleras que conducen a los servicios debajo del televisor. En él se muestran unos bellos paisajes montañosos, acompañados de una suave voz de mujer e instrumentos musicales de viento. Bajo las escaleras y descubro que las cervezas y el whisky me han hecho más efecto del que creía al estar sentado. Empujo la puerta del servicio y me acerco al urinario. Sé que estoy a punto de concluir mi relato, o al menos mi relato para Alfredo, ya que la historia sigue desarrollándose dentro de mí y se expande mientras me sostengo la polla para apuntar hacia el sumidero de la taza y cierro los ojos.
El domingo del que estoy hablando a mi amigo se ha repetido en mí con frecuencia, en imágenes; pero también cifrado en palabras, en una narración muda que mi mente vierte sobre el escenario vacío de mi cabeza. Son muchas las veces que he reflexionado sobre ese día, y ahora, parte de esas reflexiones están aflorando ante un semiconocido (o puede que un nuevo buen amigo). Porque aquel domingo, mientras Irene conducía nuestro coche, Francisco tomaba el asiento del copiloto y yo sostenía a un Pluto moribundo sobre las rodillas, y la idea de que viviera o muriera se agolpaba en mí, también lo estaba haciendo el recuerdo de otra noche que había tenido lugar un año antes, más o menos.
Entonces yo aún trabajaba como teleoperador y un viernes que Irene había dejado a Lucía con sus padres, porque ella iba a la despedida de soltera de una amiga, salí a tomar unas copas con Rodolfo, un compañero de trabajo que había entrado en la empresa no hacía mucho y del que me había hecho amigo. Él era argentino y hablábamos sobre todo de fútbol, de la liga española, pero más que nada de la historia de los mundiales. La mayoría de los compañeros de trabajo no me habían interesado mucho hasta entonces; casi todos eran chicas muy jóvenes que no paraban de quejarse. Con Rodolfo conecté de inmediato, me atraía su vitalidad, su humor socarrón. Así que ese viernes yo estaba libre y él también y salimos a tomar unas copas. Le llevé a los bares de Malasaña a los que yo solía ir antes de estar casado y que Rodolfo no conocía.
En algún momento, una vez traspasada la frontera entre las cañas de cerveza y las copas, la conversación se centró en el trabajo, o llevábamos ya tiempo hablando del trabajo, del mundo de los teleoperadores, y nuestra charla simplemente dio un pequeño giro hacia el pasado. Los dos coincidimos en que jamás habíamos pensado que íbamos a acabar ofreciendo servicios de internet por teléfono. Rodolfo me preguntó qué me habría gustado ser a mí de pibito. Recuerdo esa expresión porque me hizo gracia, como me hacían gracia el acento y las expresiones argentinas. Y, sentados sobre unos taburetes, en uno de los bares de Malasaña que había frecuentado tanto hacía unos años, le conté que de niño siempre había querido ser veterinario. Hasta una mañana de sábado, cuando tenía nueve o diez años, que me quedé sin saber qué querer ser de mayor.
Ocurrió así: me gustaban los animales, los pájaros, los gatos, había deseado tener un perro en el piso de mis padres y ellos siempre se negaron. Mi abuelo criaba canarios y tenía un conejo en una jaula; a mí me encantaba visitarlo. Un día él me dijo que uno de sus amigos trabajaba de conserje en la facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense y que, el siguiente sábado, nos había invitado a visitar sus instalaciones. Fui con mi abuelo y mi padre; los tres en el coche de mi abuelo, un 127 viejo pero muy cuidado. Mi abuelo pudo dejarlo en un parking vacío y su amigo nos esperaba en la escalinata del edificio. Me llamó la atención aquel hombre, ya lo había hecho la semana anterior que aún trabajase y no estuviera jubilado como mi abuelo. El amigo tenía el pelo blanco, un poco largo, peinado con esmero hacia atrás. Unas densas patillas blancas se abrían paso entre las franjas entrecanas de un rostro sin afeitar desde hacía al menos una semana. Hablaba muy alto, gesticulaba en una curiosa mezcla de movimientos alegres y a la vez amenazantes. El aliento, cuando se inclinó para darme la mano, le olía a alcohol. Cuando nos condujo hasta una puerta lateral de la facultad me percaté de que cojeaba ostensiblemente. El balanceo de su cuerpo alrededor de una pierna rígida parecía otro de sus gestos alegres y amenazantes, como si todos esos gestos hubiesen sido desarrollados para cubrir o disimular la cojera.
