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Igual tengo una historia para ti.
¿En qué momento había llegado Tomás a la lectura? Habíamos quedado una hora y media antes, en una terraza de la plaza Navas, el tiempo justo para que me explicara un asunto que podría interesarme. Le estuve esperando un buen rato, leyendo un libro que no avanzaba. Solo frases sueltas cazadas al vuelo, sin mucho interés por ordenarlas. Buscaba alguna idea que me diera pie a otra cosa, que me sacara de allí y me hiciera olvidar por qué continuaba sentado en una plaza si sabía que Tomás no iba a aparecer en ningún momento.
¿Qué era exactamente lo que quería comentarme? Me entretuve imaginando varias posibilidades, razonables al principio y cada vez más estrambóticas a medida que pasaba el tiempo. Estaba seguro de que se trataba de algún asunto relacionado con Walter Benjamin y un viaje pospuesto. Habíamos hablado sobre ese tema en muchas ocasiones. Ninguno de los dos había vuelto a Portbou y ya iba siendo hora de que lo hiciéramos. Le habíamos dedicado una parte de nuestras vidas a Benjamin y al pueblo en el que se había suicidado y, sin embargo, desde que pusimos fin al proyecto ni él ni yo habíamos sido capaces de regresar a aquel escenario. En ambos existía un exceso de superstición, como si volver a Portbou significara quedarnos en un aquí y un ahora eternos, sin posibilidad de huir hacia otra parte. Como si únicamente hubiera una sola historia para nosotros, ni una más. Y eso, supongo, nos aterrorizaba. Queríamos avanzar de frente, no de espaldas, como el ángel de Paul Klee al que le es imposible detener el empuje de un viento huracanado.
Media hora más tarde, mientras pasaba las páginas de un libro al que apenas le había prestado atención, pensé que el motivo de que me citara una hora antes de la lectura no tenía nada que ver ni con Portbou ni con el aniversario de la muerte de Benjamin. Lo que quería explicarme no podía esperar hasta 2020. Su mensaje, aunque fuera parco en palabras, me hizo pensar en algo más inmediato. Tal vez en un análisis sobre la falsificación y la copia a partir de un cuadro de Goya, un tema sobre el que Tomás había trabajado en uno de sus documentales. Imaginé un proyecto que abordara los límites de la creación, de la voz propia, del plagio y la impostura, o simplemente del gran mercado del arte, al estilo de lo que hizo Banksy en Exit Through the Gift Shop. No sabía de qué forma podría implicarme en una historia de ese tipo, pero comencé a redactar notas que le sirvieran de ayuda. Al fin y al cabo, todo proceso creativo genera los mismos conflictos. Poco importa que el punto de partida sea la literatura o el arte urbano. Éxito, fracaso, anonimato, visibilidad, ostracismo. Las reglas del juego casi siempre se repiten.
Nuevas hipótesis fueron saliendo al paso y así, sin darme cuenta, había trascurrido una hora desde que me senté en una terraza de la plaza Navas. Decidí que ya había esperado demasiado. Me acerqué hasta la calle Bòbila, saludé a algunos amigos en la puerta del local y poco después de que tomara asiento comenzó la lectura. Patricia Almarcegui, una espléndida autora de libros de viajes, inició su intervención reflexionando sobre el desplazamiento, sobre cómo todo tránsito impone su propio ritmo narrativo. Mientras hablaba de uno de sus viajes a Japón, pensé en la capacidad de ciertos autores para trasladarnos de un lugar a otro, aunque no hayamos pisado nunca las ciudades de las que nos hablan. Escritores que nos convierten en viajeros inmóviles y nos permiten conectar nuestras habitaciones con geografías lejanas. Al final, lo que nos regalan es la posibilidad de ensanchar nuestro mundo, habitar un territorio leído más que real. Un universo próximo a la ficción, a la memoria inventada y que, sin duda, nos resulta más confortable que la vida a secas. Quizás porque la vida, por sí sola, no basta.
Pensaba en todo eso mientras alguien se acercó por detrás, apoyó una mano en mi hombro y pronunció, en voz baja, seis palabras que lo cambiarían todo. O casi todo, porque probablemente aún sea demasiado pronto para averiguar el verdadero alcance de esa frase.