Lo que vi en el interior de aquel edificio me espeluznó. Avanzamos por un pasillo oscuro, con un suelo viscoso; nos asaltaban continuos ladridos lastimeros, dolidos, angustiados. Un pasillo con olor a medicamento y pantano. Recuerdo una sala iluminada por un resplandor pálido y en ella a un perro con tres patas y una rueda de madera alrededor del cuello; a unos estudiantes con batas, dos de ellos barbudos, en torno a un caballo, de extrema flaqueza, al que llamaban Rocinante; un roedor grande, un lirón o una marta, con una zona pelada y cosida, manchada de un líquido verdoso; un zorro sin pelo, con cicatrices como venas recorriendo su cuerpo; ratas de ojos hinchados en jaulas… En algún momento el amigo de mi abuelo abrió un cuarto donde correteaban pollitos amarillos, rápidos, extrañamente con aspecto sano, iluminados por bombillas que descansaban sobre el suelo. El amigo de mi abuelo me dijo que podía coger uno y llevármelo, si quería. Yo, atemorizado entonces, dije que no; pensé que era lo correcto decir que no, que si mi padre no quería un perro en nuestro piso tampoco querría un pollito. Cuando salimos de aquel edificio, cuando volvimos a la luz del sol y entramos en el espacio reconocible del coche de mi abuelo, me di cuenta de que sí que había querido, en realidad, llevarme el pollito. Mi abuelo y mi padre torcieron el gesto y me dijeron que ya era tarde. El abuelo arrancó y nos fuimos. Nunca más deseé ser veterinario. Tampoco llegué a la universidad, abandoné; los parques de Móstoles y la televisión me condujeron por otro camino.
Rodolfo me había escuchado con interés y cuando finalicé me sonrió, con una mueca extraña que hubiera podido pasar por malvada. Me dijo que él también había visto perros de tres patas, con cicatrices, con las tripas fuera, con los intestinos manchados de tierra, y aun así de pie, ensangrentados, furiosos, allá en la Argentina. Pasó a hablarme de su barrio, al que denominó Ford Apache, y situó en un lugar llamado el Gran Buenos Aires. Torció el gesto —ahora sí, más que extraño, siniestro— y me contó, acercándose a mí, que el pasaje de avión para España lo había conseguido robando perros, entrenándolos y organizando peleas. Me habló de noches en las que él y sus amigos incursionaban en fincas de ricos, en parcelas de terrenos sin construir, pero donde los ladridos de los perros taladraban la oscuridad. Y cómo los cazaban, con comida en la que habían inyectado somníferos, con lazos; con palos, incluso. Recuerdo que le sonreí, sabiendo que él no estaba en esta ocasión de broma, perdido el tono de seductor de jóvenes teleoperadoras quejosas, y un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Me sentí sudoroso y frío, como si me hubiese adentrado en el territorio sin retorno de una pesadilla, como si fuese un niño atrapado en falta; aunque, al mirar a mi alrededor, podía aferrarme a las paredes de aquel local de Malasaña, donde me había sentido feliz tantas veces, unos años antes, con mis amigos de Móstoles.
No mucho después, Rodolfo ascendió a gerente de nuestra sección en la empresa de telefonía móvil, y yo empecé a mandar currículos y a hacer entrevistas de trabajo. Necesitaba un cambio de aires, que me llegó unos meses más tarde.
Los recuerdos de Rodolfo en Malasaña y la facultad de Veterinaria volvieron aquel domingo en el que Francisco nos guiaba hasta el veterinario de guardia. Y todo ello mezclado con el deseo de que Pluto muriese o de que no lo hiciera. Me empecé a marear y cerré los ojos. Fue algo muy extraño. Como si por un instante se me hubiese olvidado quién era. Sólo una vez anterior había experimentado algo parecido, una mañana en la que me desperté sudoroso en una habitación de hotel, angustiado por un mal sueño. Pero aquel domingo había estado despierto en todo momento. Seguí unos segundos sin abrir los ojos y respiré profundamente. Después parpadeé deprisa, miré por la ventanilla del coche y aquella sensación ya me había dejado.
Me lavo las manos y la cara en el lavabo y la puerta del baño choca contra mi pie. Me aparto un poco para coger un pliego de papel con el que secarme y abro la puerta. Un chino diminuto agita la cabeza, sonríe sumiso y me pide reiteradamente disculpas. Le digo que no se preocupe, que no ha sido nada. Subo las escaleras y compruebo que una de las mesas vacías ha sido ocupada por dos hombres y una mujer españoles. Esto hace que el exotismo del local decaiga de golpe y que me cueste más llegar hasta mi sitio, junto a Alfredo.
Tomo asiento, bebo de mi copa, permanezco callado. Alfredo me observa, expectante. «Y entonces, ¿qué pasó con el perro?», me dice. Le miro como si no supiera de qué me está hablando. Me ha dejado de apetecer seguir con esta historia. Le cuento atropelladamente que cuando llegamos a la clínica veterinaria Pluto ya estaba muerto. Lo saqué del coche en brazos y lo sentí como un fardo, pesado e inútil. Aun así, entramos en la clínica y una mujer con bata confirmó lo que ya sabíamos. Yo experimenté un raro alivio interior, del que me arrepentí al abrazar a Irene y notar cómo se convulsionaba su cuerpo al llorar. Francisco saludó a uno de los veterinarios y se pusieron de acuerdo sobre la incineración de Pluto. Como había supuesto, él se hizo cargo de los gastos, e Irene y yo aceptamos, sin ni siquiera intentar oponernos con debilidad. Nunca ahorré para devolverle el dinero. Cuando volvimos a nuestro barrio y recogimos a Lucía de la casa de los vecinos, no pudimos mentirle. Ni se nos ocurrió hablarle del «cielo de los perros», ni de nada parecido. Irene y yo ya habíamos hablado de cómo educar a nuestra hija. Esa noche la niña no durmió, pensamos que íbamos a tener que llevarla a urgencias. Lloró durante horas y nosotros, que tampoco podíamos dormir, le acariciábamos la cabeza. Los tres, a oscuras, dentro de la cama de matrimonio, solos. Lucía se quedó dormida unas horas, ya de madrugada, sobre el pecho de Irene. Ni Irene ni yo dormimos nada, y cuando la niña lo hizo ni siquiera hablamos. A partir de esa noche las cosas se torcieron. Algo se había roto y no pudo ser recompuesto.
Pronuncio estas últimas palabras con un tono definitivo, melodramático; «algo se había roto y no pudo ser recompuesto». Sonrío para que resulten un poco irónicas y no solamente tristes, y apuro mi copa.
No le hablo a Alfredo, sin embargo, de aquella noche con Rodolfo; que a su vez se expandía, abriendo un túnel en la memoria, hacia otro día de mi infancia. Pienso que no tendría sentido sacar esto fuera, esta rara muñeca rusa dentro de otra.
Él me dice que va a pedir la cuenta para que podamos llegar, dando un paseo, al pub donde ha quedado con los dos hombres del grupo de amistad. Levanta una mano, hasta que le ve la camarera y se acerca a nuestra mesa.
Cuando salgamos del restaurante le voy a decir a Alfredo que me marcho a casa, que no me apetece beber más ni gastar más dinero. Lo que no le diré es que mañana he quedado a solas con Rebeca, y que no quiero presentarme ante ella resacoso. Tal vez yo tenga más suerte que él.
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