Igual tengo una historia para ti, dijo. Una hora y media más tarde, Tomás Acosta había llegado.
2
Me hizo un gesto con la mano para que le acompañara e intenté salir sin hacer ruido. Aunque parezca concentrado, el escritor que interviene en un recital suele tener un ojo puesto en el fondo de la sala, para que le informe de quién se escabulle de la lectura, como si una persona menos en el público fuera la señal de que debe ir terminando. Por eso, por empatía, traté de levantarme sin que se notara y fui caminando a la puerta medio encorvado.
Tomás Acosta me esperaba al otro lado de la calle. En ningún momento se disculpó por el retraso. No por falta de cortesía, sino porque estaba más pendiente de explicarme cuál era el motivo por el que me había propuesto que nos encontráramos. Me habló de un tal Saúl Leiva, un guionista chileno que había conocido tiempo atrás, en Tel Aviv. Cuando pensaba que el asunto iría por ese nombre, Tomás cambió de tema y dirigió su explicación hacia Vallcarca, un barrio del norte de la ciudad. Hablaba a trompicones, con frases inconexas, aunque él pensara que estaba trazando un discurso lógico y bien estructurado. Cuando le hice notar que no era así, que llevábamos unos minutos charlando y que no me estaba enterando de nada, hizo una pausa y citó un nombre, Damián Gallego. Lo pronunció una vez más, por si lo conocía o había escuchado hablar de él en alguna ocasión. Damián Gallego, dije. Lo repetí un par de veces antes de reconocer que no tenía ni idea de quién era ese hombre y que era la primera vez en mi vida que lo escuchaba.
En realidad, sigo sin saber quién fue Damián Gallego. Ha pasado más de un año desde aquella conversación con Tomás Acosta y todavía no logro responder a una pregunta tan sencilla. Podría decir que lo acabé conociendo y que mi vida quedó ligada a la suya desde entonces. Sin embargo, no sería capaz de explicar quién fue Damián si alguien volviera a preguntármelo. Damián Gallego fue muchas cosas a la vez y, al mismo tiempo, no fue nadie en absoluto. Fue una copia, una falsificación, y fue también alguien insólito y verdadero, un hombre que en su singularidad vino a despertarme de una siesta que se prolongaba demasiado. Porque durante aquellos meses yo no tenía nada entre manos. Ninguna historia que poder desarrollar más adelante, ningún asunto que me suscitara un mínimo interés como para rebuscar en él y averiguar hacia dónde me llevaba. Los últimos años los había dedicado a escribir una trilogía sobre tres personas distintas y tenía la impresión de que detrás de ellas no había nada. Solo un vacío que se llenaba de orfandad y bloqueo, un espejo cóncavo que me enfrentaba a mí mismo, sin una línea que añadir a la página, como si ya hubiera escrito todo lo que debía y ahora tuviera que echarme a un lado. Encontrarme así, sin una sola idea, me generaba una sensación de desamparo. Aún hoy me lo produce, solo que ahora intento sobrellevar mejor los días en los que aparentemente no sucede nada. Me sigue inquietando esa inactividad, pero trato de amortiguarlo con algo que aprendí durante aquellos meses: que no verbalizar una historia no significa que no la estés interiorizando y que guardar silencio sobre ella es también una forma de narrarla.
No sé quién es Damián Gallego, dije. Esa tarde, mientras fumaba en la puerta del local y esperábamos a que la lectura terminase, Damián tenía la fuerza de los nombres que se citan por primera vez, como un imán que comienza a tirar de nosotros aunque no sepamos exactamente hacia qué lugar quiere arrastrarnos. Es justo ese momento en el que echan a andar los mecanismos de la ficción. Basta un único nombre para que todo cambie. Y yo, durante aquellos días de letargo, necesitaba que todo cambiara.
Quedamos un día y lo charlamos, concluyó Tomás. Así fue como una semana más tarde conocí a Damián Gallego, mientras salía de su casa y atravesaba el puente de Vallcarca. Y así fue como me acostumbré a observarlo: a los lejos, porque hay personas a las que, por mucho que lo intentemos, siempre acabamos juzgándolas a distancia.
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